miércoles, 28 de febrero de 2018



2017 Postales del Ark # 05: "Si lo hubiese sabido..."

 De no haber estado aquella mañana calurosa de un otoño pesado, convencido que aquel camino me situaría de frente a la pequeña Tika y sus diminutos ojos chispeantes, entonces lo visto habría sido una anécdota estúpida y de la que a pocos me atreviese a  confesar.
 Refugiándome del sol implacable, cubierto por la sombra de balcones y árboles, caminaba rumbo a la Tienda de Mascotas Ponsomby, a siete cuadras de mi casa semiderrumbada. Intuí que el calor me atrasaría, que el tráfico también lo haría, y la ventaja de desplazarme a pie era la opción más acertada. Una pequeña botellita de agua helada me refrigeraba las tripas, pero a la tercera cuadra era un asqueroso líquido a igual temperatura que aquel infierno y me hacía sentir al beberla, la extraña sensación de inyectarme asfalto. Dos cuadras antes de llegar a la espantosa y repugnante tienda donde Tika era empleada y atendía con más devoción de la común, me detuve. El mareo y la presión baja me obligaron a recostarme a una pared, al amparo del enorme balcón de aquel edificio, y por tanteo torpe, llegué, sin quererlo, al borde de una ventana que estaba abierta de par en par. No pude ni quise evitar observar al interior de aquella casa, más por lo absurdo de permitir dejar entrar el calor avasallante, que por curiosidad simple o pedido inminente de ayuda de cara a mi estado que empeoraba. Pude apoyar los brazos en el marco, y con ridículos movimientos contemplé las dos puertas que, a ambos costados de la pequeña sala se encontraban, de forma perpendicular a la ventana. La de la izquierda estaba cerrada y su aspecto era el de una puerta casi sin uso, en cambio aquella ubicada a la derecha estaba completamente abierta,  quedando escondida detrás de la pared, y dejando, en su sesgado ángulo visual, un jardín frondoso pero horrorosamente azotado por el sol. De frente a mí, a la ventana completamente abierta, un mueble de estatura media, que apenas superaría el metro setenta, viejo, descuidado, de un color nogal dudoso. Su único estante con uso, hospedaba algunas figuras de pésimo gusto y en materiales tan indefinidos como la madera del mismo mueble. Las piezas, demasiado pequeñas para la cavidad que los contenía, parecían vibrar al reflejar los brillos que desde los vehículos y movimiento del follaje casi inmóvil de la acera. Un pequeño leoncito, desproporcionado y en actitud agresiva, elevaba sus patas delanteras en clara advertencia a un horripilante murciélago o lo que intentase representar, que no se veía intimidado por el félido y en posición más ofensiva que defensiva, se le paraba delante tan amenazante que por momentos parecía que se le iba encima. Otros animalejos tan feos como aquellos dos parecían estar envueltos en situación similar, pero abstraídos de lo que estos dos vivían. Se movían y yo no daba crédito a lo que veía, abrazado a la muro de la ventana. El león contuvo una serie de zarpazos que la otra asquerosidad alada le propinó, luego se le fue encima y acertó un duro golpe en su rostro que le obligó a tambalear, y en ese dubitativo traslado, convinó una veloz serie de movimientos de ataque que hicieron caer al leoncito inmundo, lo que me dio a a entender que tocó sus patas de apoyo, las traseras. Los demás monstruos revoloteaban y se confundían en terrible trifulca en los ángulos del mueble, como encajonados en sus esquinas, pero luego retomaban un vuelo apasible y remoto, como ajenos a lo que acontecía, esperando el momento  propicio para entablar persecuciones y nuevos combates. El león (por así llamarle), se mantuvo un rato estático, siempre con los brazos hacia delante y con las garras acuciantes comprometiendo cualquier movimiento del murciélago con pico, el cual, para sorpresa mía, parecía sangrarle. El león comenzó a retroceder, de forma bastante imperceptible, pero lo encontré más al borde del estante que al inicio del combate, de eso doy palabra. El murciélago dio dos pasos que resumieron el lento retroceso del león, de sus ganchos en los extremos de las alas se apreciaba el rojo intenso de la sangre, y la pata derecha del león, ahora estaba completamente roja. El silencio de la cuadra, en un intervalo sin tráfico, dejó al desnudo pequeños gemidos absurdos que parecían como escapados de una alcantarilla o tuberías de agua. El león se volvió a adelantar al momento que el murciélago optó por igual movimiento pero en retroceso: parecía que bailaban...
-Señor... ¿se encuentra bien?
Observé a la señora que a mi lado había aparecido de forma fantasmal,. Retrocedí un paso como para observarla enteramente parada frente a mí. Llevaba dos bolsas del supermercado, una groseramente segmentada por cajas que la volvían tan rígida que se entendían ladrillos, y otra con acelgas desmedidas que brotaban escondiéndole la mano que sostenía la bolsa. No respondí y emprendía el camino hacia la tienda de la pequeña Tika, pero no habiendo avanzado más de cuatro o cinco metros, me volví y encontré a la señora mirándome muy consternada, pero lo sorprendente, fue que lo hacía desde atrás de la ventana, y no desde la vereda donde la había encontrado o ella me había encontrado.
 Llegué a la tienda espantosamente sofocado, abrí la puerta, y pese al desagradable olor a animal que allí reinaba e impregnaba todo, el aire acondicionado fue para mí un alivio sagrado.
 Pese a nuestra amistad de hacía años, Tika me observó con asombro, creyó que me tambaleaba y estaba por desmayarme, y lo noté en sus manos que a los lados del cuerpo se mecieron como intentando apuntalarme a la distancia, o hacerme conservar la vertical, además, en el reflejo de sus espesos lentes donde se refugiaba dos pequeños ojos negros y graciosamente achinados. Caminé como un zombi, frente a ella me detuve; ella se vino hacia adelante enseñándome la mejilla para que la bese, pero en el impulso que la hizo ponerse en punta de pies, yo me precipité y la besé directamente en la boca. Sentí el sudor helado de su cara refrescar la mía, y la contemplé ir hacia la caja casi en una escapada... La caja estaba abierta y terminaba de acomodar dinero dentro de sus casilleros. La cerró, me miró sonriente. Sus manos se apoyaron en los bordes del mueble y bajo el puño de la camisa se asomó una pulsera con elefantitos de plástico verdes que más parecían maníes aplastados que otra cosa.
Desde ese momento hasta que me fui de la Tienda, cuando cerró, solo pensé en besarla nuevamente, y el hedor a bestia del salón me pareció familiar, y pensé si no es que siempre había convivido con él y nunca lo había aceptado.

RV 2018 


sábado, 10 de febrero de 2018



2018 postales del Ark # 04: "Dingo"

 No habían transcurrido diez minutos desde que el pequeño marinero se perdió entre los aparejos, superó las vergas y se ubicó en su puesto descolorido por el sol, que su voz se escuchó con claridad atravesando las lonas de las velas:
_¡Hey! ¡El Dingo! _Hubo cierta quietud sobre la cubierta, como si se congelara la imagen, pero fueron tan evidentes sus palabras, que a las corridas la tripulación se apoyó en el combés, haciendo sombra con las manos sobre sus ojos, y escudriñando en el tempestuoso horizonte en busca del esqueleto negro del viejo vapor.
 _¡No le pierdas de vista! _Gritó el Contramaestre que salió a las corridas del baño. _¿Sale humo de su chimenea?
 La voz del pequeño marinero respondió casi como un reflejo:
_¡Enorme, es enorme y se mueve con mucha prisa!
 El Contramaestre permaneció con el seño fruncido, intentando hacer foco en el diminuto navío que desaparecía entre la espuma y aparecía con el bauprés disparado al cielo como una lanza.
 Observó un par de veces al observador que desde el carajo seguía la travesía del fantasma de hierro. De repente, desde arriba, en un intervalo, el rostro rojo de pelo amarillo como fuego apuntó al hombre barbudo que dudaba si seguir al barco fantasma, sabiendo que sería toda su responsabilidad al ignorar al Capitán que yacía en su camarote, absolutamente dormido por una borrachera infernal.
_¡No lo veo!
_¿Qué?
_¡Desapareció!
 El Contramaestre buscó un claro entre los demás marineros que entre murmureos buscaban en la lejanía al Dingo. Entonces, desde popa, un ayudante del timonel alertó:
_¡A estribor, está cruzando sobre nuestra travesía!
 El grito del hombre parecía desesperado, como intentando impedir con su denuncia que se concrete lo que estaba viendo: "Nos está cruzando...", comentó en un susurro el Contramaestre, que apenas se giraba sobre sus pasos, ya sin discernir por dónde buscar al barco quemado. No era para menos, el Dingo había ya superado el curso del velero  y apenas podía distinguirse en la lejanía, como escondiéndose detrás de las nubes que se apoyaban en el océano.
 La suerte de todos era ahora tan remota como una hoja seca flotando, lo que en definitiva eran, perdidos en la inmensidad del agua que reflejaba el sol con tanta fuerza, que el pantoque se iluminaba desde el mar.
 Desde lo alto, el pequeño marinero observó las dos estelas en el agua cruzarse, permanecer un rato como tejidos deshilachados, y luego desvanecerse entre las olas.
 El contramaestre tomó por el hombre al primer marinero que tenía a su lado y le ordenó: "Ve con otros dos por el Capitán, junten sus cosas...", luego se giró a toda la tripulación, caminando en círculos que lo ubicaban al centro de la cubierta:
-¡Junten sus cosas, en media hora debemos estar preparados para lo peor!
La tripulación se disipó y desapareció moviéndose como zombis, la mirada barriendo la cubierta pulida y limpia, los brazos a los costados apenas hamacados... En la pausa, el Contramaestre echó una ojeada a popa y notó como el timonel, sin abandonar su puesto, le asentía con la cabeza en clara señal de entender de qué se trataba. Al instante, como una sombra fantasmal, a su lado apareció el pequeño marinero que había bajado de su puesto de observación. El Contramaestre sintió un fuerte rechazo hacia el pequeño hombre, incluso por su cabeza pasó la idea de increparle lo sucedido, el que haya sido el primero en ver su destino, el de todos, el del velero.
-¿Se da cuenta, Contramaestre? -Le comentó con la voz quebrada el hombrecillo vestido en harapos, pero de impecable orden y limpieza, características de un verdadero viejo navegante. El Contramaestre lo observó a los ojos, en sus diminutos ojos azules vio el reflejo del estay correr entre el trinquete y el mayor. Le sonrió al marinero, pero éste permaneció impávido, sumido en la desgracia que ahora se esparcía con aterrador soplido sobre la nave, y del que, sabiendo todos de su presencia, no esperaron la orden para izar velas y alcanzar, con la mayor velocidad posible, acercarse a cualquier costa donde procurar salvarse.

RV2018