domingo, 23 de diciembre de 2018


Los viajes de Pingusio, capítulo # 07: "No todo lo que brilla..."

-Y si me encuentro acá, en este preciso momento, se debe a una cuestión de coordenadas, solo por eso.
 Pingusio no hacía más que escuchar atentamente al  marino que desde la altura divisó y bajó a conocer. En realidad hacía más de dos horas que aquel extraño hombre le hablaba sin parar, apenas Pingusio tuvo tiempo de saludar y presentarse.
-Y cuando las corrientes antárticas choquen de lleno con aquellas tropicales, entonces no tendrán lugar por donde correr y este desierto será inundado de forma violenta y demoledora.
 El señor hizo una pausa, un poco larga, bajó la mirada y se frotó la barba como desanudando las frases que debía largar y allí se encontraban enredadas. Suspiró como recordando algo y entre los bigotes se deducía una sonrisa.
-Hubo una época en que, con mi socio, pescábamos muy al norte del Pacífico. No le doy coordenadas porque a mí nadie me asegura que usted no sea un inspector naval y me aprese o multe por pesca indebida, ¿me entiende? -Pingusio parpadeó. El tipo continuó.
-A pesar de tormentas atroces y envestidas brutales del mar, a la deriva, espantosamente diezmados y al borde del naufragio, dimos con una pequeña isla que jamás localizamos en ningún mapa. En realidad, despertamos encallados en su costa pedregosa y calma, muy calma... diría que demasiado calma... -Estiró las palabras hasta dejar la cabeza inclinada hacia atrás, mostrando la campanilla a través de su boca abierta. Pingusio rescató el dato de "un tubo oscuro con un freno o rejilla que funcionaría como resumidero o alcantarilla en un desagüe, así es la gente por adentro desde ese lugar".
-Bajamos, mi  Remington nos guiaba con su hocico largo y pulido, por el que despide fuego cual dragón... ¡Ja, ja!  -Pingusio no entendía nada, y no sabía si "Remington" era su amigo, o un tercer tripulante. Pero esto se aclaró.
-Esteban estaba mal herido y rengueaba, pero del terror vivido durante la tempestad de aquella noche, prefirió bajar a tierra y acompañarme unos metros, no estaba dispuesto a permanecer un minuto más sobre el bote. La isla era demasiado pequeña, casi circular, y no superaba los cien metros de diámetro. Pero  lo verdaderamente alarmante era su altura: peñascos rocosos que fácilmente superarían los sesenta o setenta metros de altura, cubiertos de exuberante vegetación y acantilados de vértigo por los que era imposible trepar.
-"Cholo, es un volcán", -me gritó Esteban desde la orilla. Cuando me di vuelta para insultarlo por su estúpido descubrimiento, lo vi arrodillado, estático y con el rostro blanco cual fantasma. Observé en la dirección en la que el miraba hipnotizado, no veía nada. Al rato de escudriñar entra barrancos y planos de piedra salpicados de helechos, vi a lo que Esteban no dejaba de quitarle la vista. Yo también permanecí inmóvil y apoyé la culata del rifle contra la arena, como para apuntalarme del susto.
 Ahora Pingusio estaba tan impresionado por aquella narración, que parecía un accesorio de la verga a la que estaba aferrado.
-Hice foco, -el hombre se tanteo torpemente el pecho como si buscase los binoculares, luego se los llevó imaginariamente a los ojos.
-¡Que me parta un rayo! ¡Corré, flaco, hay que empujar el velero y ponerlo de proa al mar!
 Pingusio comenzó a agitarse de los nervios, y parecía una bomba de agua a la que se le daba leva de forma descontrolada, pues subía y bajaba la cabeza de manera constante, ocasionando igual movimiento con la cola.
-¡Corré, la gran puta! -El tipo se inclinó hacia atrás, dejó escapar una carcajada grosera y se vio la alcantarilla del resumidero a plena luz, -¡ja, ja, ja! -Pingusio no hacía más que agitarse desesperadamente.
-A los treinta o cuarenta metros de altura, un tigre blanco de un tamaño descomunal, que al lado de algunas palmeras parecía un hipopótamo, nos miraba tan fijo y duro que parecía una escultura de arena. Pero arrancó barranca abajo envistiendo el follaje y haciéndose paso entre la maleza como si fuese una enorme roca en caída. El flaco había torcido al "Kalmos" y estaba algo escorado porque la quilla tocaba fondo. Me puse el arma al hombro y empujé como un remolcador. Cuando subía por la popa, el monstruo ese ya era un relámpago por la arena en dirección nuestra. Esteban accionó el arranque y después de un par de intentos se puso el motor en marcha arrastrando arena entre turbulencias, aceleradas y bramidos desde la chimenea. Le apunté en varias ocasiones, y cuando ganábamos velocidad, la bestia estaba a escasos diez metros, levantando oleaje y espuma que parecía una ballena, y enceguecida de furia. El flaco me tomo por el brazo y me hizo bajar el arma, "dejá, ya no nos alcanza". En efecto, nos alejábamos trepando olas y viéndolo desparecer y aparecer entre las aguas agitadas. Transcurrió más de media hora, y si bien estábamos ya a una distancia más que segura, se apreciaba el esfuerzo de aquel animal imponente desafiando al océano para darnos captura.
 Pingusio escuchó toda la narración con euforia y, a pesar del miedo que aún lo atormentaba, ya no le poseía haciéndole hamacar de forma demencial. Comprendió y reafirmó el privilegio de las alas, lo que, sin duda, le hacía una criatura más evolucionada que cualquiera de aquellas que no las tenía, y más aún sobre ese tigre que ni aletas para impulsarse en el agua mediante un vuelo acuático poseía.
-Navegamos millas y millas y sobre el puente, en las noches, fumábamos pipa y bebíamos recordando el percance, y por momentos, por la borrachera, estremeciéndonos con algún reflejo de la luna en el agua que nos plantaba al fiero félido en su portentosa embestida. No volvimos a hablar del tema, Esteban se bajó en un puerto de la costa Californiana y yo seguí rumbo solo, hasta que una noche, al despertarme absolutamente mamado, me encontré acá, con calma chicha y sin agua.

Pingusio dio una veloz mirada al rededor, constatando el paisaje árido y desolado, en el que ni miras de que se vea agua ni en una lluvia esporádica y perdida.
 El Cholo le dio la espalda, se giró y hurgó en el horizonte haciéndose sombra con la mano sobre la visera del gorro. Parecía morder la pipa que ahora notó Pingusio había tenido a un lado del cuerpo, en la mano que no protagonizó la búsqueda del larga vista.
-Y sí... -Dijo llevándose los brazos a la cintura y así, cual ánfora permaneció mirando quizá más allá de las colinas rocosas y rojizas de la lejanía.
 Pingusio dijo "Chau", pero el tipo ni se inmutó, así que a los pocos minutos, estaba volando en dirección al paisaje al que el marinero daba la espalda.
 Recordó una vieja historia, la del "Tigre tesorero", un felino que guardaba un misterioso tesoro en una isla y que asesinaba a todo intruso que se atrevía a bajar en ella. Le pareció que se ajustaba a lo narrado por El Cholo, pero algo no le llegaba a convencer, y voló un largo, muy largo rato pensando en aquella vivencia. Transitó la noche en vuelo, y unas horas antes del amanecer, que acostumbraba a recibir sobre una roca alta, la más alta que encontrase, meditó posado sobre un enorme peñasco, con un leve resplandor anaranjado que se adivinaba del sol.
 Entonces concluyó: no hubo tempestad, no tuvieron contacto con ninguna isla; ese tipo, si es marinero, no puede ignorar la historia del Tigre tesorero; nunca navegó, no conoce el mar ni las corrientes.
 Se sintió distendido y tan aplacible que al instante se durmió, pero en ese lapso de tiempo en que la realidad se contamina de fantasía, se entreveran sensaciones de imposible relación, tuvo un último pensamiento representado en una imagen, quizá escena:  él, Pingusio, dentro de un cofre, cual tesoro o trofeo; el marinero, cual comerciante, con ábaco y monedas al cinto, sonriente y semi dormido por la mamúa; el tigre, un camello sobre el que se balancean de camino hacia un mercado en alguna parte del extenso desierto.

RV 2018