jueves, 28 de enero de 2016


Retractos # 07: “Paolo Colombino”

 Fue silencioso a posarse frente a la pared multicolor que era su inmensa biblioteca, y tras danzar su sombra sobre el lomo de los libros durante un lapso de tiempo que dio para pensar en que aquella figura estaba poseída por el fuego, extrajo un volumen grueso y gris.
 No parecía muy viejo, más sí que su contenido lo fuera. Letras doradas y degradadas apenas se apreciaban en su tapa, más por el relieve que por su brillo opacado.
-Durante tres décadas volé miles de kilómetros, siempre llevando mensajes a los puntos más recónditos e intrascendentes de este planeta, sin claudicar bajo ninguna condición climática ni espiritual: conozco el mundo desde lo alto, y a veces, para orientarme mejor, más me elevo y alejo del punto que busco. –Permaneció un instante apretando el libro contra su pecho.
  A un lado del prisma de papel, su cabeza asomaba y en la mirada, perdida en algún punto de la mesa, parecía observar desde muy alto. Atardecía, y el deseo de volver a casa temprano, para prenderme furioso a un porroncito de ginebra que tenía escondido, me hacía levitar en la silla, casi ya en movimiento saludando a mi amigo.
-Durante ese período, -continuó, - la paga de paloma mensajera no era buena, por más que se gozaba de varios privilegios con respecto a otros oficios, tan importantes o incluso más que el mío. No éramos muchas en aquella arriesgada y fantástica misión, y yo, para establecer de algún modo una remuneración más potable, puse como condición quedarme con cada sello del correo que estuviese en cada uno de los sobres que transportase, que me llevaría una vez entregado, y sí y solo sí, el destinatario acordase otorgarme. Si bien la empresa ya de antemano ponía en conocimiento a cada destino de tal cláusula, hubo situaciones en las que, retirar o reclamar el sello implicaba un conflicto bochornoso cuando no peligroso. Así aconteció con Fernanducho XXII, Rey de Monesia a quien, mediante correo postal entregado por quien habla, fue notificado de su abdicación incondicional, captura y ejecución en el acto. Aquel sello, una pieza de valor incalculable por ser una partida emitida con una sobrecarga de magenta, era, además de pieza rara, absolutamente hermosa. Atiné a manotear el sobre, fingiendo estar compungido, y ni bien lo tuve entre las plumas, me encaminé hacia la ventana. Mi actitud era de entrega total y era fácil intuir mi abatimiento moral y descorazonada esperanza. Fui frenado en seco.
-¡El sobre! –Dijo un Oficial de alto rango a las órdenes del depuesto Rey.
-Esta carta su Majestad nunca la recibió. Esta orden no se reconoce…
 Inmediatamente intuí en la mirada del chacal amarillo y canoso, su claro intento de tomar el sable para eliminarme. Olvidé el sello y cualquier absurda pretensión y volé más raudo que nunca, al tiempo que me llegaba la voz del Rey mapache gritar: “¡pero se va, párelo, hágame el favor!”
 Volví exhausto y completamente defraudado. Casi muero y en la empresa solo atinaban a mirarme sorprendidos cuando, entre sollozos, contaba lo sucedido. Fueron cientos de anécdotas, y miles de sellos los que, por cuestiones de aprovechamiento de tiempo en mis descansos, aprendí a clasificar y reconocer aquellos ejemplares “raros”, emisiones falladas o desafortunados re-sellados que con maestría y ayuda del vapor despegué durante años.
 Hoy esta colección, evaluada en una fortuna que en ni en doscientos años de vuelo hubiese alcanzado, está reunida aquí en este álbum.
 Depositó el pesado libro sobre la mesa y percibí su grosor, el que hacía mucho más fino, así como el detalle del canto de las hojas de color dorado, lo que le daba aspecto de un libro de páginas metálicas.
 Luego lo giró en un movimiento marcial, y lo puso delante de mi cara, desplazándolo suavemente sobre la mesa lustrosa de caoba.
 -Admírelo, amigo mandríl. Se que usted no es alguien muy adepto a los hobbies, pero créame que se conoce a una nación a través de sus filatelia, más que por su numismática.
 Me puse los lentes y comprendí que mi pico estaría seco por un buen rato.
 “Muy interesante”, dejé escapar con voz doctoral. Don Paolo no me había escuchado, pero cuando su cola emplumada elevada cubriendo su espalda grisácea, entendí lo que hacía y eso me alegró de sobre manera, buscaba un buen vino en un mueblecito bajo y oscuro como un ataúd.
 Fueron dos botellas las que colocó sobre la mesa, luego de una pausa en la que alternó una de sus alas para velozmente señalar a una y otra, me preguntó: -¿Tanat o Barolo?
 No respondí de palabra, alcancé a señalar con mi índice a la segunda botella, viendo reflejada mi mano que en vertiginosa perspectiva continuaba hasta terminar en mí mismo, mi cara seria y mis ojos iluminados de placer detrás de los cristales.
 El primer trago me inundó de la frescura del rocío y el sabor lejano de frutos del bosque, y un lejano sopor a galeón me abrazó la nuca y me sentí mascaron de proa. Sentí mi jopo cual vela de cebada y en el pecho el hamacarse de mi alma.
 Don Paolo, tomaba a su manera, y el chasquido de su pico parecía el lenguaje de las páginas contenidas en aquella habitación, un secreto que desde los estantes los libros reconocían en miles de noches y que sabían que para mí era nuevo.
 Poco a poco, fui descubriendo un micro mundo contenido en cada página, en cada pequeño rectangulito de dos por tres centímetros, en el mejor de los casos, pues la mayoría variaba en milímetros menos su formato.
 Encontré imágenes deslumbrantes, tristes, conmovedoras y ordinarias; representación de acontecimientos extravagantes por no decir confusos, y rostros de personalidades indefinidas y fantasmales, sin comprender quienes eran, por qué el motivo de recordarles de aquel modo, y si se correspondían con un tiempo de arbitrario poder o civilizada convivencia en su país de origen, el que había optado por semejante homenaje de colección y perdurable en el tiempo.
 Tres monitos parecían cantar a coro y el éxtasis se reflejaba en los ojitos volteados hacia el cielo. La imagen sepia, era oval y estaba enmarcada en un carmín ornamentado de laureles y vegetales dudosos. Su valor era de unos “25 centésimos” de aquél país. Otro que estaba a su lado y que seguro se correspondía a la misma serie debido al tamaño y estética, con marco lila rodeaba otra imagen ovalada y sepia: un tigre de cara recia fumando en pipa y con monóculo, su valor, 1 peso (¡cuatro veces más importante que los monitos cantores!). Me pareció excesivo el monto y la relación con el de 25 centésimos, sin saber quienes eran, sin duda el aporte del tigre no podía ser mejor al de los músicos.
 Un sello enorme enmarcaba en un verde desteñido y muy geométrico con parentesco arte deco, una escena inquietante, al punto de ser ridícula en su composición: parecía una procesión de roedores, algunos, con uniformes napoleónicos arengaban trepados al lomo de enormes ratas, a una muchedumbre que se perdía en la profundidad de la imagen. Volteados hacia atrás, los ratones llevaban sus manos al cielo y algunos aferraban espadas rectas de caballería pesada. Delante de ellos, en un primer plano y confusamente cabizbajo, un sapo con un uniforme desproporcionadamente ornamentado se destacaba en jerarquía a los demás militares. Sin embargo, su confusa postura y las manos en el pecho no dejaban en claro si era el héroe que comandó aquellas tropas victoriosas, o era el tirano atrapado y conducido  a la muerte. No llevaba armas. Su valor era de “350 H”, moneda de ese país.
 A cada sello, había una acotación de carácter técnico sobre el mismo, el que mi buen amigo Paolo hacía entre chasquido y chasquido de su pico. Estaba feliz, y yo, también viendo llenarse constantemente mi copa, además de maravillado. Me sentía un niño, y si bien intentaba adquirir una postura más de adulto, al instante caía atrapado por las diminutas imágenes que me contaban tanto.
 Una serie me impactó al punto de levantar la cabeza y mirar fijamente a mi amigo, que me sonreía y asentía con su cabeza. En el momento que volví mi atención al álbum, en ese extraño pasaje, me reflejado en la botellas, y fue como entender al palomo reflejándose en mis lentes, y creer que se sonreía a sí mismo y que en complicidad de aquellos libros misteriosos, se divertían al verme atrapado en un mundo tan secreto pero a la vista de quien posea simplemente el interés de descubrirlo.
 Era una serie de cinco sellos de refinado acabado y detalles virtuosos. La temática era el mar. En todos, de igual tamaño y formato apaisado, a cuatro esplendidas tintas que daban a entender sin duda alguna su verdadero tratamiento original al óleo, se narraba una historia. Los valores que los pobladores de ese país decidieron dar a cada sello era de “10, 25, 50, 100 y 125 PtrG” (la moneda de ellos, sin duda). El primero, mostraba un clíper en primer plano, proa hacia el observador, velamen aparejado a medio palo. Atrás, en el muelle derruido y mugroso, una  muchedumbre variada que parecía despedirlos apasionadamente. En cubierta, algunos tripulantes saludando a la chusma y otros ya abocados a las tareas de navegación (este sello vale 10, no más). El segundo, de 25, muestra al mismo velero brutalmente embestido por una especie de ballena blanca con un cuerno en la nariz. Las proporciones son escandalosamente absurdas, pero la espuma y el agua en vuelo por el viento, el detalle de las nubes oscuras y el fabuloso escorado del navío que parte trinquete y mayor en la sacudida, proyectando brutales latigazos de los aparejos en las olas cristalinas por los remolinos, son, de por sí, una obra de maestría que conmueve. El tercer sello, que uno se lo lleva a la casa o lo pone en un sobre con una carta o algo dentro, se adquiere por 50, lo que equivale a dos de la ballena rompiendo el barco. En este sello, algunos zorros y perros muy robustos, agrupados grotescamente en una playa, devoran a una tortuga y dos conejos. Detrás de ellos, con claras expresiones de horror, un carnero, una iguana y dos ciervos advierten de lo aberrante que sus compañeros hace, sin acercarse decididamente, pero sí en clara actitud de sorpresa y congoja. Se entiende, por simples prendas que aún conservan los náufragos, que todos son tripulantes del mismo barco y, se entiende más aún, hasta un momento compañeros. Con el valor de 100 (te podés comprar cuatro de la ballena loca que rompe todo), plantea una escena de mar calmo y cielo azul, despejado y plano cual decorado artificial. De espaldas y en un primer plano, los zorros y perros sacuden banderas improvisadas (no están los ciervos ni los otros supervivientes). En el horizonte, destellando un reflejo que da a entender su comunicación y rescate, un vapor blanco de tres calderas que parece un acorazado, corta el horizonte oscuro del agua. El último de los sellos, valor 125 PtrG (moneda nacional), quintuplicando al velero envestido por la ballena arisca, muestra una imagen que, por lo descontracturada y alegre, no deja de esconder matices truculentos y poco felices. Nuestros amigos, con una torpe guitarrita cuya caja acústica es, casualmente, un caparazón de tortuga como la de quien ya saben, cantan con unción sentados en la cubierta del misterioso acorazado. No se ve ningún tripulante y se pierde la cubierta de madera perfectamente pulida hasta escapar de la borda y quedar recortada por el océano azul y un cielo claro apenas manchado de nubes rosadas. Es visible al fondo una enorme y plana batería con posibles tres o cuatro piezas de 200mm. Algunos albatros, muy pequeños debido a la distancia a la que vuelan, delatan la proximidad a un puerto. De los perros y zorros, a manera de artesanías básicas, cuelgan de collares orejas y patitas de conejo, alguna osamenta de ciervo, algún penacho de cabra… (valor: 125).
  De regreso a casa, midiendo mis pasos que acorten la distancia y no pasen de las tres de la mañana, pensé en los canes del sello y me ofendí a mi mismo comparándome a ellos. Seguro que Miriam ya estaría acostada, y mi porroncito de ginebra también. Me estremecí con un potente eructo de vino y sentí vergüenza al no reflejar una mínima satisfacción por lo bebido y vivido.
 Paolo es alguien increíble, incluso después de haberse reído cuando antes de irme, en la puerta de su casa le dije: “mire que yo de esto no se nada, pero entiendo”.
 Realmente lo pienso de veras, solo que, del modo que lo expresé, fue torpe y quitó crédito a mi afirmación.
 Ahora, a entrar veloz y sin hacer ruido, que si bien no padecí un naufragio aterrador, de algún modo soy un sobreviviente con cola de paja.

RV 2016     

   


 


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