martes, 30 de diciembre de 2014

Historias aberrantes - Capítulo #8: "El arma secreta".
 Absorto en pensamientos sobre lo que haría una vez de vuelta a casa, un penetrante silbido me obligó a incorporarme desde mi relajada posición improvisada en la santa bárbara. Permanecí un par de segundos como una escuadra haciendo equilibrio sobre mi trasero, con las piernas extendidas hacia adelante y con el tronco flotando como una boya, al tiempo que estiraba los brazos intentando ir tras mis pies, sin dejarme caer hacia atrás e implorando sujetarme de algo como un bebé. El silbido sonó de nuevo, e intuí que algo inquitante ocurría.
 Rápidamente salí de entre las entrañas de bordes bruñidos del blindado, con la naturalidad de un animal que sale de su cueva. Sobre el resplandor cegador de la arena, encontré al Sargento Támaro corriendo en sentido de la carpa. No tuve tiempo ni energía de preguntarle nada, un zumbido áspero y metálico revolvía el calor en el denso aire desértico.
-¡Pornaro, vuélvase! -Me gritó el Teniente desde la puerta de la tienda. Vi al Sargento introducirse y despertar a los demás tripulantes con movimientos enérgicos.
-¡Que se de vuelta! -Volvió a gritarme. Por instinto a una orden  giré sobre mis pies con flojera y torpeza, esperando darle sentido a lo que creía que me decía el comandante de carro. El sol me impactó en la vista con un potente resplandor, y aunque hice esfuerzos por intentar fijar mi atención en la gigantesca sombra que por el firmamento y a baja altura flotaba, permanecí cubriendo mis ojos que sentía quemados por la potente luz. En medio de la nebulosa naranja de aros concéntricos amarillos que se escapaban de mi espacio visual salidos de foco, sentí la voz del Sargento llamando a la calma. Me arrodillé y fue fácil apoyarme al vehículo que estaba a mi costado y al que no había abandonado como si se tratase de una enorme criatura protectora, una vieja hembra junto a su vulnerable cría. Deduje corridas por la planicie arenosa y espanto en mis compañeros. Poco importaba, el zumbido ensordecía y el viento era terrible. Por algún extraño fenómeno la arena permanecía sujeta al suelo, y la sombra, por lo que entendí, flotaba en una densa nube caliente que ella misma generaba y sobre la que se desplazaba. Así se alejó reflejando su negra estructura en la superficie y el cielo, tenebrosamente levitante.
 Detrás de una duna, donde el vehículo "Comando" estaba escondido y era portador de la radio, surgió el Sargento sonriente. Se acercó a nosotros caminando con calma. Con el dorso desnudo, la piel dorada por el sol y marcados los huesos en su delgado cuerpo, el hombre tenía toda la apariencia de un guerrero al que el árido medio obligó a adaptarse con exigencia y constancia. Acomodó su gorro de lona sobre el cabello rubio y duro com alambre, miró un par de veces en sentido a la mancha negra que volando se alejaba hacia el horizonte, y luego nos dijo:
-Es un arma secreta, es nuestra... va hacia la tormenta, a buscar enemigos...
 Todos comprendimos de qué se trataba aquello: cubría la retaguardia. Cada uno se abocó con sincronizada calma a levantar el campamento. Vi desaparecer al arma secreta detrás de las opacas colinas en el horizonte lejano y plano. Emprendíamos nuevamente la retirada, de regreso a casa. A nadie importaba si aquella máquina tendría algún efecto sobre el desarrollo del conflicto, o si volveríamos a verla. Ahora estaba sellada nuestra desvinculación de aquel abominable problema de la guerra. Y se manifestaba más claramente que nunca nuestro deseo de olvidarla a ella y sus hijos mal paridos que quedaban vagando sedientos de sangre por parajes confusos y agrios, hasta que se detengan entre el polvo y maleza destrozada, a la espera de que otros las ocupen y muevan nuevamente.
RV 2014.