domingo, 16 de octubre de 2011


La última carga.
Mecánicamente, de forma sórdida y contundente, la artillería enemiga machacaba nuestra posición sin tregua. La pausa de cada temblor en tierra era llenado por el estruendo de las bombas que, una vez impactadas, dejaban escapar su brutal soplido sobre todos, como olas que agitan las hojas flotantes.
El barro frío en la boca y en todo mi cuerpo se veía sacudido por tibios derrames de sangre que lo contrastaban.
Me desplacé gambeteando entre pertrechos y restos de hombres enlodados, como un ratón entre las galerías de las trincheras deformadas por los impactos de los obuses y bajo la proyección de los fogonazos en las cercanas y densas nubes negras que corrían como un río sobre lo que quedaba de nosotros.
Empuñé la bayoneta, atrás quedo mi fusil destruido por la bala de mortero que arrancó atroces gritos a mi compañero, los cuales se sellaron en mi memoria: horroroso latido, tensada nota disonante atada a los nervios de sus mutilados miembros, quizá un llamado desesperado de alerta a frenar la monstruosa acción de bestias asustadas, el último testimonio de humanidad entre el humo.
Una pesada MG yacía dantescamente enredada con el cuerpo de su joven sirviente, con la tajante impronta de la brutal realidad capaz de componer aquel cuadro, injustificadamente concebido hace dos días, en silencio, inexpresivo al terrible resultado de un bombardeo, al instante compulsivo que dejaba al desnudo la materia convulsionada y desgarrada.
En mi alucinante carrera enganché el puño en la correa de un soldado que disparaba a la noche, sin más impulso que el pavor y la instintiva indiferencia al zumbido de las balas que se aproximaban. Uno tras otro los impactos de su rifle fueron enredándose entre las demás detonaciones y ahogándose en la oscuridad.
Llegado a la cámara de mando, percibiendo entre el barullo los gritos extranjeros, mi puño apretó con uniforme presión la bayoneta.
El radiotelegrafísta, recostado a una pared del cuarto, dejaba escapar un silbido con pesada insistencia, testimoniando en su respiración el ya pronto deceso.
El Capitán, comandante de nuestra unidad, se encontraba en la penumbra y por momentos asomaba su rostro helado al cielo, como tanteando los acontecimientos que nos arrollaban, cual meteorólogo, analizando el transcurso de la batalla. Una mano sobre la radio y la otra apretando el tubo, equilibrando sus torpes movimientos, mientras gritaba seca y pausadamente esperando el más mínimo contacto con la posición de retaguardia, sabiendo desde anteayer la inoperancia de nuestra destrozada artillería.
-¡Aquí Morrocoyo a Mántis, contésteme Mantis, cambio! ... ¡Aquí Morrocoyo a Mantis, necesito apoyo aéreo con urgencia en sector del tercer ejército, flanco este... ataquen ya! ¡La artillería enemiga nos aplasta, combatimos contra elementos avanzados de infantería por todas partes!
Una granada detonó a mis espaldas, y la explosión estremeció a nuestro desesperado comandante. La sordera que me ocasionó me hizo perder paulatinamente los sonidos circundantes, el llanto del radio, las ráfagas de ametralladora, los gritos, los silbatos y voces en otro idioma, a esta altura tan familiares...
El silencio enlenteció mis movimientos, y como en la más fantástica de las escenografías de una obra colosal de teatro, atravesé la pestilente pocilga, me libré de obstáculos de carne, madera y cables, eludí con pies de héroe los caprichosos decorados metálicos, y frente al intolerante y necio administrador de nuestras vidas, me planté, escupí su insignificante rostro y hundí, con la potencia de un trueno, la bayoneta en su estómago. Observé su expresión de hondo miedo como la de la res cuando la muerte la sorprende desplomándose sobre su cuerpo, y una vez lo vi caer al piso aferrado al tubo, comprendí que la mitad de la guerra estaba ganada.

RV 2007.

jueves, 13 de octubre de 2011


Un día me pasó esto:
Bajo un cielo repleto de aviones donde la luz se filtraba intermitentemente entre miles de alas y fuselajes, la vi caminar salpicada de sombras veloces y presionada por la atmósfera húmeda del verano.
La seguí. Ágiles movimientos la pusieron del otro lado del portón. Lejos de las baldosas mojadas, se introdujo en la casa de su madre apartando la puerta como a un decorado de papel.
Frente a la mesa devoraron un conejo de chocolate de angustiosa mirada. Dentro de éste, a la altura del cuello, encontraron un papelito enrollado que llevaba escrito: "Chocolate Mónkis te lleva a conocer los Glaciares del próximo mileño". El aturdidor zumbido de los aparatos me impidió escuchar sus comentarios, pero las vi moverse hechizadas por la risa.
Volví sobre mis pasos, dejé atrás la avenida boscosa y fijé mi atención en el intermitente cardume de aeronaves. Hacía mucho calor.
Un hombre vestido elegantemente de traje azul oscuro, desde el techo de un tranvía estacionado al margen de la calle y rodeado de numerosas personas, gritaba con un megáfono de forma tan horizontal que parecía se dirigiese a los edificios, haciendo rodar sus palabras por encima de la cabeza de los espectadores: -"Los motores lineales pintados de amarillo, los radiales de gris. Los reactores color aluminio!"
Mientras tanto, un pequeño coche decorado con arabescos como el tranvía, mediante un alto parlante persuade a la gente de encender velas esta noche, de saludar a los aparatos que surcan el cielo desde el suelo, inmutables a lo que sucede abajo.
Entre la gente que se esparcía como ganado, detecté a la joven que hace minutos se comiera el conejo Mónkis con su madre. Hice un gran esfuerzo, fijé la mirada en su rostro y exploré sus expresiones. Percibí su decisión e interés por la propuesta de las velas, y cuando me hice a un lado para dejar paso al confuso desplazamiento urbano, la perdí de vista.
Aquella tarde volví antes de mi paseo habitual que de costumbre. Me afeité e hice sonar mis nudillos sobre una vieja botella de Merlot que me esperaba hacía años. Con elegancia subí las escaleras que conducen al altillo marcando un homogéneo ritmo con los zapatos en los gastados escalones. Entré en la pequeña sala de aire añejo y en un cajón de la vieja cómoda de la abuela, me aseguré que estuvieran allí las velas que desparramarían luz esa noche.
RV-?.

jueves, 8 de septiembre de 2011


Ella estuvo aquí.
Exaltado por la carrera frenética de su mascota Luís, Marcel abrió la puerta, y sin dejar escapar a la bestia, se introdujo en la casa entre gruesos suspiros de su boca de pez.
-Calmáte, bruto, calmáte. -Dijo quejosamente sosteniendo con una mano la correa y los lentes, mientras con la otra secaba el sudor de las empañadas ópticas con el saco.
-Calmáte, boludo, que ahora no hay que hacer ruido. -Replicó.
El león, extrañado por la cautela de Marcel dentro del hogar, se sintió invadido de cierta ansiedad, percibió el hambre como un deseo potable para alguien de su importancia, y volviendo apenas la cabeza hacia su amo, lo esperó con pasos de algodón.
-Aguantá que puede estar esperándome, y si le doy la oportunidad me va a cagar.
Marcel se detuvo y sostuvo la correa tenza y en alto, como dándole a entender a Luís que se mantenga alerta. Trató de controlar la respiración, pero el plato con restos de fruta en el piso de la sala principal, lo sobresaltó temiendo encontrar en él el significado de aquel día.
-Ella estuvo aquí. -Susurró. No había motivos para pensar lo contrario.
Mantuvo nuevamente al animal en sus sitio con verdadero esfuerzo y velozmente condujo su mirada hacia la puerta entornada de la cocina. Así se mantuvo unos minutos. Buscaba el menor indicio de su presencia, y un posible nefasto encuentro, lo paralizó como a un ancla que toca fondo. La mano derecha, helada, se dirigió lentamente al bolsillo del saco y extrajo una navaja. Automáticamente la abrió durante el recorrido desde el bolsillo al flanco de su pierna. Tieso el brazo izquierdo, y estirado cual lanza, adelantó la correa con fuerza pero de forma casi imperceptible, más hacia arriba que hacia adelante, intentando despertar en el bruto animal la perversa estrategia de ataque, eléctricos movimientos casi inmersos en el miedo y el deseo. Nunca sin dejar de mirar hacia la entrada de la cocina, dio un paso y como por onda expansiva se adelantó luego el león que se dirigió en linea recta a la puerta, con un trote corto y dinámico, dejando la cabeza a la altura de la espalda cual prolongación, y apuntando las orejas hacia el objetivo. La bestia se detuvo frente a la entrada y sin bacilar introdujo la cabeza en la pieza apenas desplazando la puerta. Una vez dentro su peluda y robusta cabeza, el delgado cuerpo la siguió con la soltura de una anguila al nadar.
-Marcel, encerrá al bicho en la cocina y largá el cuchillo. -La voz de hembra asustada le produjo a Marcel más miedo, y a la frase de la mujer, su espalda se fue erizando, ganando cada sílaba alguna vértebra. Una 9mm de modernas líneas estaba sujetada por Nhorga, y lo apuntaba con la precisión que puede ofrecer varios ángulos de tiro.
-¿No me oís? Que dejes a Luís encerrado en la cocina y tires el cuchillo al piso. -Como en cámara lenta, Marcel obedeció, observó dramáticamente desaparecer el extremo de la correa en el suelo, mientras cerraba la puerta.
-Sabía que estabas acá. -Dijo suabemente el hombre, como dando a entender que su crítica situación no era tal, y que, por el contrario, el suave tono intentaba no alarmar al animal.
-Marcel, tirá el cuchillo. -La navaja cayó ni bien ella terminó de hablar.
-Marcel, lo que hiciste solo se paga de una forma, vos lo sabés. -El hombre permaneció en silencio, sin mirar el arma ni a los ojos de la mujer. Digamos que su mirada se dirigía al cuello o al mentón de Nhorga.
-De esta no te podés escapar porque no existe esa opción. Hay una sola reacción a lo que hiciste, y estoy cien por ciento convensida de que así debe ser.
-Lo siento, pero a mí nadie me pregunta cómo estoy o cómo veo las cosas... -Contestó él. -Solo una palmada en el hombro o el rebote sin disimulo de la mirada de todos. Me dejan el portón abierto y yo no quiero encerrarme, no me gusta...
-Luís mató a ese hombre. -Interrumpió la mujer.
-No lo conocíamos, entró y Luís hizo cosas de animal, ¿qué esperabas? -Dijo Marcel acongojado, aplicando cierto sentido común, una obviedad que haga dilatar el tiempo y pensar cómo escapar de aquella situación.
-El tipo trabajaba en una farmacia, entregaba un pedido y confundió la dirección. Justo estabas vos ahí: justo es que pagues. El barrio entero sospecha, pronto darán con nosotros. -Con movimientos notoriamente premeditados, Nhorga se desplazó hacia el ingreso de la sala, como cumpliendo sistemáticamente con el protocolo de ejecución. Permanecieron un instante en silencio, luego la mujer describió un ángulo de noventa grados con el brazo erguido hasta quedar apuntando al hombre. Marcel confundía la escena sin comprender hasta qué punto la tragedia lo incluía solo a él, cuánto a Nhorga y lo que implicaría en el destino de los demás conocidos que ignorarían el asesinato, que la Secta jamás dejaría al descubierto su inefable concepto del castigo, que alguien como él, contagioso de humor para con sus Hermanos, sería ajusticiado por un error.
-"Mal de los males." -A las palabras de la mujer, un sordo disparo perforó el pecho del hombre. Empujado con violencia, golpeó la puerta para deslizarse y caer dando primero con un omóplato en el pestillo, luego las gruesas rodillas en el suelo, y después el desmoronamiento frontal e inanimado de su masa entera.
El sonido a campanita del casquillo contra un escalón anticipó el derrumbe de Marcel, pero quedó retumbando por toda la sala, flotando en el espeso humo de la detonación. La mujer movió el pestillo de la puerta de la cocina dejándola apenas entornada y se dio a la fuga rápidamente, levantando el casquillo con un pañuelo en un movimiento quirúrgico a la pasada. Quedó detrás de la cortina de humo, en la penumbra de la puerta de entrada que vuelve a cerrarse, y el golpe a baúl que la pone nuevamente en contacto con el soleado mundo exterior.
Luís permanecía en el balcón pues había encontrado una hoja de las grandes ventanas abierta, y se acostó al sol sobre las baldosas calientes. El disparo apenas le había llegado como un rumor lejano en medio del sonido convulsionado de la ciudad y del incesante semáforo que en la esquina obligaba a las constantes manadas de motores a detenerse y partir.
El cuerpo de Marcel yacía extendido sobre el suelo, perdiendo temperatura lentamente, y esperando, por un normal y complejo ciclo de la naturaleza, que la bestia tenga hambre y se apodere de él.
RV 2009.


lunes, 22 de agosto de 2011


Un derrame casi siniestro. Me deslicé sobre la alfombra como un rulemán tropical al tiempo que de mis ojos brotaban recuerdos de reloj. Un reloj de péndulo, con lustre a muñeca en su osamenta.
El resplandor titánico de las ánforas erguidas en estratégicos espacios de la biblioteca, fue noble testigo de mi trayectoria vertiginosa, dejando cicatrices turquesas en los reflejos de la pecera.
No reparé en artilugios, y mis soñados pestillos con cabeza de gato giraban disparados por el tormentoso llanto de la señora. Las puertas se abrían.
En la biblioteca, un último quejido de la anciana humedeció las espesas cortinas de paño rojo. Entre los volúmenes apilados, algunos trataban sobre temores de la abuela, sobre abismos fosforescentes embriagados de galeones tripulados por animales o sobre muñecas de porcelana que durante la noche repetían nombres de personas en voz baja. También había una colección sobre macabras adivinanzas de brujas y con dedicación podía encontrarse un álbum de fotos de la familia, con la abuela bebé, de chica, con rebotes de escombros y estucados de nácar en los rostros, las ropas hechas de insectos, formas asombrosas y el consuelo de una usanza, de aquella cultura, nuestra cultura.
No me detuve siquiera a descansar cuando eludí al paragüero y a mi amigo el paraguas Monty (así lo llamaba yo). Recordé su tos herrumbrada un día de lluvia y fiebre. Apreté los puños y traje a la memoria las partidas de dados con Monty.
Escapé con sed imperiosa de estructuras de sombras donde colocar mi colección de hojas de árboles recogidas en diferentes paseos. Me gustaba pasear y toparme con Ahmbra en el parque: tenía delicadas fragancias para sus tetas, y yo tenía carisma.
La carrera me dificultó la fuga y por momentos la imagen de la abuela muerta en los peldaños me acariciaba hasta irritarme. Sus múltiples fracturas peinaban los escalones y articulaban las gruesas medias de lana donde no era posible. Un grueso filamento de oscura sangre contactaba su boca con la oreja.
Pero en la escalera sentí el polvo como remolinos, ecos de lamentos, un sollozo, las hermanitas Pena y Angustia tomadas de la mano, frágiles e inexpresivas...
Hice extraños ademanes y atravesé la pared y en mis labios quedó gusto a bronce.
Bajo mi vientre las baldosas de la vereda pasaban velozmente y creí reconocer en cada una de ellas a los personajes del álbum de fotos de la abuela, atrapados involuntariamente por sustancias que resisten al paulatino e inminente juego del olvido.
RV 2002.