lunes, 22 de agosto de 2022

 

2022 - Merodeadores / Capítulo 3º: "El enterrador de monedas"

 ¿De qué podría servirme permanecer en la guarida si cualquier cosa que pueda acontecer en el exterior, nunca depende de mí? Se repite el odioso malestar por el que una y otra vez atravieso, tengo hambre y no deseo salir  de aquí adentro... Trato en vano de limitar el consumo de cualquier cosa, pero en el movimiento cotidiano esto se vuelve imposible, y al sacrificio de no ingerir alimentos se suma un hambre voraz que termina por hacer que deprede todo lo que encuentro a tiro.

 Todos estos cuestionamientos me apresuran a acercarme con recelo contenido a la salida de mi pequeño hogar, husmear y enterarme de qué sucede fuera de mi pocilga amada. Lo primero que puedo sentir es el olor que el viento introduce sin permiso en la primera sala que da hacia afuera y que está comunicada con el centro de mi casa a través de un largo, complicado y muy sinuoso corredor.

 Puedo sentir el agua contenida en nubes, pero algo lejanas; la tormenta viene o va hacia otro lugar, aquí apenas caerá algo de agua. El cielo está cobrizo, denso de nubes bajas, la temperatura es absolutamente agradable, parece haber más luz sobre la cortina de nubes, aquí llega como un resplandor secreto...

 Me decido a salir y correr en el sentido de las piedras que se acumulan al lado occidental de mi guarida, y a las que he ido agregando otras más pequeñas que también me sirvan de refugio y me cubran en caso de peligro. Puedo sentir el olor frutal de alguna planta, aunque lejana, pero a punto para ser abordada. Será cuestión de movimientos ligeros y en dirección precisa, nada se observa más que arena y la mancha oscura del afluente de agua unos setecientos metros abajo, en un terraplén casi plano pero decididamente inclinado hacia el montecito de Kululók.

 Perfecto, así me manejo, con velocidad y economizando energía. Se trata de un trámite pesado del que no me puedo eludir,  y por más fuerza que haga debo cumplir sí o sí. Pero de repente algo corta la sequedad lineal del desierto, y está en movimiento... Aguardo inmóvil, consciente de que no me ve. En un frenético mover de mis ojos calculo hacia dónde escapar en caso de evidente amenaza, y estoy más que sobrado para tener éxito.

 El individuo es muy torpe y lento, se para con cierta incertidumbre, como si no estuviese convencido del lugar escogido, se balancea cual boya, y de improviso...  ¡por la base de sus pantalones brotan cientos de monedas! Todas corren al suelo y patinan sobre sus diminutas botas... Luego parece apisonarlas, y ya no están más, no existen, quedan cubiertas por la arena. Ahora se traslada zigzagueante, escoge otro lugar, no parece muy seguro... lo deja, camina un par de metros a su izquierda, ¡allí sí! ¡Nuevamente lo mismo, una catarata de monedas se hunde en la arena y él las pisa hasta hacer desaparecer!

 Debo acercarme, no puedo pasar por alto este fenómeno, y entonces me coloco de modo de que me vea, y así y todo, no le causo el menor interés. Opto por entablar un diálogo, por absurdo y peligroso que pueda parecer, necesito hablar con ese personaje...

Sin darme cuenta, la franja de plantas de Kululók está apenas a unos trescientos metros... Todo es calmo y lento, pero aún así, conservando una distancia de veinte metros, le hablo al borde de que apenas pueda sentir mi voz, pese a mi esfuerzo:

¡Buen día, parece que se viene la lluvia!

 El personaje apenas se giró para mirarme. Su forma de bolsa hace difícil entender hacia qué lado tiene la cara o la espalda, y es en su desplazamiento que uno puede hacerse la idea de dónde tiene ubicados estos elementos que constituyen vagamente a todo ser.

 -¡Buenas tardes! No se asuste, amigo, el agua está de paso y en sentido contrario...

"¡Buenas tardes!", idiota de mí que hago un comentario sobre el clima y no soy consciente de que el medio día ya pasó hace horas... En fin, su actitud parece bastante amigable, entonces puede de que me arriesgue a otra pregunto, en lo posible, sutil.

¿Qué hace? (Pregunté ya sin disimulo y las sutilezas son para otra gente, yo no las se utilizar.)

-Mire, desde hace un rato, como veinte años, que entierro monedas, ¿sabe? Es una tarea difícil en la medida de que uno no se sienta seducido por el brillo mágico de la arena, y se plantee enterrar de forma pausada y en amplias zonas, diseminando las monedas de manera elegante y con sabiduría.

(¿Pero qué significa estar seducido por el brillo de la arena y enterrar monedas con sabiduría? Este tipo esconde algún secreto, es posible que pueda descubrirlo si logro que el coloquio tenga una extensión considerable.)

 Supe de gente que desentierra monedas buscando tesoros, pero no sabía que hubiese quienes hacían camino inverso. (Comenté con incredulidad pero con el respeto que entablan los paisanos cuando dicen estupideces en un mostrador mientras ingieren alcohol como si se tratase de un proceso de curación o algo por el estilo.)

-Entierro monedas, me brotan por la noche y me llenan hasta volverme osco y torpe, entonces, cada dos o tres días las disemino por el desierto de Cook. Encuentro placer en ver como los diamantes de la arena se tragan cada círculo metálico, y es como si nutriese al desierto con secretos por descubrir, y el desierto me escucha y lo consiente en silencio...

(¿Pero de qué está hablando, desde cuándo el desierto escucha y puede reconocer monedas de otra chatarra? Bueno sería que le brotaran cosas más pesadas y de metal, como anclas o yunques, a ver qué haría...)

¡El desierto bien agradecido debe quedar albergando tanto secreto, porque no hay nada que le guste más que saberse escarbado en sus entrañas por aquellos que buscan historias! (Después de un comentario tan idiota, me puse en movimiento hacia las plantas, el brillo naranja de las frutas se imprimió en mis retinas y salí corriendo como alma que se lleva el diablo.)  Apenas pude sentirle a mis espaldas exclamar:

-¡Si usted lo dice...!

 En cuestión de minutos roí de forma salvaje dos ramas frondosas e infectadas de mosquillas debido al almíbar de los frutos. La sacudí y los insectos se disiparon tristemente, como embriagados por el azúcar que habrían consumido. Puse la rama más madura sobre aquella más verde, luego tomé agua hasta hincharme como un barrilito. Después tomé con la boca  la base de la rama que hacía de cama, y emprendí feliz el camino a casa.

 Estando a pocos metros de mi guarida, noté con disgusto que aquel extraño enterrador de monedas estaba a unos ochenta o setenta metros de la entrada. Lo observé un rato antes de introducir las ramas por las galerías oscuras de mi hogar, esperando que se aleje y que no disemine esas porquerías tan cerca de aquí. Podrían ser motivo de búsqueda de algún imbécil que las aprecie para luego cambiar por cosas a otro desgraciado, como por ejemplo el alcohol de los paisanos, y así, excavando, llegue a destruir mi casa.

 Dejé las ramas dentro de mi tatucera y corrí por las galerías sintiendo el líquido hacerme ruido en el estómago: ¡esto me da mucha gracia y me hace reír mucho! Entonces salí y me costó un rato encontrar al enterrador de monedas. Luego de mirar en varios sentidos, lo vi trepando una duna para luego desaparecer con cierta agilidad. Por lo visto había terminado su tarea y volvería quien sabe dónde.

 Yo corrí por el pasadizo de mi casa rumbo a mis frutas frescas, mientras el agua hacía sonidos curiosos que retumbaban por el corredor, y me hacían reír pensando en cómo sonaría mi panza si estuviese llena de monedas.

 RV 2022