lunes, 18 de abril de 2016


Retractos # 21: “Luisito, el cara de cagada”

 Si bien el desenlace del caso de la larva Godofredo, y el poderoso Piter Maustin culminó con el suicidio del Comandante Lukanor, años después, y mi matrimonio con su hija la taxidermista Mellinda fue más corto que el vuelo de una polilla, la suerte de un ser tan despreciable como Luisito fue el cierre de aquella historia grotesca y contaminada de ademanes de especulación política corrupta.
 Entonces para mí, tras la ruptura con Mellinda, se volvió el aeródromo mi hogar, pues dediqué casi toda mi energía a mis tareas de observación: jamás había tenido un acercamiento tan fuerte a mi biplano y tampoco en circunstancia parecida había aprendido tanto acerca de ellos. Pero no fue tanto el interés por las máquinas, sino por estar controlado por mis compañeros y así evitar caer en el consumo de crack, que me estaba, literalmente, aniquilando.
 Pero todo tiene una fase lamentable, o pegajosa de la que uno pretende separarse y olvidar lo antes posible, volcado a distraer su atención en cualquier cosa.
 Esta fase, que en realidad fue esporádica pero constante, fue la que más rechazo causó en aquellos años, y fue la caprichosa ingerencia del imbécil de Luis, “Luisito”, el enviado del Intendente para controlar nuestras operaciones.
 Por más que esporádicamente tuve la ocasión de ver a Mellinda, y entonces me puso al tanto de la situación del cavernícola de su padre, cada encuentro desbarataba cualquier posibilidad de acercamiento, y destruía aquellos recuerdos que con recelo, guardábamos como postales de lo compartido en otra época que jamás volvería. En uno de esos encuentros, posiblemente uno de los últimos, le comenté sobre las visitas de Luís al aeródromo, y ella, apenada en extremo por la angustia del idiota de Lukanor, no me escuchó, y esto fue condicionante para el desenlace violento de la vida de su padre. Después, y ya han pasado más de siete años, no volví a ver a Mellinda, y cuando me enteré del final de Lukanor, fue en los diarios.
 Pero Luisito cerró ese proceso de crecimiento espiritual y deterioro económico por el que atravesé, y fue consuelo la destitución y procesamiento con prisión del repugnante espía.
 Luisito, el cara de cagada, el “culo-roto” (como le decíamos en la base), permaneció en la intendencia y conservó su cargo después del retiro obligado del intendente, y dada su experiencia y conocimiento de cómo tratar desde el poder municipal los diferentes organismos y departamentos que la componen, durante los primeros dos años de la nueva gestión se manejó con absoluta impunidad.
 Pero en la base de observación decidimos deshacernos del repugnante parásito, ya que su intromisión alcanzó niveles insospechados, y cuando de esto fuimos concientes, tres compañeros, dos pilotos y un mecánico, habían sido sumariados por delaciones de Luís culo-roto.
 El plan, bastante básico pero de enorme riesgo para todos, fue ejecutado en el momento menos esperado, y quizás por esto, fue que tuvo derivaciones negativas para varios de nosotros, no para todos, por fortuna nuestra y furia de Luisito.
 El idiota venía a la base dos o tres veces por semana, y entre los diferentes abusos a los que nos tenía acostumbrados (llamadas telefónicas a un hermano en EEUU, consumo desproporcionado de café, usufructo de vehículos de reparto de la base para sus misteriosos traslados, etc), agregó un nuevo berretín (así definido por él), el de darse una vuelta en avioneta sobre la ciudad.
 Al principio nos peleábamos por safar de tal bochorno, hasta que Raúl, el joven piloto ingresado hacía poco menos de dos meses a la base, de vuelo segmentado y aterrizajes violentos que consumían el doble de neumáticos, tuvo una brillante idea. Entonces la aprobación fue unánime y en cuestión de una semana, repito, ¡una semana!, el plan estuvo definido y activado. Diferentes circunstancias, como dije anteriormente, retrazaron la puesta en funcionamiento del mismo, y fue sorpresa cuando la oportunidad se presentó un día de calor terrible, que apenas hacía sustentable al aeroplano, y que no prometía nada…
 Luisito llevaba siempre consigo un maletín de cuero, y no hubo una sola vez que apareciera en la base sin su compañía.
 El mismo Raúl, aprovechando la rutinaria internación en el baño de Luisito, constató que lo llevaba abierto, y con pocos documentos en su interior, dejando un espacio considerable como para introducirle la sorpresa: una bolsa con 700 gramos de cocaína, cortada con azúcar impalpable en una sexta parte. Aquel paquete nos había costado un ojo de la cara a cada uno, y se esperaba del mismo un resultado acorde al esfuerzo. Fue así, pero creo que se excedió y nos pasó doble factura.
 Aquella mañana, se presentó tan temprano en la base, que me encontró en el angar. Me dijo que salía conmigo. Mientras hice los preparativos del aparato, vi a Raúl correr raudo a la oficina y volver, escondiéndose entre las patas de los trenes de aterrizaje, con el maletín de cuero. Su seriedad me asustó, pero entendí en ella un profundo compromiso. Le pedí al imbécil si me hacía la amabilidad de traer un medidor de aceite que se encontraba en la pared opuesta al angar, donde nos encostrábamos tan próximos que mi aeroplano asomaba la nariz al calor bochornoso que comenzaba a ganar la pista. Raúl me pasó el maletín y sin perder inercia en el movimiento continuó su trayectoria hasta quedar en el suelo, detrás de mi asiento. Después de un período bastante prolongado de tiempo, en que el culo roto no aparecía y que ya me empezaba a dar la pauta de que fuese posible su arrepentimiento (¡con todo lo que implicaría devolver el maletín vacío!), apareció Luisito. Sus movimientos tímidos distaban mucho del aparatoso caminar desenfadado de empresario mongoloide que ostentaba. Vaciló y me dio un calibre. Observé su mano blanca, de dedillos en forma de conitos que terminaban mochos rematados por uñas pequeñas y cuadradas. Repugnantes y aborrecibles manos de un verdadero inepto en el que la naturaleza no brindó más virtud que la de la supervivencia.
“¡¿Un calibre?! ¡¿Un calibre para medir el aceite en frío?! ¡¿Y para medirlo en calor, qué me traerá, un zapato?!” Le grité escandalosamente, haciendo audible a todos quienes estaban en la plataforma de despegue, mi consternación y desaprobación. Continué aun: “¿Dónde ha estudiado usted, o para trabajar en el municipio no es relevante su preparación?” Sentí risas. Sin embargo, Luisito nunca bajó la mirada, con la boca entreabierta, mostraba sus pequeños y separados dientes como una criatura rapaz de desmedida ferocidad pero despojada de potencialidad como para seguir con efectividad su propósito asesino. Una enorme cantidad de gotas diminutas le habían tapado la frente, y el mismo sudor también era apreciable en su hocico de fisgón.
 Despegamos de forma bastante salvaje. Esto me producía cierto placer que advertía en su cabeza al hundirse entre los hombros, clara actitud de temor.
 Completados los veinte minutos de vuelo en el que viraba de forma impulsiva haciendo prácticamente imposible apreciar nada por más de relativos segundos, entre los que aceleraba y desaceleraba arbitrariamente para hacer sentir esa fuerte sensación de caída tan desagradable, lo llevé a mal traer sobre la ciudad nublada que refractaba el calor agobiante atravesando las nubes bajas y espesas.
 Argumentando una falla en la inyección de aceite, ensayé un aterrizaje forzoso en una plaza que por poco infarta al bastardo, pero sin llegar a eso, le produjo una terrible descompensación digestiva que inundó su habitáculo de forma tan repugnante que fue necesario cambiar componentes del mismo para su completa higiene.
 Una vez en tierra, Luisito comenzó a increparme por lo sucedido, de manera sumamente insolente y camorrera me acusó de incompetente y amenazó con un sumario. Para ese entonces la policía se había hecho presente y la multitud nos rodeaba hasta donde era soportable el fétido olor que despedía Luisito. Un Sargento lo hizo callar y le responsabilizó por lo sucedido al tener, dentro de la jerarquía municipal, mayor grado y responsabilidad. El estúpido de Luís no pudo contener los insultos, al tiempo que yo defendía el correcto proceder del esbirro con intervenciones como: “está haciendo su trabajo”, o “ellos no aceptan ingerencias, su deber es defender el orden, seas quién seas”, afirmaciones a las que sus subalternos reafirmaban con cortos movimientos de la cabeza.
 Entonces, extraje de mi compartimiento el maletín de Luicito, cerrado a medias a propósito, y se lo alcancé a su dueño mientras decía; “usted déle sus documentos mientras yo busco la patente de piloto y el permiso de vuelo”.
 Luisito no atinó a nada, la sorpresa fue tal que todos la notaron.
-¿Qué hace acá mi maletín?... ¿Qué hace usted con mi maletín? –Balbuceó torpemente.
 Sin dar tiempo a nada más, deslicé mi dedo índice que sostenía al maletín cerrado y todo cayo por el suelo al abrirse cual caja de trucos. Entre los papeles se destacó la bolsa grosera de cocaína. Luisito gritaba que no era suya, comenzó a llorar y el bruto del Sargento, después de aplicarle un terrible golpe en el pecho con la palma de la mano para alejarlo de la prueba del delito, le gritó:
-¡Aléjese y no toque nada! ¿Así que esto es suyo?
-¡Por eso hacías tantos viajes para encontrarte con tu jefe, hijo de puta! –Grité en más de diez oportunidades hasta que uno de los milicos me dijo que me callara, que estaba bien claro.
 Nada más fue necesario. Luicito fue procesado, lo liquidó el haber gritado “¿Qué hace usted con mi maletín?” Esto lo condenó y de algún modo me libró de toda culpa al ponerme como un extraño. La pericia técnica del aeroplano no arrojó ningún desperfecto técnico, la inyección de aceite funcionaba a la perfección, y el instrumento de medición en el tablero, nunca marcó lo contrario. Se dedujo entonces cierta intencionalidad en mi aterrizaje, por más que sostuve que el marcador indicaba la carencia absoluta de aceite, y mis compañeros argumentaron que eso era posible, el fallo en el instrumento. Se creyó a medias, puesto que olvidamos que el fabricante del mismo formó parte del peritaje, y que, a fuerza de no perder la instalación de más de trescientos aeroplanos del municipio, dijo que “increíblemente se pudo haber dado algún desperfecto en el instrumento a raíz de un aterrizaje brusco, pero ponía a disposición de cualquier técnico todo tipo de documentación que aseguraba su absoluta, completa fiabilidad”.
 Raúl, el brusco, fue quien pudo haber “atorado” momentáneamente al medidor. Tanto el personal de oficina de la base como la guardia del perímetro, al ser interrogados comentaron con cierta gracia la particular forma de aterrizar del joven piloto.
 “¿El maletín en mi compartimiento de piloto?”, pregunté al Juez al responder, “era para que este tipo viaje más cómodo, y era él mismo quien me pedía de llevarlo junto a mí”.
 La cuartada no estaba del todo definida y las sospechas de que todo hubiese sido preparado, comenzó a ganar importancia y cuando Luisito ya estaba disfrutando de su eventual inocencia, apoyado en un buffet de abogados verdaderamente criminal, nuevamente Raúl presentó la evidencia que puso tras las rejas al culo-roto, al cara de cagada de Luisito: las fichas de salidas de cada vuelo donde el funcionario municipal viajó de polizón, constatado en fotografías de las cámaras de seguridad del perímetro de la base, donde se apreciaba, en la cabina delantera del biplano, el inconfundible perfil de marrano urbano de Luís.
 Yo perdí mi trabajo y me suspendieron la patente de vuelo por tres años, por no haber denunciado las salidas clandestinas o “berretines” de Luisito. De haberlo sabido, lo denunciábamos el primer día que se aprovechaba de nosotros. Pero era obvio que no me creían inocente de todo, y que era mejor que escarmentara de frente a la duda que asumiendo responsabilidades en un puesto en el que ya había defraudado turbiamente.
 Raúl, también, por no reunir las capacidades básicas, fue sumariado. No perdió el empleo del todo, pero pasó al final de la lista de pilotos mientras tuvo que hacer nuevamente algunos cursos de pilotaje. Por mientras que recursaba las diferentes lecciones, se mantuvo como ayudante junto al personal de pista.
 A esta altura de mi vida, me cuesta discernir entre los motivos verdaderos por los que mi motivación se encaminó desenfrenadamente a acorralar a alguien tan pusilánime como Luisito, y no aventurarme con el mismo encono a recuperar mi relación con Mellinda.
 Pero ocurrió que, mientras en la plaza leía los anuncios en el diario, en busca de trabajo, la vi caminando casi en mi dirección. Casi, un leve gesto o imperceptible alteración en su curso la harían tomar por el cantero izquierdo del parque, abandonando el central que corría hasta pasar junto a mi lado, y así hacer evidente mi presencia y yo verla a ella. Y se alejó por la diagonal y cuando me dio su perfil recortado entre el follaje bajo de los árboles, la recordé entre los sepias de la foto de su credencial. La acompañé con la mirada hasta verla desaparecer entre el movimiento de la calle.
 Entendí que se había ido a un lugar inaccesible, o tan misterioso, que me sería imposible adivinar por cuál puerta ingresar, si se tratase solo de algo tan simple como abrir una puerta; entrar y no dar explicaciones, detener el tiempo en una meditación congelada pero latente, reconocer olores, entregarme a sombras, empañarme de recuerdos como costumbres, amoldarme a lo preciado ya sin cáscara y sin envolturas, obviar secuencias, acercarme…

RV 2016      
  



domingo, 17 de abril de 2016


Retractos # 20: “Romualdo

 Me decía entonces:
-“Ugna sul ponticello”, sin “loco”, si apenas podés percibir un movimiento en mi mano.
 Y estaba en lo cierto, y también lo estaba al combinar uña y yema del dedo, de cada dedo, con el control de una lengua.
 Romualdo interpretó a los más excelsos compositores de guitarra romántica que existieron, en excelentes conciertos y otros bastante cuestionados. Estos últimos, donde el abordaje de cada pieza difería diametralmente opuesto a como generalmente se hacía, generó muchas diferencias entre los críticos y expertos. En su mayoría, los comentarios descalificantes oscilaban entre el “absurdo” y la “falta de respeto total hacia el compositor”. El hecho concreto, es que Romualdo consideraba la partitura como un plano para armar, y a través de especificaciones como apoyaturas y caracteres interpretativos sugeridos por su creador, mi maestro encontraba un abanico de posibilidades de apreciación, que por momentos, eran absolutamente contrarios a los que allí se encontraban escritos. Interpretó Tristes con el carácter fresco y colorido de un Allegro; conmovió a sus escuchas con Guigas de una lentitud conmovedora; toco Fugas en compases tan extravagantes que por momentos las voces parecían discusiones disonantes y peleadas entre sí…
 Había dejado de utilizar las barras de compás, a las que siempre había considerado sumamente condicionantes: -“Ves, –me decía –el pentagrama tiene las diferentes calles por donde corren las notas, y las barras de compás son vallas de contención. Yo no las respeto y se las quito, porque el que está en la pista soy yo, y armo mi recorrido como a mi me place”.
 Siempre compuso sin barras, apenas sugería para la interpretación algún “aire de”, porque creía que a la hora de la ejecución, era imprescindible ser sincero y fiel al estado anímico con el que se abordaba la pieza. Así es que, en cada concierto, aun manteniendo un mismo programa, cada obra se interpretaba de forma diferente, a veces con alteraciones casi imperceptibles.
-Usted con sus interpretaciones termina por desfigurar la obra original, y en definitiva, hacer otra cosa completamente diferente a lo que su creador propuso. –Le increpó un crítico especializado en una entrevista.
-Excelente definición, -le respondió Romualdo, -sobre una propuesta opto por lo que considero como interprete hacer, ya que no es mi obra.
 Por fortuna sus seguidores fueron bastante más creativos en su postura que los detractores, y si bien en su vida de concertista, como compositor e interprete, sufrió mucho el vacío y destrato de los medios y mundito académico de momias, su obra perduró con fuerza arrolladora al punto de ser hoy, cuarenta años después de sus composiciones más importantes, repertorio ineludible de concertistas de guitarra.
 Pero una de estas grandes composiciones, de las que indudablemente las demás piezas se desprenden como “frutos que caen a la tierra”, fue el Concierto # 3 para guitarra “Llanto”.
 Estando una vez en su estudio, tomando clase con otros compañeros, una mujer, también guitarrista, le preguntó con gran naturalidad:
-¿Por qué “Llanto”?
 El maestro la miró algo sorprendido, luego adoptó su postura cabizbaja que a la hora de tocar le amoldaba todo el cuerpo en torno al instrumento. Permaneció así cerca de un minuto, haciendo pequeños cabeceos afirmativos, con la mirada perdida en el suelo.
-Porque el llanto nos es común a todos, y en su desahogo, los motivos pueden ser tan antagónicos y efímeros como sentidos y desconexos: lloramos por estar alegres o tristes, por desencanto o felicidad. Como sea, esa es nuestra verdadera interpretación de la vida, la pasión por la que vivimos o ya no deseamos vivir tanto. El llanto es la composición, y será por cada nota, cada lágrima, que corra esa vibración fantástica a la que llamamos “música”.

RV 2016    


sábado, 16 de abril de 2016


Retractos # 19: “Poliéster Gonçalvez

Desproporcionado a la hora de arrebatar argumentos, más aun de imponer los suyos, el hermano de la Popochita, mi novia, fue un despilfarro de estupidez enérgica y dañina.
 Poliéster se instalaba en casa, y tras comer de forma salvaje y condicionar cada minuto a la absoluta atención que requería contando anécdotas que solo un idiota como los de su género pueden vivir, mantenía tenso el ambiente y repelía a mis amigos que ya ni siquiera me llamaban para saber si era oportuno pasar por casa.
 No encontraba momento en que pudiese acercarme siquiera a la Popochita, porque el trastornado de su hermano estaba encima, y cuando en un cruce que podía ir de la cocina al living contactaba a mi novia, el imbécil gritaba “¡eh, eh!”.
 Era obvio que su padre lo mantenía junto a nosotros, para que no tuviésemos el menor atisbo de contacto, y entonces, sin apelar a su madre que vivía en la dimensión de las anfetaminas y olor repugnante de los centros comerciales, fue necesario esbozar un plan que quite al idiota merodeador de nuestro habitual escenario de convivencia: mi casa.
 Poliéster tragaba enteros autos a escala de mi colección, (¡algunas piezas de gran valor!), después, lo expulsaba y traía dentro de una bolsa grosera de supermercado. Al olor fétido agregaba la misma broma: “te lo camuflé”, o “¡este si que es un todoterreno!”
 En fin, era inminente una reacción violenta tanto de mi parte como de la de él, pues a su brutalidad y prepotencia empecé a responder con ironía y malicia.
 Fue necesario elaborar un plan a corto plazo con la ayuda de tres amigos, y para su concreción, mi acercamiento casi de gran amigo al retrazado mental de Poliéster, sobre todo cuando me enteré que a la Popochita la amenazaba e incluso llegaba a golpear. Le tiraba brutalmente del pelo “para evitar marcas”, me dijo llorando una tarde ella misma, camino al almacén. Le juré que Poliéster no volvería a hacerlo. Y no volvió a hacerlo, tampoco volvió a caminar, y si esto puede ser deshonra en la premeditación, fue también un acto heroico del que el idiota me estuvo agradecido de por vida, su padre y su familia entera.
 Llegado el verano, y cumplido el mes de noviazgo, era el momento de aprovechar las desmedidas proezas del imbécil a las que nos sorprendía casi de forma dramática. Sería la temperatura elevada o su simpleza primitiva nerviosa la que ponía en exaltada actividad al subnormal de Poliéster. Este fenómeno también lo note en el tarado de su padre, matriz traumada de un individuo fallado e intelecto desatinado. A modo de ejemplo, su padre, Iracundo Peldaño Gonçalvez, opto por un soplete para cortar la gramilla. El aparato estaba insertado delante de un ventilador direccional de los que los jardineros utilizan para barrer el pasto cortado, al que había inyectado una botella de vidrio con acetona para hacer más contundente la bocanada de fuego. Resultado: el jardín incendiado incluyendo un galpón lindero del vecino y su mascota, un mastín, calcinado al punto de dudar si se trataba de un perro o un tronco de sauce quemado. Iracundo inventó una estufa refractaria que supuestamente disminuiría el consumo de corriente en un 40%, fue utilizada solo una vez, durante escasos segundos que permaneció conectada a la pared: la descarga eléctrica le chamuscó la pestañas haciéndoselas desaparecer, esto fue pintoresco, no así el muñón que coronaba el brazo derecho donde aferrado al enchufe permaneció en una suerte de pataleo descontrolado que lo llevó a desplazarse sistemáticamente hasta ganar el centro de la sala, y así, en medio de las patadas lanzadas involuntariamente, agarró de lleno la mesada de mármol de la mesa central elevándola más de dos metros, y segmentando tibia y peroné en tantos pedazos que aquello era más un micado que una pierna. Después de la espeluznante experiencia, el dice que todo se le volvió azulado, y que ya no veía como antes. No era para menos. Expulsó olor a churrasco durante meses.
 Poliéster siguió ese derrotero de imbecilidad cotidiana como su padre. Ambos eran el resultado contundente de la doctrina del idiota: persistente y resistente.
 La primera sugerencia vino de Benítez, uno de mis amigos, y fue entonces un plan que se construyó como un castillo de naipes, con aportes de varias personas, respetando el lineamiento que mantenga la estructura en equilibrio, premeditando cada paso hasta alcanzar el objetivo, en este caso, violento y torpe.
 Así fue que aquel verano, extremadamente árido, contagió a todos de una insaciable necesidad de agua. La playa fue donde dedicábamos la mayor parte del tiempo, en medio de una muchedumbre que parecía aletargada por la ola de calor incesante, y que se desparramaba sobre todo sin hacer posible un solo sitio con aire fresco.
 Sobre un enorme bote al que habíamos atado tres gomones donde portábamos la bebida refrigerada, se estableció el juego al que todos, incluyendo al imbécil de Poliéster, estábamos invitados a compartir.
 El mismo consistía en pasar por debajo de las diferentes embarcaciones que sobre el mar calmo y llano se esparcían por toda la playa. De este modo, se trazaba un recorrido que abarcaba más de cuatro botes y terminaba en un quinto o sexto (dependiendo si alguno se alejaba o acercaba). Como sea, este último era bastante grande, y su calado superaba los dos metros. Además, era casi seguro que pondría en funcionamiento sus máquinas, ya que se encontraba allí por una extraña coincidencia. Nuestra intención era ver hasta dónde llegaba la inconciencia de Poliéster, dando por hecho que sería capaz de las más arriesgadas proezas, las que se sumarían a la larga colección que junto a su padre y el deficiente mental de su tío Lolo (fallecido hace tres años al arrojarse en bicicleta desde la sima de una colina), eran motivo de reiteradas narraciones en reuniones familiares.
 Primero salí yo. Con energía superé los dos primeros botes, y al emerger, sentía el griterío entusiasta y adivinaba el estado de nervios y ansiedad de Poliéster por arrojarse al agua y superarme. El tercer bote fue un suspiro por lo pequeño, y luego emergí del cuarto con más tranquilidad. Tranquilidad que se volvió quietud y repentino malestar. Volví muy lentamente, refregándome los ojos y sacudiendo la mano para incitar a Benítez a aprovechar su turno. Se zambullo como una lanza al agua.
 La voz del imbécil de Poliéster me llegaba como un motor pausado y desaliñado, su reiterado vozarrón me increpaba “¡Puto, puto!”
  Como motor me había llegado un rumor bajo el agua. Probablemente algún generador o motor de ignición que ponga en actividad a la planta impulsora del enorme barco de la línea final, el quinto obstáculo. Fue sorpresivo, y bien lo entendió Benítez que apresuró su actuación, cosa que volvió loco al sub normal al que apenas podían controlar para que no se tire al agua.
 Lo de Benítez fue verdaderamente formidable y quedó como la gran hazaña: superado el primer vote, al instante se le vio emerger detrás del segundo. Había pasado de bajo de ambos sin tomar aire. Poliéster estaba al borde de un colapso emocional. Yo, sentado en el bote, aproveché para abrazar a Popochita puesto que su hermano estaba absolutamente hipnotizado por la competencia.
 Se vio la cabecita de Benítez proyectar su sombra a un lado del pequeño botecito número tres, desaparecer y emerger pasado el pesquero de unos 18 metros de eslora. Popochita, me miraba preocupada mientras me agitaba respirando de forma exagerada. Mi actuación, quiso apresurar la competición, pues temía que ocurriese lo que terminó ocurriendo: el enorme barco puso en funcionamiento sus hélices. Sabiendo todos de la gran capacidad de nadador de Benítez, la humillación que le provocaría a Poliéster era garantizada, pero frente a una situación como aquella, se complicaba el panorama y se corría el riesgo de un accidente.
 Pero los acontecimientos se suscitaron como los remos que invariablemente se hunden el agua, emergen proyectando un arco de agua cristalina y brillante para introducirse nuevamente sin dar más posibilidad que retener en la memoria el hecho presente, repetido y sin variación.
 La espuma se reflejó en la popa del barco, y debido al poco lastre, eran apreciables las hojas de cada aspa salir oscuras entre el agua agitada. El miedo nos erizó la piel. No se veía a Benítez, y Santiago, otro de mis amigos, bastante salvaje y recio, se había llevado una mano al mentón. En su expresión se entendía la enorme preocupación que lo invadía y que estaba a un paso de la desesperación.
 Su cabecita, la de Benítez, se vio a unos metros de la popa. Saludaba y Héctor (otro de mis amigos), le gritaba “¡siete minutos!”
 Aplaudimos y gritamos como poseídos por un entusiasmo tan torpe que solo podría ser advertido por Popochita, porque en su hermano causó desesperada emoción.
 Se zambulló. Para ese entonces, la sombra del enorme barco se había corrido y dejado bien iluminado un muelle de piedra con veleros estilizados.
 Nadie advirtió de la forma desmedida y grotesca con la que el idiota se sumergió y emergió para nuevamente sumergirse y verle ir en sentido directo, cual torpedo, hacia el carguero que se retiraba lentamente. Desapareció bajo su pantoque, luego de transcurridos eternos segundos, el agua se volvió roja.
 Entonces me eché al agua, y detrás mió me siguieron mis amigos. Llegué primero a Poliéster, que como un monigote sacudido por la turbulencia de las hélices, giraba dándose contra el fondo de la bahía y levantando grandes nubes de arena.
 Entre el infierno de arena, corrientes sorpresivas y el horroroso zumbido de aquel monstruo, lo tomé de un brazo y lo llevé a la superficie. Emergí mucho más cerca del muelle de lo que hubiese pensado, y entonces fuimos ayudados a salir del agua por pescadores que lo habían visto todo. Pero las piernas de Poliéster no nos acompañaron: a manera de plumeros, más arriba de las rodillas, sus piernas terminaban en deshilachadas pulpas de carne y tendones, su expresión, clásica cuando contenía una estúpida broma apretando la ris, le maquillaba el rostro. No se si lloraba, el agua hacía confusa la escena.
 A salvo y recuperado antes que cualquier mortal debido a aquel inexplicable fenómeno que lo hacía “persistente y resistente”, Poliéster, volvió a su casa y no hubo motivo para que terminaran sus idioteces. Su padre, Iracundo Peldaño, me agradecía haberle salvado la vida. Sus ojos, sin pestañas como los de un pescado, hacían brotar las lágrimas de forma sórdida y direccional como una canilla que sufriese importantes pérdidas. Acepté aquel gesto de sinceridad, y de algún modo, sellamos una relación que ahora era de confianza y, por qué no, afecto.
 Con Papochita vivimos aquel fin de semana como una luna de miel, y fue tan desenfrenada mi posesión de su cuerpo, tan salvaje mi proyección sobre sus hermosos atributos femeninos, que en un momento (lunes a la mañana), desperté y sentí terrible angustia y dolor cuando la encontré. Despeinada, más desnuda que vestida, gateaba por el cuarto. La vi trasladarse así durante dos o tres metros. Me angustié y pensé en una lesión causada por mis brutales penetraciones de cavernícola. No podía hablarle, apenas pude pronunciar torpemente su nombre. Entonces me miró, la cara aún con señales de sueño y somnolencia, inexpresiva y lerda en los movimientos, me dijo:
-¿Viste mis medias?

RV 2016