domingo, 31 de enero de 2016


Retractos # 09: “Otto Pavel Pevlavsky

 “Nací en la República Soviética de Baviera”,  nos decía Pavel mientras reía, y luego, pasaba el vaso tinto a la transparencia en un movimiento de ágil costumbre.
 ¡Qué alemán raro, que le gusta el vino y no toma cerveza! Solíamos decirle en las reuniones del club de regatas, frente al mar.
-A mi la cerveza me cae mal, pero sepan que en Alemania tenemos buen vino, y si no lo encontramos, lo apreciamos igual. –Bromeaba con verdades, porque había algo que era cierto: Pavel, carpintero naval,  tenía un paladar privilegiado que podía reconocer un buen vino con olerlo.
Su padre trabajó en la firma Osram, fue uno de los tantos esclavos de la brutalidad del nazismo, militó y combatió hasta donde pudo. Con la caída de la camarilla de genocidas nazis, en Berlín, tras la decisión de ejecutar opositores y destruir toda instalación o infraestructura que aún quedase en pie por los ultra derechistas, allí su padre pereció entre otros miles de hombres y mujeres. La población frenó a las hordas nazis que volaban centrales eléctricas, represas, depósitos de agua o puentes, hasta donde le fue posible. Su padre había sido transferido a una mina de carbón, donde murió junto a mucha gente que fue víctima de un bombardeo: “los nazis –contaba Pavel, -hacían despegar de aeródromos cercanos y que tuviesen capacidad de operar, Dornier 217, Junkers 88, Henschel 123, etc, cualquier cosa que pudiese transportar una bomba y las lanzaban en las bocas de las minas, sepultando a la gente viva”
 Cualquiera puede entender el odio que genera un ejército invasor en otro país, cualquiera sea su origen, y es casi fácil y natural comprender el rechazo y combate al ocupador, pero estar en el nido de las serpientes y ser allí mismo disidente, es digno de todo elogio y respeto.
-La resistencia en Alemania fue heroica, poco se dice y poco se conoce en el exterior. Desde la derrota de Kursk, festejada por los Rusos como el triunfo de la guerra, y el fallido atentado contra Hitler y su camarilla de asesinos por parte de otra facción nazi, tan pútrida y deplorable como ellos mismos, todo cambió. Las ejecuciones en campos de exterminio de judíos, gitanos, opositores y todo lo que representara una amenaza, pasó a tener un carácter disuasorio, la guerra ya estaba desde hacía años completamente terminada y perdida. Entonces, para mayor control interno, en el 44 todas las armas pasaron a orbita de las SS. La derrota fue más terrible al estar en manos de subnormales e ineptos que, como error más absurdo y patético, se creían un estado superior de la raza humana.  Dos hermanos de mi padre murieron en su lucha anti-nazi. Uno fue ejecutado en una fábrica junto a otros esclavos (¡Goering hizo fortunas vendiendo esclavos!), y el otro pereció en primera línea en Stalingrado. Mandaban al frente a la disidencia. –Nos contaba Pavel.
 Pavel, ya viejo cuando estas charlas que fueron hace muchos años, nunca manifestó odio ni desprecio más que por los nazis, no por la tropa que obligada combatía, y en la que uno de sus tíos fue enrolado. Salvó su vida, pero la ocupación de Polonia lo mató en vida.
-¿Saben la importancia que tuvo para gran parte de la música alemana la influencia polaca? ¿Saben la profunda admiración y agradecimiento que siempre manifestó Teleman  a la cultura polaca, de la que tuvo el privilegio de conocer durante su estadía en Plessen o Cracovia? ¡Y estos bastardos la bombardearon de un día para el otro, mejor dicho, en la madrugada, y a esa traición cobarde la maquillaron “guerra relámpago”! 
 Sin duda la tristeza que Pavel evidenciaba le oprimía el corazón y seguramente, intentaría buscar en algún detalle inconexo del devenir de la República de Weimar la mal formación de una matriz que acarrearía el dolor y sufrimiento que inundó a millones de personas.
 Para nosotros, aquellas palabras pegaban fuerte, y además, por haber estado tan lejos y al margen de las disputas del “civilizado mundo occidental”, nos dejaba un sabor agridulce, pues eran testimonios, palabras, y podía sentirse la desesperación que afloraba en la mirada al intentar calmar desgracias tan terribles como las ocurridas.
-Pavel, a eso que llaman “el primer mundo” da asco. Para mí es un modelo que descarto de plano. –Le comentó Francisco, hijo de italianos llegados aquí en el 41.
 Pavel, sonrió, vio como le llenaban nuevamente su vaso y comentó:
-Menos mal, por eso son mis amigos.
 Pasaron años después de esta charla, que traigo a la memoria hoy, y también son bastante los años que pasaron desde su desaparición física.
 A veces, cuando navegamos en mi velero, junto a Juan y el mismo Francisco, sentados en la pequeña sala bajo cubierta, construida enteramente por Pavel, lo recordamos como si estuviese presente en la madera de los muebles. No es necesario decir nada.
 Por otro lado, rescatar imágenes o sensaciones como fotos a medio revelar, fue lo que los ojos de nuestro amigo alemán nos ha dejado.
 A veces pienso que los ojos son de agua, absorben escenarios y hechos tan terribles como felices, y después los desparraman por todo el organismo. Nos forman, dan color y estructuran posiciones y actitudes, modelan muecas, esconden gestos y expresan sensaciones. Pero al igual que todo recuerdo, desarticulado y tremolante como un sueño, aunque vivido por otro y contado al punto de generar nuevas sensaciones producto de su representación, lo vivido por Pavel y su gente no escaparía eventualmente a lo que cualquiera de nosotros podría vivir. Y seguramente, y condicionados por lo acaecido en el transcurso de años tan tenebrosos como aquellos, nosotros estaríamos  gesticulando en este u otro idioma para hacernos entender, y expresar, de la forma que menos devele nuestra tristeza, aquello que ocurrió y de lo que nuestra conciencia a manera de traductor trasmita a otras personas.

RV 2016



sábado, 30 de enero de 2016


Retractos # 08: “Soldadito de plástico”

 Fue una tarde como ésta, en la que salía de la farmacia y el cielo estaba atrapado entre arañas de luz que descargaban sin piedad agua fría y dolorosa.
 Se alternaban comunicados del gobierno que aumentaban la discordia y nos preparaban, mediante movilización mecánica, a enfrentar al enemigo (nuestro vecino), o a permanecer expectantes frente a una salida pacífica y sin arrebatos de muertes.
 También salía de una farmacia, por eso el recuerdo de Joaquín Temper, y por eso la necesidad de rescatar postales de la infancia que quedaron entre el humo de hojas secas y golpes de puño a un lado de la vía férrea, en el pedregal manchado de sangre donde pequeños autitos quedaban para ser rescatados cuando el juego se volvía perverso.
 Joaquín, más grande que cualquiera de nosotros, no solo en edad sino también por el tamaño desproporcionado para sus once años, rasgaba las siestas mediante encontronazos infelices, provocaba el llanto y la desazón de la diversión que poco a poco endurecía su rostro para decirnos: “¿vieron?, otra vez el grandote hijo de perra les arruina sus aventuras.”
 Pasados los años, evadida la disputa bélica de aquella época, hoy, se repite la historia. Decía entonces, al salir de la farmacia vi a Joaquín entre la tropa movilizada. Su rostro, aunque inexpresivo, manifestaba el temor de enfrentarse a una escala de violencia en la que sus agresiones eran lamentos arrojados al suelo sin el menor atisbo de sensibilidad por parte de los demás jugadores de un juego torpe, pasajero y desmedido.
 Las pérdidas, aunque no manifestadas públicamente, eran la desesperada interrogante de vecinos del barrio, fundidas en un “¿por qué mi hijo?”. Y yo, sin la edad suficiente para apretar un fusil y la estupidez como para apuntar y dispararle a alguien, les respondo hacia mis adentros: ¡porque este juego es el que ustedes cultivaron como semilla del horror, planta inmunda que crece a sus antojo y escupe desgracia y odio sobre los campos, sin necesidad de florecer ni dar sombra! ¡Es la manifestación de ignorancia y mediocridad de cualquier población sumisa y expectante entre el sueño y el miedo, es la guerra contra el barrio, la escuela, la feria y todo lo que germina entre los hábitos civilizados de lo que se considera un país, una extensión de tierra con un trapo ridículo que llamamos bandera!
 Él me vio y sentí su odio y cobardía al saberse en una posición a la que ahora temía y que había ostentado como un mono grosero entre nosotros. Le sonreí, ironicé una carcajada y negué con la cabeza como si se tratase de un caso perdido, un paupérrimo desenlace a la vista y consumado antes de su puesta en escena.
 No me fue necesario hacer más nada, pues intentó abalanzarse sobre mí y un suboficial, le gritó obligándole a volver a su posición de soldadito de plástico.
 No se si lloraba, pero me detuve a verlo por última vez: su cara de imbécil descolorida, la mirada de ganado pastando, la inercia de su estupidez contenida en la postura desatinada de quien va a morir como una hormiga aplastada entre el bullicioso tráfico mercantil.
 Supe de él tres meses después, y supe que había muerto dos meses y cuatro días atrás. Su acción en combate se frenó con el encuentro con una división mecanizada enemiga. Abrieron fuego y él pereció, como tantos otros, por uno de los motivos que uno nunca hubiese sospechado, pero que es de los más desafortunados y comunes para la infantería: derrumbe. En la frontera, en el pequeño poblado de Morinberge, detrás de colinas lustradas por la vid, resistiendo una posición absolutamente innecesaria, los disparos de tanques barrieron casas y sepultaron a parte de la tropa. Entre los desgraciados, el pusilánime de Joaquín.
 Terminado el conflicto, restablecidas las conversaciones entre ambos países en disputa por limites fronterizos, no alcanzado ningún acuerdo más que el de seguir con los tratados previos al conflicto, saco mis conclusiones.
 Junto a vía férrea, donde tantas veces Joaquín supo arruinar nuestra diversión, me paro, fijo mi vista en el punto donde las vías se juntan en el horizonte. Creo que por allí se lo llevaron, y cuando lo devolvieron, como ironía del destino, fue recogido por quienes lo querían, como los juguetes rotos por los que nosotros, mis amigos y yo, volvíamos después de una funesta golpiza propinada por el difunto Joaquín Temper, el soldadito de plástico.

RV 2016 


jueves, 28 de enero de 2016


Retractos # 07: “Paolo Colombino”

 Fue silencioso a posarse frente a la pared multicolor que era su inmensa biblioteca, y tras danzar su sombra sobre el lomo de los libros durante un lapso de tiempo que dio para pensar en que aquella figura estaba poseída por el fuego, extrajo un volumen grueso y gris.
 No parecía muy viejo, más sí que su contenido lo fuera. Letras doradas y degradadas apenas se apreciaban en su tapa, más por el relieve que por su brillo opacado.
-Durante tres décadas volé miles de kilómetros, siempre llevando mensajes a los puntos más recónditos e intrascendentes de este planeta, sin claudicar bajo ninguna condición climática ni espiritual: conozco el mundo desde lo alto, y a veces, para orientarme mejor, más me elevo y alejo del punto que busco. –Permaneció un instante apretando el libro contra su pecho.
  A un lado del prisma de papel, su cabeza asomaba y en la mirada, perdida en algún punto de la mesa, parecía observar desde muy alto. Atardecía, y el deseo de volver a casa temprano, para prenderme furioso a un porroncito de ginebra que tenía escondido, me hacía levitar en la silla, casi ya en movimiento saludando a mi amigo.
-Durante ese período, -continuó, - la paga de paloma mensajera no era buena, por más que se gozaba de varios privilegios con respecto a otros oficios, tan importantes o incluso más que el mío. No éramos muchas en aquella arriesgada y fantástica misión, y yo, para establecer de algún modo una remuneración más potable, puse como condición quedarme con cada sello del correo que estuviese en cada uno de los sobres que transportase, que me llevaría una vez entregado, y sí y solo sí, el destinatario acordase otorgarme. Si bien la empresa ya de antemano ponía en conocimiento a cada destino de tal cláusula, hubo situaciones en las que, retirar o reclamar el sello implicaba un conflicto bochornoso cuando no peligroso. Así aconteció con Fernanducho XXII, Rey de Monesia a quien, mediante correo postal entregado por quien habla, fue notificado de su abdicación incondicional, captura y ejecución en el acto. Aquel sello, una pieza de valor incalculable por ser una partida emitida con una sobrecarga de magenta, era, además de pieza rara, absolutamente hermosa. Atiné a manotear el sobre, fingiendo estar compungido, y ni bien lo tuve entre las plumas, me encaminé hacia la ventana. Mi actitud era de entrega total y era fácil intuir mi abatimiento moral y descorazonada esperanza. Fui frenado en seco.
-¡El sobre! –Dijo un Oficial de alto rango a las órdenes del depuesto Rey.
-Esta carta su Majestad nunca la recibió. Esta orden no se reconoce…
 Inmediatamente intuí en la mirada del chacal amarillo y canoso, su claro intento de tomar el sable para eliminarme. Olvidé el sello y cualquier absurda pretensión y volé más raudo que nunca, al tiempo que me llegaba la voz del Rey mapache gritar: “¡pero se va, párelo, hágame el favor!”
 Volví exhausto y completamente defraudado. Casi muero y en la empresa solo atinaban a mirarme sorprendidos cuando, entre sollozos, contaba lo sucedido. Fueron cientos de anécdotas, y miles de sellos los que, por cuestiones de aprovechamiento de tiempo en mis descansos, aprendí a clasificar y reconocer aquellos ejemplares “raros”, emisiones falladas o desafortunados re-sellados que con maestría y ayuda del vapor despegué durante años.
 Hoy esta colección, evaluada en una fortuna que en ni en doscientos años de vuelo hubiese alcanzado, está reunida aquí en este álbum.
 Depositó el pesado libro sobre la mesa y percibí su grosor, el que hacía mucho más fino, así como el detalle del canto de las hojas de color dorado, lo que le daba aspecto de un libro de páginas metálicas.
 Luego lo giró en un movimiento marcial, y lo puso delante de mi cara, desplazándolo suavemente sobre la mesa lustrosa de caoba.
 -Admírelo, amigo mandríl. Se que usted no es alguien muy adepto a los hobbies, pero créame que se conoce a una nación a través de sus filatelia, más que por su numismática.
 Me puse los lentes y comprendí que mi pico estaría seco por un buen rato.
 “Muy interesante”, dejé escapar con voz doctoral. Don Paolo no me había escuchado, pero cuando su cola emplumada elevada cubriendo su espalda grisácea, entendí lo que hacía y eso me alegró de sobre manera, buscaba un buen vino en un mueblecito bajo y oscuro como un ataúd.
 Fueron dos botellas las que colocó sobre la mesa, luego de una pausa en la que alternó una de sus alas para velozmente señalar a una y otra, me preguntó: -¿Tanat o Barolo?
 No respondí de palabra, alcancé a señalar con mi índice a la segunda botella, viendo reflejada mi mano que en vertiginosa perspectiva continuaba hasta terminar en mí mismo, mi cara seria y mis ojos iluminados de placer detrás de los cristales.
 El primer trago me inundó de la frescura del rocío y el sabor lejano de frutos del bosque, y un lejano sopor a galeón me abrazó la nuca y me sentí mascaron de proa. Sentí mi jopo cual vela de cebada y en el pecho el hamacarse de mi alma.
 Don Paolo, tomaba a su manera, y el chasquido de su pico parecía el lenguaje de las páginas contenidas en aquella habitación, un secreto que desde los estantes los libros reconocían en miles de noches y que sabían que para mí era nuevo.
 Poco a poco, fui descubriendo un micro mundo contenido en cada página, en cada pequeño rectangulito de dos por tres centímetros, en el mejor de los casos, pues la mayoría variaba en milímetros menos su formato.
 Encontré imágenes deslumbrantes, tristes, conmovedoras y ordinarias; representación de acontecimientos extravagantes por no decir confusos, y rostros de personalidades indefinidas y fantasmales, sin comprender quienes eran, por qué el motivo de recordarles de aquel modo, y si se correspondían con un tiempo de arbitrario poder o civilizada convivencia en su país de origen, el que había optado por semejante homenaje de colección y perdurable en el tiempo.
 Tres monitos parecían cantar a coro y el éxtasis se reflejaba en los ojitos volteados hacia el cielo. La imagen sepia, era oval y estaba enmarcada en un carmín ornamentado de laureles y vegetales dudosos. Su valor era de unos “25 centésimos” de aquél país. Otro que estaba a su lado y que seguro se correspondía a la misma serie debido al tamaño y estética, con marco lila rodeaba otra imagen ovalada y sepia: un tigre de cara recia fumando en pipa y con monóculo, su valor, 1 peso (¡cuatro veces más importante que los monitos cantores!). Me pareció excesivo el monto y la relación con el de 25 centésimos, sin saber quienes eran, sin duda el aporte del tigre no podía ser mejor al de los músicos.
 Un sello enorme enmarcaba en un verde desteñido y muy geométrico con parentesco arte deco, una escena inquietante, al punto de ser ridícula en su composición: parecía una procesión de roedores, algunos, con uniformes napoleónicos arengaban trepados al lomo de enormes ratas, a una muchedumbre que se perdía en la profundidad de la imagen. Volteados hacia atrás, los ratones llevaban sus manos al cielo y algunos aferraban espadas rectas de caballería pesada. Delante de ellos, en un primer plano y confusamente cabizbajo, un sapo con un uniforme desproporcionadamente ornamentado se destacaba en jerarquía a los demás militares. Sin embargo, su confusa postura y las manos en el pecho no dejaban en claro si era el héroe que comandó aquellas tropas victoriosas, o era el tirano atrapado y conducido  a la muerte. No llevaba armas. Su valor era de “350 H”, moneda de ese país.
 A cada sello, había una acotación de carácter técnico sobre el mismo, el que mi buen amigo Paolo hacía entre chasquido y chasquido de su pico. Estaba feliz, y yo, también viendo llenarse constantemente mi copa, además de maravillado. Me sentía un niño, y si bien intentaba adquirir una postura más de adulto, al instante caía atrapado por las diminutas imágenes que me contaban tanto.
 Una serie me impactó al punto de levantar la cabeza y mirar fijamente a mi amigo, que me sonreía y asentía con su cabeza. En el momento que volví mi atención al álbum, en ese extraño pasaje, me reflejado en la botellas, y fue como entender al palomo reflejándose en mis lentes, y creer que se sonreía a sí mismo y que en complicidad de aquellos libros misteriosos, se divertían al verme atrapado en un mundo tan secreto pero a la vista de quien posea simplemente el interés de descubrirlo.
 Era una serie de cinco sellos de refinado acabado y detalles virtuosos. La temática era el mar. En todos, de igual tamaño y formato apaisado, a cuatro esplendidas tintas que daban a entender sin duda alguna su verdadero tratamiento original al óleo, se narraba una historia. Los valores que los pobladores de ese país decidieron dar a cada sello era de “10, 25, 50, 100 y 125 PtrG” (la moneda de ellos, sin duda). El primero, mostraba un clíper en primer plano, proa hacia el observador, velamen aparejado a medio palo. Atrás, en el muelle derruido y mugroso, una  muchedumbre variada que parecía despedirlos apasionadamente. En cubierta, algunos tripulantes saludando a la chusma y otros ya abocados a las tareas de navegación (este sello vale 10, no más). El segundo, de 25, muestra al mismo velero brutalmente embestido por una especie de ballena blanca con un cuerno en la nariz. Las proporciones son escandalosamente absurdas, pero la espuma y el agua en vuelo por el viento, el detalle de las nubes oscuras y el fabuloso escorado del navío que parte trinquete y mayor en la sacudida, proyectando brutales latigazos de los aparejos en las olas cristalinas por los remolinos, son, de por sí, una obra de maestría que conmueve. El tercer sello, que uno se lo lleva a la casa o lo pone en un sobre con una carta o algo dentro, se adquiere por 50, lo que equivale a dos de la ballena rompiendo el barco. En este sello, algunos zorros y perros muy robustos, agrupados grotescamente en una playa, devoran a una tortuga y dos conejos. Detrás de ellos, con claras expresiones de horror, un carnero, una iguana y dos ciervos advierten de lo aberrante que sus compañeros hace, sin acercarse decididamente, pero sí en clara actitud de sorpresa y congoja. Se entiende, por simples prendas que aún conservan los náufragos, que todos son tripulantes del mismo barco y, se entiende más aún, hasta un momento compañeros. Con el valor de 100 (te podés comprar cuatro de la ballena loca que rompe todo), plantea una escena de mar calmo y cielo azul, despejado y plano cual decorado artificial. De espaldas y en un primer plano, los zorros y perros sacuden banderas improvisadas (no están los ciervos ni los otros supervivientes). En el horizonte, destellando un reflejo que da a entender su comunicación y rescate, un vapor blanco de tres calderas que parece un acorazado, corta el horizonte oscuro del agua. El último de los sellos, valor 125 PtrG (moneda nacional), quintuplicando al velero envestido por la ballena arisca, muestra una imagen que, por lo descontracturada y alegre, no deja de esconder matices truculentos y poco felices. Nuestros amigos, con una torpe guitarrita cuya caja acústica es, casualmente, un caparazón de tortuga como la de quien ya saben, cantan con unción sentados en la cubierta del misterioso acorazado. No se ve ningún tripulante y se pierde la cubierta de madera perfectamente pulida hasta escapar de la borda y quedar recortada por el océano azul y un cielo claro apenas manchado de nubes rosadas. Es visible al fondo una enorme y plana batería con posibles tres o cuatro piezas de 200mm. Algunos albatros, muy pequeños debido a la distancia a la que vuelan, delatan la proximidad a un puerto. De los perros y zorros, a manera de artesanías básicas, cuelgan de collares orejas y patitas de conejo, alguna osamenta de ciervo, algún penacho de cabra… (valor: 125).
  De regreso a casa, midiendo mis pasos que acorten la distancia y no pasen de las tres de la mañana, pensé en los canes del sello y me ofendí a mi mismo comparándome a ellos. Seguro que Miriam ya estaría acostada, y mi porroncito de ginebra también. Me estremecí con un potente eructo de vino y sentí vergüenza al no reflejar una mínima satisfacción por lo bebido y vivido.
 Paolo es alguien increíble, incluso después de haberse reído cuando antes de irme, en la puerta de su casa le dije: “mire que yo de esto no se nada, pero entiendo”.
 Realmente lo pienso de veras, solo que, del modo que lo expresé, fue torpe y quitó crédito a mi afirmación.
 Ahora, a entrar veloz y sin hacer ruido, que si bien no padecí un naufragio aterrador, de algún modo soy un sobreviviente con cola de paja.

RV 2016     

   


 


martes, 26 de enero de 2016


Retractos # 06: “Amalia Sapryzthyx

 No estuve presente cuando el retracto fue creado, pero distingo benevolente, cualidades puras representativas de la Licenciada Amalia.
 Su carácter podría compararse al de una jauría de lobos, reunidos en una perra, sin ánimo de ofender, pero no tendría
 manera de esbozar comentarios acerca de ella si no partiese de distinciones que la separa de sus colegas y demás personas que he conocido.
 Sus clases de historia del arte, a veces simples reseñas inconsistentes de un proceso del que rescataba todo aquello que no tenía la menor relevancia, fueron, de algún modo, el disparador de numerosas investigaciones y deserción estudiantil.
 Sería un error abordar pasajes de sus exposiciones, más allá de puntuales comentarios que son producto de alguien que no comprende algo que no profesa, ni jamás ejerció.
 Así para Amalia Sapryzthyz la obra del Caravaggio era cuestión de paciencia: “en aquella época tenían tiempo abundante para dedicarle a un cuadro, y por eso hacían esas cosas”.
Sublime razonamiento; la Licenciada carece del tiempo suficiente para generar obra de la calidad del Caravaggio, ya que son otros los tiempos, deduciendo que de abundar los días y meses donde concentrar su esfuerzo, serían tantos los Sapryzthyxs como los Caravaggios a admirar.
 El arriesgado criterio del tiempo en función de una obra que manipuló nuestra docente, saltaba argumentos como décadas en una gráfica del tiempo, y sobre acontecimientos históricos condicionantes que leudaron definiciones artísticas e impactantes propuestas, este proceder de “saltamontes” fue devastador para el curso.
 Cuando el curso se había iniciado, parecían confusas sus apreciaciones, y esto, por extraño que parezca, jugaba a su favor. El maestro abre juicio sobre una obra, y de no entenderse cuales son sus argumentos o hacia donde apuntan sus inquietudes, sin duda sus aprendices distan mucho de su genio.
 “Así quien no, con un Rey atrás, cualquiera pinta en vez de trabajar en el campo.”                                   Comentó al final de una clase. Por fortuna la desesperación por salir de aquel rudimentario salón para aplastar imbéciles descongestionó las aulas y corredores, y sus reflexiones de subnormal se desintegraron como la poca gracia del polvillo de tiza que se desprende al borrar el pizarrón.
 ¡Velásquez, agradece a su Majestad, campeón de la fe cristiana, el que hayas andado en harapos y sin zapatos en vez de labrar la tierra con herramientas toscas que impidan ser utilizadas como armas! Sin materiales para trabajar y sin zarabandas para bailar, igualmente sentite un privilegiado en la tierra de los olivos.
 Una tarde se presentó a clase evidenciando una total apatía e intención de hacer nada que justifique su presencia. Argumentó un fuerte dolor de cabeza y problemas incomprensibles con un vecino loco. La mitad de la clase, que hacía de cuenta que entraba o salía, huyó de forma grosera sin el menor disimulo una vez que comprendió sus ademanes.
 Quienes permanecimos en el aula, varios de nosotros drogados, comprendimos que aquello sería una verdadera enseñanza sobre el arte. De pie, de brazos cruzados y apoyando su buen culo contra el escritorio, permaneció con la mirada perdida en el suelo, seria y distante. Se hizo un silencio que obligó a posar la atención en cosas lejanas o pensar en fantasmas circundantes. Observé su seño fruncido, la idiotez estrujada en su cerebro compartimentado de forma tan complicada que merecería un elogio, más si se desconociera que era el producto de razonamientos mezquinos y desatinados, adversas recomendaciones que su alma segrega incompatibles con el arte y el mundo. Entonces observé sus caderas, las piernas cruzadas y juntas alisaban el pantalón generando una “Y” perfecta que contenía su sexo como una copa, y que ondulante se ajustaba a la cintura con una armonía perfecta. Difícilmente ella fuese capaz de imaginar aquellas formas mediante pensamientos como los que habitualmente tenía.
 Habló de “La síntesis”. Arma de doble filo para la mediocridad, delatada negación para compatibilizar la obra en función del tiempo… Hizo extraños ademanes y disparó frases que por tan comunes parecían engrudo sonoro que se pegaba como moscas a las paredes. Su tono tomó un cause de consejo, escapando del consuelo que parecía exigir por estar allí y no saber qué la había llevado a esa situación, y, peor aún, por qué mierda estudió esa cosa llamada “historia del arte”.
 “En el verdadero artista se aprecia la síntesis” – Dijo. Me reí y disimulé con una tos aquella conclusión lanzada como luz a gusanos que al amparo de la oscuridad, se revolvían entre sí, sin reconocer qué se comía o qué era excrementos.
 Seguramente el trabajo en el plano es, por sí mismo, síntesis. El manejo de información expresiva  o elementos estéticos sobre él depositados no son el resultado del tiempo o proceso de elaboración, son simplemente eso, trucos ordenados o en desorden que hablan con el lenguaje gráfico y cuentan algo. Para alcanzar esa síntesis de la que la Licenciada habla, posiblemente sea necesario conocer lo que no está, porque estará implícito en el lenguaje de manchas, puntos o líneas, y no en la devastación de la estructura de la obra por el simple motivo de “eliminar información”.
 La clase fue terrible, inconexa, contradictoria con lo visto hasta el momento desde antes de llegar allí, y desafortunadamente aburrida. Era más la energía que requería encausar la clase por una senda lógica que enfrentar argumentos o generar otros diferentes.
 El timbre sonó cuando ya estábamos saliendo del recinto donde se “aplastan imbéciles”. Curiosamente, la profesora quedó delante de mí y aprecié el movimiento de sus piernas y la alternada montura que hacía una nalga sobre la otra al caminar. Pensé si esos pasos generasen una línea en su recorrido capaz de interpretarse como una obra, como un friso. Si la presión de cada pie era igual en toda la superficie de la planta, y si eso no advertía ritmos o matices diferentes.
 Bruscamente se dio vuelta, como si recordase haber olvidado algo, y me encontró a mí a escasos metros con mi mirada fija en su trasero creador.
 Pareció sonreírme y pasó muy cerca mió. No me di vuelta para ver hacia donde iba, seguro se hubiese olvidado de hacer algún tramite dentro de la facultad.
 Ya en casa, preparándome con lentitud un café que hasta hacía un par de horas me recriminaba no haber tomado antes de salir, contemplé mi sombra que un extraño rebote de luz proyectaba sobre la pared de la cocina. Supuse fuese una pintura en el plano, simple y desprovista de cualquier detalle que estuviese contenido dentro de ese contorno gris azulado y que en mí, quien la generaba, estaban en el color de mi ropa, las texturas del pelo, la piel y la tela, etc. Entonces automáticamente pensé de forma inversa en relación a las caderas y el cuerpo todo de la profesora, apoya al escritorio, detalles de formas que envuelven y se amoldan armoniosas a una estructura bien definida, esbelta, seductora.
 Algo pareció entonces contradecir mi razonamiento con respecto a lo dicho por la Licenciada en cuanto a la síntesis, y fue algo que ella, ahora lo dudo, posiblemente hubiese asimilado hace tiempo, y que yo, ni siquiera era capaz de detectarlo: la síntesis es un modo de vida, y en la representación en el plano, en el ejercicio del arte, no es más que eso que estaba delante mió y no veía, me refiero a aquello que, entre artilugios, matices soñados y maravilloso contraste, es lo que realmente atrae al punto de que la obra gire en su entorno.

RV 2016

          

domingo, 24 de enero de 2016


Retractos # 05: “Valeria Bellot

 De niño, cuando apenas vislumbraba la pesadilla de que la concurrencia a un lugar tan repudiable como la escuela se extendería durante años, fue que accedí a un concierto en la orbita de los espectáculos que la institución promovía.
 Tenía siete u ocho años de edad, y ya era remotamente conciente de que esta basura se proyectaba más allá de este edificio, en un liceo, durante el preparatorio y la facultad correspondiente a la carrera por la que optase. Por fortuna, creo yo que por sabiduría y fortuna, esto nunca ocurrió, pues terminado el primer año de liceo, sorprendí a todos con mi decisión inamovible y jugada de jamás concurrir a lugar semejante. Mi vida se transformó en un caos, no por lo que yo pretendía abordar, sino por los constantes ataques y traiciones de mi propia familia por haber tomado tal determinación. El trabajo me alejó de mi humillante y patético hogar, lo que fue, en definitiva, mi salvación.
 Pero no quisiera desprenderme del verdadero motivo de este apunte, del fascinante encuentro con la soprano Valeria Bellot, su espíritu conmovedor y desbordante capacidad creativa despojada de atavíos corrompidos y falsos.
 Durante el concierto, al que acudí solo y puramente por obligación y temor a represalias (no hay otra manera de ejercer la contundente adhesión de los niños a las imbecilidades de los adultos), me encontraba en el azaroso juego del “desagüe”. Así le pusimos con mi amigo y compañero Marcel. Se trataba de fingir estar donde no se estaba, siguiendo la dinámica que comprende un objeto al ser arrastrado por una corriente de agua, por un desagüe o alcantarillado. Funcionaba, al menos, cuando nos mirábamos después de cada paupérrima, monótona y estúpida clase, el vacío reflejaba en nuestros ojos una pequeña centella en el fondo más oscuro y perverso, como la fantasmal silueta de la cubierta de un buque hundido descubierto desde varias decenas de metros más arriba. Esa señal, esa marca distintiva, era simplemente la sabia salvación o el reflejo casi instintivo de no caer en la bolsa de los enajenados. Así podíamos reír de todo aquello que no habíamos escuchado, de todo lo que no entendimos, y por defecto, de todo lo que no aprenderíamos. Para pasar de año, era suficiente con ejercer esa estructura de razonamiento o percepción agudizada a cada situación, siempre en diametral oposición al carácter fundamental de la grosera enseñanza que se implementaba prepotentemente, aquello que se negaba e intentaba por todos lo medios de atrofiar y licuar: la observación.
 Esto fue desde mi niñez un ejercicio casi dogmático aplicable a toda acción que desarrollase o apreciase. Entonces me fue posible, solo mediante este fantástico poder, retener en las fibras más simples y puras de mi alma las virtudes conmovedoras de Valeria Bellot.
 El concierto transcurrió con el monótono acompañamiento de una masa expectante absolutamente apelmazada y denigrantemente incrustada en butacas que más parecían raíces con las que el público se aferraba al suelo.
 Cantó con un señor cuya voz me guió a través de senderos que poco a poco se internaban en camarotes de barcos o galerías subterráneas de piedra, siempre dignificados por antorchas de fuego pequeño y luminoso.
 Ella parecía responder a lo que él le decía casi sollozando, casi con terquedad, pero siempre dejando aflorar el amor que lo motivaba a su discurso. Ella por momentos iba detrás de él, a veces intercalaba su voz como una madre que arrulla a un bebé y sus sílabas hacen de escalones a las expresiones del niño. También lo anticipaba como afirmando: “te lo había dicho, mi amor”. En otros casos, su exuberante feminidad afloraba en juegos deliberadamente conectados de forma magistral con lo que cantaba el hombre, un elixir de potable sensualidad y frescura que acorralaba el espíritu hasta palparlo como si tuviese cuerpo.
 Cantaban un duetto de Haendel, “Tanti strali”, acompañados con clave, violoncello y tiorba. Durante aquella ejecución, y sobre todo después de la misma, no pude evitar llorar, y cuando una niña advirtió a la maestra y ésta se me apareció cortándome el camino para decirme “¿qué te pasa?”, yo descarté ser un niño y descarté la proyección del mismo desde sus lágrimas, improvisando un argumento retorcido y absurdo: “mi tía está enferma”.
 Nunca entendí como se me había ocurrido semejante disparate, y Marcel, que al recordar la escena reía y me hacía reír a mí también, me decía “¿por qué no le dijiste que no llorabas, solo que te habías atorado con una nota musical?”
 En efecto, el contrapunto al que asistimos como depurador del alma, el que seguramente otros niños espectadores también supieron apreciar, nos había impactado hasta el fastidio y la devota admiración.
 Cuando hacía más de tres años que trabajaba, tenía ya dieciséis años, me encontré con la cantante en un supermercado. Yo iba por hojillas y agua mineral (extraña combinación), durante un invierno formidablemente crudo, de esos que al respirar se siente esa hermosa sensación de que los orificios nasales se queman y el aire helado entra en uno como una divinidad protectora. Ella notó mi mirada persistente, y que descubría en ella la elocuente perspectiva femenina de lo cotidiano envuelto en la calidez seductora natural de su esencia simple y avasallante.
 Después de mirarme, pareció interrogarme con la mirada, quizás se asustó, quizás no.
-¿Cómo anda Haendel? – Pregunté solo como un idiota trastornado podía hacerlo, y como eso soy, así cada palabra fue un eslabón de mi memoria.
 Ella permaneció perpleja, después (y esto me extrañó), pareció sonrojarse, y mientras depositaba algo en su carrito (que me esfuerzo en recordar y no puedo), dejó escapar una carcajada, mostrando las encías y detalles que no conocía al contraer los músculos de la cara durante la risa. Esto me descolocó, pero después entendí que, si bien creía que la conocía, en realidad solo la había visto una vez en mi vida, y bajo los efectos estimulantes de la música y las exigencias del canto.
-¿Quién eres?
-Trabajo en una carpintería, pero ya no estudio más.
 Con el tiempo, ya transcurridos más de ocho años junto a ella, me sigo preguntando cómo una respuesta como aquella pudo hacer que se interesara en mí, si la música es una disciplina que requiere rigor en el estudio y la práctica constante que modela la interpretación.
 Pero creo haberlo entendido todo ahora, a la hora de aportar mi retracto a esta página marginal y desencajada, y creo que fue por lo que no me dijo, más que por lo que escuché de ella.
 Un fin de semana apachurrados en la madriguera como dos comadrejas, ella parecía seguir una melodía con los labios cerrados, parecía dormida. Luego recordé que ya antes se la había escuchado, entrelazada con el chirrido de una chumacera que sería la de un portón vecino. Pregunté de qué se trataba. Solo me besaba y no respondía, si es que aquella no era la respuesta. Más tarde, cuando el pan salía del horno desprendiendo un humo blanco y perfumado que absorbía el agua que empañaba las ventanas, volví sobre la misma pregunta, casi implorando me devele un secreto, sin acorralarla pero dispuesto a perseguir aquel misterio como un náufrago que busca cualquier objeto flotante antes de que el cansancio le gane enteramente y se despida del cielo y emprenda conflictiva travesía al abismo de piedras y monstruos ocultos.
 Ella me escuchó con ternura y paciencia, sabiendo que aquella pregunta volvería y se posaría nuevamente en algún lugar de la cocina, y desde algún estante observaría.
 Entonces se afirmó en la mesada, de espaldas a la ventana de reflejos verdes, y mirando no se adónde o hacia qué, dejó escapar de su boca insectos voladores color madera que se perdieron en la penumbra de la casa, por donde aún la luz no podía llegar.

RV 2016


    

sábado, 23 de enero de 2016


Retractos # 04: “Evaristo Cañete Godoy de Aradaza y Zuloaga Benítez Puebla”

 Volvía con el caballo cansado, a tranco de lombriz apática, de sofocado por el hambre y con deseos de vagina no resueltos, cuando divisé flotando en el resplandor inhumano del horizonte las figuritas negras que bajo el gran ombú delataban presencia copiosa en la Pulpería de Sepé.
 Me adentré. El poncho quedó tendido en el alambrado que separaba a la construcción de un raquítico tala que se esmeraba en acercarse a las casas. La imagen, cruel como el calor, lo era más por denigrar al pequeño espinudo manteniéndolo alejado por un simétrico alambrado, como si se tratase de un individuo despreciable y nocivo. En cambio él, parecía poner todo su empeño en buscar un pequeño acercamiento, flotando inocente en el aire asfixiante del verano.
 La cola recogida y en espiral como toda comadreja overa, observé mis diminutos pies negros y los frote alternadamente en mis pantorrillas con el fin de hacer relucir las uñas blancas como perlitas estiradas. Paré los bigotes, señal de atención y precaución, mientras me esforzaba por no mover de forma delatora mis ojos negros como azabache, que se escondían detrás del antifaz carbón.
 Los paisanos, diseminados por la fresca habitación, mantenían un hueco donde silla y guitarra esperaban a su dueño, y que, a pesar de la charla y bochinche, se mantenía inalterada como protegida por una burbuja que separaba a la multitud sudada y alcoholizada.
 Pensé en el tala y las casas, y esto fue lo mismo pero en un plano diferente, como del que en una escenografía puede apreciarse, delatando partes creíbles del decorado y otras decididamente suprimibles.
 Un fuerte olor a cuero tapaba diferentes hedores de la masa fumadora y conversadora, la que despedían botas, sillas de cabalgar, gorros, rebenques y otros trastos hechos en piel de vaca, sin duda nuevos y recién exhibidos en la pulpería, en lo alto, pendiendo de cuerdas como denostando al pueblerío su prolija condición e inaccesible posesión.
 Pedí una caña y en eso los aplausos me atropellaron contra el mostrador, como si alguien, sin intención pero más grande, me empujara por no verme al estar distraído o mamado.
 Me giré y allí estaba, un gato parejero bien peinado y con relucientes pilchas que opacaban los implementos colgantes y los reducía a cueros retorcidos de formas caprichosamente extravagantes.
 Don Revoledo, el Camoatí dueño del antro húmedo y oscuro, presentó al huésped desde atrás de los barrotes del mostrador. Su grito me tomó por sorpresa, y comprendí que la soledad sorda del campo no puede mezclarse con actividades compartidas con otros, como si se tratase de barajar cartas, y que, a fuerza de racionalizar mi sesera, nada podía asombrarme ni asustarme: un aplauso, un grito, ¿y ahora qué más?
-¡Don Evaristo de Cañete y Godoy de… don… el músico invitado! –Chamulló en alarido el pulpero, asomando el hocico renegrido por el tabaco por entre los barrotes, como si esta aproximación hiciese más entendible lo que con torpeza patética intentó decir.
 No se hicieron esperar los aplausos, y así me incorporé a ellos, demostrándome a mí mismo que la vez anterior, cuando me sorprendieron huérfano de alcohol en el mostrador y de espaldas, se trató de un descuido y del cansancio, y que era esta la forma de proceder que comúnmente tenía junto a los demás.
 Esperaba las palabras del gato, “Don Evaristo de una gran Puta” (como le puse yo mamado una tarde, en el hueco de una pausa que la tormenta descuidó en la pulpería, y fue carcajada de todos y apodo del músico).
 Una mano áspera me rozó el hombro, causándome tal impresión, que aplauso y grito se me presentaron emergiendo de la vergüenza y haciéndome pensar en las alertas y las alarmas, su utilidad y quienes las fabrican.
 Era el Ostrogodo del pulpero, moviendo las mandíbulas cual marrano, algo engullía.
Me señaló el baso de caña y comprendí de que se trataba. Pagué inmediatamente porque necesitaba una tregua con la estupidez cotidiana. Me acodé y recordé el tabaco, entonces empecé a armarme uno. Mis ojos, bastante más veloces que los de cualquier perro o lagarto que en la penumbra expectante iluminaba su rostro con la chispa del cigarro chupado, iban hacia el gato músico y volvían sobre mis baqueanos deditos, que en cuestión de segundos ya daban fuego al  chala.
 -Estimados vecinos, -hizo una pausa el gato, disparando una serie de pestañeos, -agradezco la invitación y la bienvenida de todos ustedes. –En la pausa miró hacia el pulpero e inclinó la cabeza, intuí una sonrisa por parte del mercader. Continuó.
-La vida del músico obliga a recorrer parajes desconocidos y frecuentar salones y pulperías tan diferentes como pintorescas. Allí uno descubre a su gente, sus similitudes y contradicciones, y es en esta pulpería que se destaca la amabilidad y el compañerismo como tarjeta de presentación. Gracias.
 La muchedumbre, mamada en su totalidad, alguna ya desde hacía horas, aplaudió sobriamente y despareja.
 Se sentó con agilidad resumiendo en dos fotogramas su posición inicial, parado cual estatuilla, y sentado, cual trovador con guitarra en mano.
 Comenzó la música. Bien afinada y en rico contraste entre bajos y agudos. La primitiva sala se iluminó de música ramificada, hueca para albergar matices sonoros, no por su condición expresiva, y llenó cada espacio de la habitación peinando emotivamente las crines más recias y lagrimeando los ojos más duros e incoloros. No cantó. La voz se volvió a escuchar solo al final de aquella magnífica serie de obras, apenas separadas por un intervalo de segundos, donde acomodar el alma y mimarse el espíritu, y solo para expresar con tono cordial y elegante: “mil gracias”.
 Los aplausos tardaron otros segundos, como acompasando la separación entre cada pieza musical, sorprendidos todos por aquello que había removido en espacio tan reducido paisajes invernales rasgados por el vuelo de aves oscuras en la lejanía, valles manchados de sombras persuadidos por nubes viajeras a permanecer siempre quietos (que para eso están), de arroyos crecidos barriendo flora dormida, de relámpagos de hielo en la noche, de lunas flotando inconsolables en los lagos, de perradas bulliciosas en la lejanía y golpeteo latoso de sables, pistolones y carabinas de la milicada montada, de sueños retaceados a la sombra de montes bondadosos, de luciérnagas rayando metálicas los suspiros de la tarde, de aljibes, cacharros y ruedas rotas de carros entre plantas.
 Se sabía de antemano que jamás volvería aquel gato músico, y que su recuerdo estaría en la ausencia de la planicie oliva, allí, donde pululan detalles frescos y ligeros como mariposas o guitarreros.
 Mamado, por eso desinhibido, pedí aquella tarde al pulpero (cuando ya el músico se había perdido en la espesura de la quebrada), me anotara su nombre. El tosco negociante parecía hacer un gran esfuerzo al escribir letras y no números, y era por su cigarro que el esmero surgía hecho humo. Se de letras puestas mal, al revés o en dirección opuesta. Él también lo entendió, y moviendo negativamente la cabeza me acercó por debajo de la reja del mostrador papel y lápiz para completar aquel extrañísimo nombre, pero al no recordar cómo era la “e”, o si la “y” llevaba punto, opté por similar postura y rechacé el papel.
 Me fui con la oscuridad, tenía un par de horas de viaje hasta la estancia “El Piquero”, y en pausado tranco me disponía a llevarlo. Al llegar donde mi caballo se fundía entre los pastos y espesura de la penumbra, recogí mi poncho, y su punta quedo enganchada bruscamente al tala. Fue otro susto de una serie que me abordó aquel día. Casi con desprecio atiné a tironear hasta separarlo, más enojado con migo mismo que con la simple consecuencia del viento que volteó al poncho sobre el arbolito.
 Una vez acomodado sobre el zaino, desde allí observé al diminuto tala parado e implorante sobre la monótona superficie del campo. Quedaba solo de nuevo, si no es que siempre lo estuvo. Esto me hizo pensar en que yo así también lo estaba, y que en las acuciantes púas del tala estaba el mensaje que yo entendía en mí como un sollozo que se hacía audible entre las estrellas que envolvían mi sueño al descampado, y del que el músico atrapó con su música. Estuve un rato parado, contemplando de reojo al arbolito y en la vista abierta se me apareció oscuro e impresionante el árbol grande, el del otro lado del alambrado, junto a las casas.
 Los cascos del caballo parecían tapar los latidos de mi corazón, y entonces moviendo las orejas para los costados intentando hacer audible algo que pueda asomarse entre los golpes en el suelo reseco, miré hacia atrás y allí los vi. Estaban los árboles junto a la pulpería. Parecían más cerca  de lo que en un principio advertí, y aquel grande, ahora era maleza humilde que apenas sobresalía en la planicie del descampado, apoyado al fogonazo blanco de la cal sobre la pared. Agudicé mi vista y enfoque en dirección del tala. Allí estaba. Parecía una cría que se acurrucaba a su madre, ambas desactivadas en un sistema de proporciones gigantescas y con un brillo que no podía denotar nada, como lo inerte de una piedra o lo plano de de la muerte. No se en que momento se dio, pero mi caballo se adelantó y siguió su tranco. Yo permanecía como un bulto olvidado sobre su espalda.
 Fue cuando cerré los ojos, después de un largo rato, que rescaté al tala de la ánforas secretas que escinden recuerdos, y lo vi en su plenitud de tamaño, como cuando lo tuve a mi lado, y pensé, ¡para luego arrepentirme por el absurdo que esto era!, en volver atrás y traerlo conmigo.

RV 2016


viernes, 22 de enero de 2016


Retractos # 03: “Sargento Mayor Bransem

 Motivado por el simple deseo de reprimir a sus conciudadanos en ejercicio de su meticulosa estupidez arrogante y banal, Juan Olivos Bransem se incorporó al ejército nacional a la edad de más-menos 17 años.
 Reservado, de andar cansino y mirada oscura como de quien mira desde un matorral o a fuerza de vivir entre el chilcal, Bransem se ajustó sin complejos a la vida de cuartel con la misma parcimonia del ganado que pasta en los extensos campos, y sobre los cuales las nubes y lluvias ejercen igual presión que días de fogoso sol y chicharras aturdidoras.
 En cuestión de diez años consiguió sus galones de sargento, tiempo computable en una escala de pendular somnolencia y tareas afanosas que poco importan y comparten con la vida del paisanaje, más allá de sus reivindicaciones de poder y derecho a todo lo que campea a la sombra o en extensión abierta.
 Hubo una represión desmedida y arbitraria como toda injerencia a la vida normal desde el mando torpe y grosero de la autoridad, durante una mañana nublada y hosca. Parecía el viento esconder los ademanes y persistente galope de la tropa represora que se presentó en aquella estancia y abrió fuego contra la peonada. Las órdenes partieron del mismo Sargento Bransem. Si bien su comandante le propinó senda putiada por la excesiva acción, que se manifestó además en los mismos patrones con atroz pavor y arrepentido pesar por el pedido de “orden y respeto a la propiedad privada”, el joven Sargento estaba ya destinado a ser ascendido, por alcahuete e inescrupuloso: combinación radiactiva que postula en jerarquía cualidades insoslayables.
 Botoneó, robó, defraudó y encubrió con inexpresiva condescendencia, como trámites burocráticos tangibles de mejora pero condicionantes de un proceder antiguo y ya implantado culturalmente.
 Pero fue durante un contrabando pesado, en la noche profunda de aljibe del Camino de las Musarañas que la áspera muerte pareció hacerse a un lado como si respetase a esa magna lacra entre sus súbditos carroñeros, pero que al barrer en el tiroteo se lo llevó entre sangre oscura y pasto seco pegado al sudor de jinetes muertos. Fue la luna que dejó al descubierto su rostro helado de orbitas negras donde parecía que de la boca había cuajado estática una cascada de tierra que le surgía por entre los dientes, y parecía la noche armada de relámpagos que depositaba en aquél desperdicio, inerte y segmentadamente impuesto en el paisaje.
 Así acabaron los días de atropello del Sargento Mayor Bransem, corrompidos de luz despiadada que no salva una sola virtud ni posa un manto apacible sobre los caminos que recorrió ni los cerros que visitó. Porque el milico Bransem, depositario de profundas huellas en la vida del cuartel y el destino de otras criaturas, debía perecer sí o sí aquella noche, más que en cualquier otra que fuese decorado preciso de sus tropelías. Porque aquella mañana, al cebar el mate y posar su pútrida mirada sobre la milicada joven, consideró oportuno un plan en el cual la tropa avanzaba y de improviso se topaba a la salida del monte con los contrabandistas, y en medio de aquella balacera los perdía a todos, y se hacía también de los bienes de los forajidos, con los que continuaría bajo la luna el camino donde colocar el tesoro, esgrimiendo argumentos creíbles a su comandante, y de no serlo tanto, contables en peso y silencio.

RV 2016   
   


jueves, 21 de enero de 2016


Retractos # 02; “Sandrita

 Hay, Sandrita, Sandrita… Son pocos los momentos en que logro seguir tu discurso y encaminar mis pensamientos detrás de tus comentarios perezoso y, por momentos, estúpidos. Como sea, que me hables de una cordillera sembrada o el estuario de un río me es prácticamente igual, porque no me es posible abstraerme al punto de imaginarlos, por más simple que sea mi representación, pues cuando hablás, de esa forma tan seca y con sonoridad austera, tus palabras parecen flotar en cada pausa, como pequeños ingredientes arrojados en una olla enorme y vacía.
 Especulo con sorprenderte algún día con comentarios relacionados a tu pasión, la geografía, y así retenerte un rato más y calibrar como un técnico de qué modo invitarte a salir aunque no tenga la más pálida idea de a dónde. Es cierto que tampoco me esmero lo suficiente, digamos que pienso esto cada vez que te veo y luego mi plan se desvanece como todas las idioteces que me comentás, monótona y lerdamente.
 Sería tan fácil, a esta altura, que comprendas mis intensiones o que al menos las intuyas, pues tampoco disimulo al mirarte y cualquiera se daría cuenta a la legua de que lo único que busco el “levantarte en la guasca”.
 Te veo pasar al almacén con paso de cachorro de dinosaurio, pesada y ágil a la vez, con tan poca gracia que se produce el efecto menos esperado y seductor al sacudirse de forma graciosa tus pequeños senos, apuntando ciegos a la dirección que tu mirada persigue con penosa expresividad, por no decir, inexpresividad.   
 Por fortuna, si así puedo llamarle, tu madre parece una persona afable con la que se puede conversar sin complicados guiones superficiales, y además, evidencia que le agrado. Esto me hace estar al tanto de detalles de ti, la “pequeña geógrafa”. Datos tan insignificantes como inocuos o insípidos, pues de poco me sirve saber que te apasionan bandas que olvido ni bien tu madre termina de pronunciar sus nombres, o que sos adicta a basura como la mayonesa, o que tenés alergia a tejidos sintéticos. Este último dato, bien exprimido su contenido y rebuscadamente interpretado, me podría sugerir visiones o argumentos donde te doy, como quien lava y no tuerce, sobre esponjosas sábanas de sedas de delicados colores pastel. “Es tan distraidita que a veces, cuando lee en el patio, se le paran pajaritos en la cabecita”, me cuenta su mamá. Los diminutivos no hacen más que potenciar de forma inversamente proporcional, la profundidad de penetración que imagino a Sandra, Sandrita, “La Sandrititita”.
 En fin, Sandrita, preferiría no ser inoportuno y grosero, pues esto me fastidiaría más por sentirme cercano a la masa de primates que pueblan esta ciudad, que por la ofensa que a vos pueda ocasionarte.
 Ahora, después de terminar con la nefasta tarea de cortar el césped del grotesco trozo de tierra con plantas al que mi madre llama “jardín”, preparado el mate y pronto a entrarle a un ladrillo de texto sobre biología, me sitúo en la ventana a la espera de que aparezcas. Reconoceré fácilmente tu andar casi de simio y tus ademanes llamativos antes de atravesar la calle; te veré subir la vereda con un brinco de tapir hembra y combinar tus rechonchitas piernas blancas al paso de cachorro de triceratops. Pasarás junto a mi ventana y cuando me veas enmarcado en la ventana, cebándome el mate, te detendrás para saludarme, con pocas palabras y en tono de momia. Entonces, haré un esfuerzo para concentrarme, y lejos de estar nervioso por tu presencia, deslizaré imitando tu tono y carácter lo que desde esta mañana he pensado en preguntarte, cuando tu boca me recordó a la flor de un hibisco al que cabernícolamente podé: ¿Te querés casar conmigo?

RV 2016.    


miércoles, 20 de enero de 2016


Retractos # 01: “Máicol”

 El Máicol alterna extravagantes vericuetos rupestres con somnolientas metáforas primitivas, a la hora de hacerse entender. De todos modos, su idea queda plasmada con contundencia torpe como mosca escrachada en una pared. Aún cuando es difícil contener las primeras expresiones que parecen cachetear a la paciencia y el sentido común, El Máicol desgarra su pretensión y entonces no queda otra que acatar y suponer que todo debe andar bien.
-Pongansé las pila y denle pa’delante que en media hora está todo pronto. Haber, Amilcar…
 Queda la sentencia rebotando en el mugroso taller, alternado tecnología obsoleta y descuidada con equipamiento de última generación, en vías de un final similar y prematuro.
 Todo parecería indicar que El Máicol está bien lucido, y la puesta a punto de un complicado motor a inyección con doble árbol y cuatro válvulas por cilindro será cuestión de pocas horas.
 Se mueve como un mandril bajo efecto de anfetaminas, o como un primate nervioso, y en su dinámica perversa y brusca se rescata la meticulosa precisión de un animal adiestrado para cumplir con funciones tan específicas que por simples no dejan de sorprender.
-Lo pruebo yo y despué salimo lostré… -Dice amparado en la sombra que lo cubre bajo el cofre del motor.
 Se enciende el motor. Parece una cuerda de tambores bien afinada, es perfecto. Después de un grotesco movimiento donde sus manos se frotan a los costados del mameluco, haciendo incomprensible la articulación que hace posible tal destreza, escupe el cigarro del que cuelga curva una ceniza de tres centímetros.
 Acelera y sale cauto entre el retumbar del motor opaco y encabritado. Sale a la luz del medio día y apenas puede verse el señalero a la derecha que en la sombra del túnel parecía una turbina al rojo vivo. Desaparece. Se intuye el semáforo a treinta metros. La espera ronroneante y la partida vertiginosa desprendida de un trueno. Aplastando al bólido contra el pavimento caliente, se escapa zigzagueando en virtuoso manejo de incomprensible soltura, capaz de medir obstáculos y calcular el desplazamiento de cada uno de ellos en su entorno. De forma exacta y dinámica, desaparece detrás de una loma asfaltada antes de que en cualquier otro vehículo pueda apreciarse movimiento o cambio de dirección. El Máicol es eso: un mandril talentoso dentro del traje de un hombre mediocre.    

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