sábado, 27 de febrero de 2016


Retractos # 16: “Lauro Días”

 Volvía agotado entre pisadas de barro y reflejos tristes de la lluvia sobre el terraplén de la calle, desquiciado y acorralado por cada fracaso que incansable me empañaba el alma hasta hacer cascada de mi lamento una capa gris y turbia, envoltura degradada de lo que fui y de lo que hasta el momento era.
 Encendía cigarros y en la llama ardiente de la ceniza que aspiraba con unción desmedida pretendía encontrar alguna señal que, no por fabulosa o sorpresiva, me encausara en una decisión acerca de qué hacer de mi depravada vida, si prolongarla, entonarla de más alcohol y drogas baratas, o cortarla drásticamente.
 Entonces escupí en la noche helada y hedionda por algún vertedero próximo al paraje al que había derivado, y cuando quise acordarme de mis pasos anteriores, estaba vomitando a un lado de la calle rudimentaria y delimitada por zanjones oscuros de agua inmunda. Sentado en el suelo, conciente y no de la humedad que me empapaba las nalgas y subía por mis pantalones, sin más consuelo de sentir en ellos mi propio llanto y aceptar estar mojado por pura decantación desventurada, divisé una luz rectangular entre los campos negros y el pesado manto de nubes que comprimían la noche. Por algún motivo que a este punto de mi vida encuentro gratificante, me dirigí a él chocando con troncos, charcos, alambrados y ladridos que golpeaban en la oscuridad como papeles rasgados.
 Mi traslación, una penosa configuración de movimientos esquivos y temerosos, contradictorios en quien desea morir y se aferra al instinto de no pisar una serpiente, fue socavando mi tristeza, con el temor como cable conductor, y la avara necesidad de la intriga que en la estupidez solo y solo así, puede impulsar a alguien a husmear donde no le corresponde.
 La pequeña casa de bloques, humilde hasta en su disposición de cara al viento y la lluvia, sin protección alguna, mantenía una cuerda para el tendido de ropa que se unía a una higuera que parecía vieja o enferma.
 Me arrimé a la pequeña ventana delimitada por el triste gris del material que la amuraba al rancho, y en la confusa iluminación de una débil bombita, creí ver lo que dudé sería y fue lo que temí era.
 Un hombre ancho y de rostro joven, de barba clara, permanecía de pie como una estatua. Me horrorizó lo que entendí debía ser su cráneo, pues su cabeza estaba trepanada y se asomaban piezas metálicas de un indescifrable mecanismo ubicadas donde su cerebro. Un cable fino y negro, unía este artefacto dentro de su cabeza a un enchufe que a escasos treinta centímetros del suelo, se encontraba burdamente empotrado en la pared.
 El miedo me paralizó. Reaccioné o creí que me desprendía de la casamata y aquel individuo aterrador. Los ladridos de perros cercanos me contuvieron inmóvil hasta que la lluvia helada me hizo doler la cara en complicidad con el viento.
 El tipo apareció allí, a un lado de la casa y detrás de una pileta de cemento que no había visto por la oscuridad.
-Entre. No tema. Entre. –Me dijo con voz calma y muy suave. Los ladridos parecían estar casi a golpe de pie, y en su sonoridad grave y ronca se intuían animales fieros y de gran porte.
-Entre, -Volvió a decirme.
 Dentro de la pocilga lambetada con cal, donde apenas un primus y unas tablas entre cajones hacían de muebles, se sentía una música baja llegar desde un aparato diminuto.
 Permanecí parado a un lado de un par de sillas que hacían de soporte para un tablón donde se amontonaban prolijamente cinco o seis aviones de cartón y algunos molinetes de papel. Deduje que se secaban pues vi bajo la improvisada mesa tarros de pintura. Reconocí en los aviones uno que mi sobrino tenía en lo de Flavia, mi hermana, y con el que jugaba la última o una de las últimas veces que estuve por allí, receloso de esconder mi mamúa y parco en las miradas espesas de tono humillante y entregado.
 Encontré gracia en el diseño y color de los aviones. Pero la disposición de lo que seguramente eran las turbinas en las alas, y el timón de profundidad sobre la cola, me volvieron al criterio feroz de la mecánica y la lógica que un adulto, por entregada que su alma pueda estar conteniendo la ternura melancólica de su niñez, cuaja la gracia y acentúa la obstinada iniciativa de lo funcional.
-No llore, hombre. –Me sorprendió en el comentario, pero más me sorprendió notar que una línea cruzaba su frente y se proyectaba hacia atrás de su nuca, la unión de las piezas que componían su cabeza.
 Descubrí que lloraba, y esto, por su apreciación, fue antes de que deduzca su cráneo de encastre. Sentí vergüenza y recordé un cuento que había leído de joven, cuando cursaba el liceo, y en el que un vendedor de medias apelaba al llanto para estimular la compra a través de la pena.  
-No llores, hermano. –Me tomó del brazo y así me dirigió hasta una puerta de lata que parecía negra, pero al acercarme, entendí verde oscura.
 Me di una ducha caliente como no hacía desde hace ya no se cuánto tiempo, y salí del baño reconfortado. Tuve ropa seca y limpia, sin importar su uso y desgaste. Me senté a una mesa de verdad, simple pequeña y compacta. Él, el extraño hombre de cerebro mecánico, sirvió dos tazones de barro con un guiso que parecía una maravilla en su perfume. Cuando me dio la espalda para descorchar un vino, vi una pequeña radio espica a un costado de su cinturón, por donde se emitía la lejana música, y de ella, como el hilo de una cometa, se extendía un fino cable que se terminaba ocultando bajo su pelo, prácticamente detrás de la oreja del lado donde pendía el artefacto.
 Cenamos y me habló pausadamente:
-No te asustes si no tenés trabajo. No sientas tristeza, hay cosas peores. Mañana, andate hasta lo del cura, decile que vas de mi parte… ¿te animás a poner unos vidrios a unas ventanas? Después, si querés, te venís para acá o si tenés ganas pasá a contarme como te fue. Yo voy a estar en la plaza.
 Después de cenar me desmayé del cansancio.
 El amanecer congelado reducía el aire a puntos de hielo que se aspiraban con dolor. El tipo trajo el mate y me lo ofreció y se sentó junto a mí. Me corrió con la cadera y se cubrió las piernas con parte de la manta.
-Lauro. –Dijo, y su mano enorme y blanca permaneció en el aire esperando hacer contacto con la mía. No dudé y se la apreté con fuerza. Aunque no lo hubiese querido, permanecí mirándolo un rato a los ojos y comprendí que allí estaría mi agradecimiento y la vuelta de un naufragio, el desesperado olvido de la noria y la brisa que me encendían las aves que se escapaban volando hasta desaparecer para mí detrás del monte.
 Salimos en bicicleta los dos, en silencio y acompasando la miseria del paisaje salpicado de ranchos de lata y casas destruidas o a medio hacer, encajonadas entre plantas y lastimadas por el tizne de una visita desesperada y pasajera.
-Vos seguí para el pueblo que yo antes tengo que ir a buscar unas cosas al almacén.
 Sorprendido, en la inercia de la bajada lo vi torcer a la izquierda y gritarme: “¡que te diviertas!”
 Colocaba los vidrios y me desprendía de la desagradable impresión que me había contagiado la tos del cura. Pensé mucho, diría que casi toda aquella fría mañana, en la transparencia de los vidrios y la transparencia de las cosas. Creí establecer un parámetro mediante el cuál era posible definir qué atravesaba qué cosa y cómo la transparencia era su vehiculo o un artilugio para permanecer indemne a su atropello. Me percaté de que desde aquella noche descubría cosas que ya conocía o creía que tenían un significado parecido al que ahora le encontraba, y me era sorprendente notar que por más mínima similitud o distanciamiento, aquel concepto se separaba bruscamente de lo experimentado, y era un nuevo concepto, una identidad escondida como la de los objetos que a fuerza de exhibirse enseñando su mejor ángulo, después asombran cuando aquel oculto se da a conocer.
 Traté de combinar el agua y la arena en una alquimia de juguete, como si de allí brotase la transparencia y se establecieran los poderes capaces de atravesar su esencia, y generar perfumes en una suerte de energía residual, como un desprendimiento secundario de una transformación más importante. Colocaba los vidrios y las uñas me parecieron ventanas por donde me veía como era por dentro. En la longitud de su crecimiento, se escribía lo vivido como si fuese una cinta de grabación, y allí, de algún modo, quedaba registrada la tristeza punzante, la angustia develada en la apatía y ceguera de lo circundante, alegría estallada como un florecer repentino entre arbustos espinados, las tramas y premeditaciones, los deseos posesivos encerrados en pulsaciones y vergüenza. Por un momento pensé en no cortármelas más, y cuando esta  idea absurda se me desvanecía en la mente, la tos del cura atravesó el patio y vino con una taza de café caliente y excesivamente dulce.      
 Dijimos cosas y acordamos para que en la tarde volviese para limpiar las baldosas salpicadas de pintura y recortara mejor la masilla de los vidrios.
 Me despedí y sentí alegría en la niebla que por momentos parecía ganar el espacio y aumentaba mis ganas de ver flotar el avión de mi sobrino.
 No subí a la bicicleta hasta que hubiese sentido que los pies no estaban tan helados, y a pocas pedaleadas estaba en dirección a la plaza del pueblo.
 Me llegaba el grito de los niños saliendo de la escuela al medio día y pensé en lo hermosas que son sus manos, pensé en su similitud con los gorriones y creí que contenían un mismo lenguaje desprovisto de reglas para su expresión, pero absolutamente fiables en su contenido. Recordé lo angustioso que es para un bebé el momento en que le cortan las uñitas (lo recuerdo en mi sobrino), y si hubiese transparencia acorde a la imaginada, entonces llorarían por aquellos recuerdos que le estaban quitando de aquel momento, momento que olvidamos y queda disuelto en la memoria.
 Pero también la transparencia me llevó a mirar por aquel vidrio sucio de materiales y cal y descubrir a este amigo de cerebro metálico.
 Recordé su mirada y cuando desemboqué en la plaza, lo reconocí entre la gente con bolsas de la feria, los niños y los perros. Mostraba sus aviones absurdos y en ellos algunas personas parecían fijar su atención. Parecían volar pese a lo rígido de su estructura y espesos colores que harían gran resistencia al aire.
 El tráfico pueblerino me hizo parar y noté que estando a la sombra, el viento se volvía helado y seguramente mucho más frío que en la plaza. Y fue gracias a ese momento de quietud y la brisa fresca, que noté mi rostro húmedo y comprendí que las lágrimas habían llegado para quedarse.

RV 2016. 



viernes, 26 de febrero de 2016


Retractos # 15: “Capitán Ladrillo Sosa”

 ¿Qué comentario podría hacerse que contuviese la esencia del Capitán Ladrillo? ¿Sería digno mencionar algún estado primitivo del hombre o comparar otra especie a su condición de subdesarrollo mental?
 No, sería obviar el eterno conflicto que acarrea la toma de decisiones desde un puesto de poder, sus consecuencias, sus derivaciones insospechadas y desafortunados lazos con acontecimientos paralelos.
 El Capitán Ladrillo Sosa, operativo hasta bien entrados los sesenta años, fue una pieza insustituible en el aparato de represión y control de la sociedad: sus bochornosos excesos los purgaba volviendo a la calle como patrulla en barrios impenetrables, comandando la guardia de ingreso a lugares públicos y visitados por primates analfabetos como los estadios de fútbol, o dirigiendo el tránsito en un cruce polvoriento de una carretera rural, entre pesados camiones y maquinaria agrícola en desplazamiento hacia su lugar de trabajo.
 Como se decía, su estupidez brutal ocasionó graves daños a la comunidad. Y dentro del despilfarro de violencia descontrolada, tuvo aciertos de los que el mismo comandante y alcalde de la ciudad, al mencionar, sumían en la ironía y fastidio cualquier conclusión sobre el temperamental y cavernícola esbirro, a la hora de elogiar.
 La furia de sus acciones comprendidas en un código de trogloditas escalafonados, impartía revisiones acerca de cómo y cuándo estuvo bien la apaleada o fueron excesivos los siete cargadores de 9mm. Sosa, bilingüe (hablaba una aproximado lenguaje humano y un suelto dialecto de chimpancé), argumentaba con afirmaciones que salían de su boca como el eco de una boca de tormenta después de una lluvia formidable, donde las aguas se acomodaban a los vericuetos de los desagües como reses que atraviesan los corredores de un matadero.
 Sus acciones eran bien conocidas por todos en la ciudad, no llegándose a entender si lo eran por lo arriesgadas o por lo torpes. Durante uno de los Carnavales de las Desgracias, dejó atravesado un ómnibus en la vía férrea tras haber ahogado el motor con un cambio alto, de poca fuerza. Durante el período que su músculo cerebral buscaba una idea capaz de ayudarle a superar aquel problema, sintió una fuerte necesidad de orinar y la locomotora se llevó al vehículo con 23 colegas mientras fijaba su atención en un hormiguero al que inundaba con su orina.
-Sentí unruialata, sentí. –Dijo al comisario de la seccional.
 También disparó sobre gente inocente a la que confundió con atracadores de bancos. En la balacera, mató a un transeúnte y dejó severamente dañados a tres más, pero en la acción desmedida, una de sus balas impactó en el pecho de un buscado narcotraficante (el # 2, requerido internacionalmente), que tomaba un helado a dos cuadras del foco de fuego. Su fallecimiento se constató en el acto, y así también, para asombro de todos, su identidad.
 Dejó desprovisto de varias piezas dentales al un suboficial de otro destacamento, en un almuerzo de camaradería; su silla no soportó el peso de su masa cuando una tenebrosa contracción muscular (producto de un eructo dantesco), le sacudió venciendo el mueble y en la caída escapándosele un tiro que dio de lleno en la mandíbula de su desgraciado colega.
 Abrió fuego sobre un rehén confundiéndolo con su secuestrador. El desgraciado perdió una oreja y el delincuente, el verdadero, huyó despavorida frente a tamaña brutalidad y fue envestido por un taxi, pereciendo en el lugar mientras el Capitán Ladrillo le ponía las esposas: “notehagás el loco”, le decía en el operativo, sin reparar que la mitad del cuerpo del criminal yacía bajo el eje delantero del automóvil.
 Numerosas cicatrices le despuntaban sobre el cuerpo, lo único lamentable, era que todas fueron consecuencia de accidentes hogareños: atragantamiento con un chinchulín hirviendo (a su deforme cuello, una textura escamosa corroboraba el infernal trance); falta de dos dedos del pie derecho (se le escapó un disparo cuando, en el momento que pretendía apuntar al blanco en el polígono, se le ocurrió descargar un fétido gas, su cerebro no estuvo nunca preparado para llevar a cabo dos acciones al mismo tiempo); pérdida del labio superior e incisivos superiores (le detonó un calefón en la cara al instalarlo mal y manipular elementos que desconocía con el suscitado resultado); extracción de un riñón debido a la detonación de un fuego artificial que portaba en una cartera, a la altura correspondiente y después de estar arrimado al fuego de una parrilla).
Estas son algunas de sus hazañas, que, a la hora de intentar explicar el motivo de cada grosera cicatriz, maquillaba en contradictorias historias de arrebatos, persecuciones y tiroteos, todos él solo contra la delincuencia drogadicta.
 Tal vez la mancha más corrompida de su historial sea la de haber matado a su primo “jugando a Tarzán”. Esto ocurrió antes de entrar a la policía, y era el corolario de terribles barbaridades desparramadas entre lo que iba de su infancia a lo que fue su adolescencia. (Se excluyen atrocidades con cachorros y animales de la calle.) Pero durante unas vacaciones de verano en casa de sus tíos, colgándose de árboles con gruesas cuerdas, el joven Ladrillo pretendió atrapar en el aire a su primo, que aferrado a otra cuerda y en sentido contrario, jamás imaginó semejante canibalada. El impacto, seco y de sonoridad gruesa, hizo caer a los dos en aparatoso desparramo. Una vez abajo, constatada la muerte de su primo, el semihumano de  Ladrillo escapó al extremo más alto del árbol, y tuvo que ser bajado por un equipo de bomberos, cuatro días después, absolutamente deshidratado.
 Pero las vueltas de la vida conciliadas con sus brutales acciones que escapan en inerte corrida hacia el olvido, tomaron carrera con el tiempo, y cargando él con cada nefasta actitud como una bestia sin memoria, lo tomó de sorpresa y le volcó aquella carga defectuosa y el patetismo servicial de su existencia.
 Durante un operativo, el Capitán Ladrillo tuvo la excelente idea de esconderse a la espera de ciertos delincuentes quienes se concentrarían en la azotea del edificio de un prestigioso canal de televisión. Encontró adecuado un tanque vacío de agua, donde se introdujo con torpeza y poca precaución, sin tampoco comunicar a sus subalternos. Sobre el mismo, los delincuentes colocaron un pesado radar y sistema de comunicaciones que haría interferencia con las señal del canal, y de ese modo, intervendrían en su programación de forma grosera y difamatoria. Tan bien camuflada estaba la estación, que pasó desapercibida al considerarse por todos parte de aquel tanque abandonado. Meses después, una vez pasada la intervención del canal que lo llevó a la ruina y posterior cierre, los nuevos dueños del edificio creyeron oportuno hacer algunos cambios en el inmueble, y dentro de estos, se encontraba una mejora en la instalación sanitaria. Para ese entonces los miembros de la organización delictiva ya habían retirado el sistema de interferencia, y nunca abrieron el depósito de agua.
 Entonces, tiempo después, cuando fue activado un pase de agua para llenarlo la sorpresa invadió al vecindario con el pasmoso y macabro hallazgo: inflado como un bidón, grotescamente carcomido por mordidas de ratas y con las secuelas de una feroz sed, el cadáver del Capitán Ladrillo Sosa, fue retirado como un budín de su molde, y bajado con una grúa desde la fachada debido al terrible peso que había ganado con el agua inyectada.
 Nunca se supo cómo su ausencia no motivó a la misma Policía a implementar un sistema de rastreo y búsqueda del colega, más si se constató que, su desaparición, fue objeto de débiles comentarios que pasada la semana no eran más que un extraño suceso rayano en el fantasioso guión de un caprichoso sueño, apenas constatado por algunos allegados, y un rumor funesto para otros dependientes de la seccional.
 Entonces tendría uno que aproximarse en la lejanía a los discursos de supuesto elogio del Comandante de Policía, cuando en el derrotero de bestialidades y calamidades urbanas el Capitán Ladrillo terminaba, involuntariamente, cumpliendo con importantes órdenes de captura. En aquellos discursos, donde se corroboraba la captura o eliminación de una amenaza a la sociedad, jamás quedaba en claro si la misma se debía al proceder efectivo de la autoridad, o, paradójicamente, al mismo azar desencadenado de hechos irracionalmente violentos que terminaba decantando hasta frenarse allí, donde los actos arbitrarios, acorralados, ya no tenían capacidad de movimiento, y se confundían con la acción delictiva.

RV 2016





  

martes, 23 de febrero de 2016


Retractos # 14: “Edén Ciempiés

Cuando se dio el escandaloso caso de “Godofredo”, en el que el abogado Edén Ciempiés defendió al poderoso Piter Maustin, después del violento desenlace que mantuvo al Municipio de Bourart al borde del caos total, no volvió a sentirse hablar del famoso profesional.
 Mantuvo un perfil bajo y fue desquiciado su intento por hacer creer a todos que sufría una terrible enfermedad. Su patología, estaba concentrada en la venganza que pergeñó durante trece años. En ella, se retorcerían en el fuego de la deshonra (pues no habría posibilidad de condena en calabozo), el Intendente de Bourart y el mismo comandante de la policía de la ciudad, el Coronel Lukanor.
 Las pruebas que los delatarían fueron preparadas exhaustivamente junto a su ayudante, el abogado Fritz Bamenthal, un pusilánime aprovechador de ofertas ganadas a gente en banca rota, y a la que le quitaba propiedades con beneficios mediante exoneración de multas e impuestos (aquí su sintonía con el Intendente), y el pago de una suma que se equilibraba entre la burla y la estafa.
 Cuando el caso Godofredo fue archivado, Edén Ciempiés había sido acusado de complicidad y encubrimiento con Maustin, cargos de los que se deshizo con brillante exposición de argumentos que no dieron lugar a objeción alguna.
 Para ese entonces, su colega Fritz se encontraba absolutamente comprometido en estafas que, a no ser porque implicaban al Intendente, hubiese derivado en su prisión sin la más mínima posibilidad de apelación. Los diarios de la época tomaban con gracia el bochornoso proceso, y uno de ellos, el semanario “La Pasta”, titulaba ese mismo día en que era absuelto por falta de pruebas el miserable Fritz: “si Bamenthal apela, el Estado empala”.
 Pero el patético personaje no tuvo la suerte de ver cumplida la venganza de su jefe, que tanto no le hacía mella puesto que para él el Intendente era alguien a quien no convenía investigar por estar él mismo involucrado en sus chanchullos.
 Por otro lado, sus propiedades y bienes no fueron tocados, hasta que surgió una pesada demanda por evasión de impuestos contra varios profesionales que falsificaron timbres y documentos, y entre los cuales, en primera fila, se encontraba Fritz como acusado. Murió de un infarto al leer la noticia que lo arruinaba contundentemente y sin salvación, porque le faltaba pedir ayuda al diablo, únicamente. Su cuerpo tardó en ser sepultado, pues pereció en la misma estación de trenes de Bourart, y dada su postura rigor mortis de enfrascamiento en la lectura, nunca le fue exigido el billete y así llegó a la otra punta de la isla, después de dos días y medio de “lectura entusiasta”.
 Pero Edén reunió pruebas suficientes para demostrar que el intendente y el comisario Lukanor (por entonces Sargento), habían conspirado contra el millonario Piter Maustin no por ser una amenaza en las elecciones municipales con su postulación, sino por una cuestión pasional: un grotesco triángulo amoroso Intendente-Piter-Lukanor, con Godofredo como amante de Piter que desestabilizó la relación y la volvió tan violenta como para generar el desenlace ya sabido.
 Nada de esto era cierto, pero mediante documentos y cartas que Edén le pedía a Fritz (pues este accedía al despacho y a veces al escritorio de Intendente), armó una confabulación que, siempre con ciertas sutilezas, dejaba al desnudo una feroz homosexualidad secreta de el Intendente y el super macho Sargento Lukanor.
 En medio de una terrible e incansable persecución de la prensa y exposición a los medios, ambos jerarcas quedaron frente a la población como dos fervorosos gays inescrupulosos y corrompidos hasta la medula.
 El diario Mambrú publicaba en su portada: “Jefe Municipal y Policial acuerdan un desafío conjunto: en trámites hacer la cola apoyados con el bastón seguro de la milicada”.
 Así entonces pasó a retiro el abogado Edén Ciempiés, basándose en pruebas que ordenó de modo de arrojar a la población acerca de qué clase de individuos hipócritas les gobernaba.
 Lukanor se suicidó al año, y el intendente pasó al anonimato más anónimo que el del mismo Edén.
 Pero Edén no quiso figurar ni resurgir de su sombría escondite, no sea cosa que, a fuerza de indagar y revisar expedientes, se encuentre uno con la contradictoria comprobación de que el abogado contribuía a la financiación de las diferentes campañas políticas del Intendente, y lo que sería peor, que aceptó defender a Piter Maustin porque deseaba desesperadamente recuperar el amor y afecto de quien hasta hacía poco había sido su pareja incondicional, el intrépido Godofredo.

RV 2016.   


domingo, 14 de febrero de 2016


Retractos # 13: “Polanko”

 Cuando el tren desapareció en el horizonte espeso de bruma y cepillado por los árboles que, junto al río cortaban en dos la colina, Polanko se introdujo como una lagartija en la oficina de la estación y pidió el teléfono. Permaneció de pie y con la espalda tirada hacia atrás, con la postura de bastón que lo caracterizaba.
-¿Hola, podría hablar con el señor Bonus? –Esperó unos minutos, tan inexpresivo que era confusa su atención al silencio o a un supuesto discurso.
-¿Señor Bonus? Polanko de la Perfidias Traslados S.A. –Del otro lado, parecía que el sr. Bonus hiciese referencia a la famosa compañía, y Polanko, sonriente, movía la cabeza como si ya supiese de antemano lo que el otro decía, y en la sonrisa se entendían los elogios.
-Sepa, estimado amigo, que nuestra empresa hace tiempo le anda buscando, y yo, como director comercial del sector Este, dije en la última reunión empresarial: “que no me entere que durante esta semana alguno de ustedes no se comunicó con el Sr. Thomas Bonus, que se haya dejado estar argumentando falta de tiempo cuando está entre los más codiciados comerciantes de la región”. Se asustaron, ¡, !, porque le tienen mucho respeto, entonces el jefe me dijo: “Polanko, hágase usted del tiempo suficiente para llamarle, puesto que para la compañía sería un verdadero logro el transportar su mercadería”. –Polanko, escuchaba ahora lo que el famoso comerciante Bonus le decía, e inclinándose aún más hacia atrás, reía con la boca abierta y en silencio, dejando escapar un silbido casi imperceptible, pero que al llegar a los oídos, generaba en sus escuchas la fuerte conclusión: “¡es su risa, así se ríe!”
-Tendrá ya a su disposición la flota de camiones que desee, y ajustada a las necesidades y requerimientos de cada transporte con solo llamarme al 0778 311 111.
 Reiteró la tenebrosa postura de la cobra que se inclina hacia atrás para lanzarse a la mordida mortífera, despejando con el aliento las dudas de su extraña risa y cerrando todo lo relativo a las características de su inquietante personalidad.
 Colgó el teléfono y lo pasó bajo la ventanilla de la recepción de la oficina. Algo le dijo el hombre de uniforme azul que estaba detrás de los cristales mugrientos y Polanko se inclinó en fantasmal risa. Se encendió un cigarrillo, y para ese momento, el empleado que le había alcanzado el teléfono se arrimó a la ventanilla y a través del círculo recortado del vidrio, le dijo con palabras turbias que hacían un esfuerzo por filtrase entre sus bigotes grises:
-Mándele su tarjeta en primera clase, que capaz que el hombre se aviva y le manda mercadería por tren para que después la reparta en camión.
 Del chiste prosiguió su carcajada embalsamada hasta salir de la estación, siempre inclinado hacia atrás como si las piernas, cortas en demasía, fuesen más rápidas que el resto del cuerpo y lo aventajaran en varios pasos por delante.
 Sorteó el incómodo pasaje por sobre los durmientes y las piedras resecas, trepando con asombrosa agilidad la baranda que frenaba a los mamados de una caída aparatosa y terrible sobre las vías férreas. Entró en el derrumbado bar que estaba frente a la estación.
 Allí también pidió el teléfono, al mismo tiempo que con un movimiento perezoso de la mano reafirmó la costumbre por un beberaje oscuro y en baso chico.
-Luís… ¿Está la Gladis?... ¿Salió…? Llamo en veinte. –Colgó, devolvió con igual formalidad el aparato y se mandó de un golpe el líquido meloso que contenía el vidrio. Sin pedirlo siquiera, le sirvieron otro igual y ya se desprendía del cigarro acabado cuando de su saco retiraba el paquete y el Zippo.
-Hoy, a eso del medio día, cuando parecía que la cosa era para siesta, apareció el dueño del camión rojo.  -Le dijo casi en secreto  un negro enorme, dueño del Bar. Polanko lo miró y quedó como congelado. El otro tipo, al que el mostrador le llegaba al ombligo continuó secando jarras de cerveza, que acomodaba a un costado.
-¿Qué te dijo?
-Nada, que si querés moverlo va necesitar arreglar el radiador y poner un par de cubiertas nuevas. Que va a andar por acá a eso de las 23 porque hay payada, ¿sabías?
-No, pero ahora sí, y vos sabés bien que soy loco por la payada.
 Salió nuevamente a la terraza de tablones que desembocaba en las vías, se volvió como de un salto y se acercó al mostrador.
-Si por una de esas lo ves antes, decile que lleve el camión a lo de Fabio y que ya encare esos arreglos de los que te habló, ni más ni menos. Que yo después arreglo con el mecánico, y que le diga que va de mi parte.
 Ahora si salió afuera y encontró las sombras más chorreadas que antes, y en un rápido vistazo que lanzó a su derecha, entre el humo del cigarro recién encendido, vio la forma geométrica y contundente del Mack. El rojo intenso resaltaba entre las plantas y bajo la sombra de un enorme sauce llorón, vibraba y parecía ponerse en movimiento solo, como poseído por un espíritu de engranajes negros por el hollín.
 Cruzó a la estación y nuevamente maldijo el pasaje por sobre la vía y el brinco que requería para trepar al andén.
 Dentro de la estación, luego de esperar algunos minutos (pues no encontraba oportuno hacer sonar la campanilla para pedir prestado el teléfono e incomodar a su amigo que desaparecía de su puesto vaya a saber uno debido a qué), hizo sonar los nudillos en el vidrio y en un rápido gesto en el que su mano adoptaba forma de tubo telefónico a la altura de la cabeza, dio a entender lo que necesitaba. El otro se lo arrimó y se sumió en la geometría que las carreras de turf  le imponían al periódico.
-Buenas tardes, ¿sería usted tan gentil de comunicarme con el señor Bonus? –Permaneció un instante en silencio, y luego disparó:
-De parte de Polanko, de la Perfidias Traslados S.A., dígale que tengo a su exclusiva disposición camiones de hasta siete toneladas que le serán de formidable utilidad debido al espacio de carga y que le evitará varios traslados reuniendo en pocos viajes la entrega total de su mercadería… sí, él tiene mi número y es importante le trasmita el mensaje porque de esto hablamos hace un par de horas y quedé en ponerle al tanto del servicio.
Gracias, que tenga usted un buen día.
 Pasó el teléfono por debajo de la ventanilla y movió el brazo en clara alusión que decía “vamos a tomar una”. El señor de bigotes le señaló el reloj, antiguo y tan polvoriento como todo allí dentro, y subió el pulgar en claro “luego voy para ahí”.
 Nuevamente el ágil Polanko atravesó aquel pasaje para bestias de otra escala, a escasos metros de la llegada de un tren de carga, conociendo los tiempos con absoluta solides metálica.
 Dentro del Bar, más vacío que antes porque a esa hora el paisano que se adentraba era por cigarros o para tomar algo rápidamente, se volvió hacia el negro jefe, que acomodaba unas bombitas de colores que corrían a los lados de las descascaradas paredes. Sus manos, tan grandes pero delicadas en cada movimiento al saber medir la bebida sin excederse ni tacanear, manipulaban las lamparitas rojas lentamente como si se tratase de pequeñas cerezas a las que pendía de un hilo.
-¡Qué día! –Dejó escapar Polanko, después de tamborilear en el mostrador. –Negro, me pasás el teléfono.
 El otro se lo alcanzó con pereza, se dio media vuelta y permaneció mirando el decorado con los brazos en jarra. Polanko marcó el número y esperó. Mientras esperaba, sacó del bolsillo una caja de cigarros muy largos y extremadamente finos, de color ocre con una cintilla roja  muy cercana a la boquilla.
-Tomá, esto es para vos. Me olvidé de dártelos ayer, si seré distraído. Si te gustan, me avisás y te traigo los que quieras. –Después de marcar nuevamente el número, con el cigarro a un costado de la cara que le obligaba a una mueca similar a la que hacen los simios con los labios manteniendo los dientes juntos, se sacó del mismo bolsillo, entre movimientos que parecían demasiado exigidos para tal empresa, una cajita dorada con delicada ornamentación blanca que parecían perlas juntas formando dibujos.
-Esto también es para vos, porque cuando se lo regales a la patrona, vas a quedar como un duque.
 El negro, que tenía uno de los diminutos cigarros que parecía un spaghetti seco entre sus dedos, inclinó la cabeza hacia atrás y acomodó frente a su cara el objeto brillante, hasta hacer foco en él. Después, como si hubiese descifrado un mensaje secreto, mostró silenciosa una sonrisa enorme, con dientes tan parejos y blancos que sería lógico pensar que era falsa.
-¿Hola, Gladis? En el Bar de la estación… sí, ¿podés?... bien, bien… te espero, muñeca.
 Polanko colgó con suavidad y mantuvo la mirada en el aparato, como si allí se encontrase la conversación que sedujo a Gladis, y en los silencios y pausas de la conversación, se acorralaran en el aparato intimidades.
-Mirá. –Le dijo el dueño del Bar, más señalando con el mentón que con las palabras. Polanko observó la cara brillosa del negro, de edad indefinida y de envidiable físico que en el brillo y lisura de la piel hacían más engañosa la edad.
 Polanko miró hacia fuera y rápidamente salió con paso decidido. Bajo el sauce llorón, el pesado Mack se movía. Hizo un gesto y recibió un juego de luces. Luego, haciendo una lenta parábola que empezaba sobre su cabeza y bajaba hasta su flanco derecho, con el brazo extendido, dio a entender al dueño del camión que lo lleve al taller. El otro hizo sonar la bocina y en el humo negro que sacudió las hojas del sauce se comprendió también que para ese lugar iba.
 Polanko entró más calmo al Bar y cuando llegó al mostrador tenía su pequeño vaso oscuro servido. Sonrió al negro que aspiraba el extraño cigarro. Luego, al acodarse al mostrador sintió la cara húmeda por el sudor de tanta vuelta, y pensó, mientras se aproximaba el circulo de alcohol contenido en el vidrio, por qué a veces hablar tanto dice tan poco y por qué a veces con simples gesticulaciones se entiende todo.  

RV 2016   

  

martes, 9 de febrero de 2016

Retractos # 12: “Peter”

 A medida que cada uno de los delegados y cuadros  asumió los diferentes cargos en los poderes del Estado, desbordados los días de actividades protocolares y decisiones absolutamente arbitrarias y de una prepotencia tan violenta que se empañó las calles de críticas e indignación, Peter movió sus piezas con sutileza y sumisión.
 Alcanzó un nivel de meticulosa traslación de ideas y volcó su odio con perversión de humo que antecede a las llamas. En contraste, el gobierno, su gobierno, arrebataba derechos y sersenaba cualquier posibilidad de queja o rechazo. El brutal peso del poder en manos de salvajes se volvió un fierro caliente, difícil de sostener,  y en la envestida reventaban ellos mismos como olas barriendo restos de un naufragio contra las rocas, empeñados en hacer desaparecer los trozos de madera que seguía flotando entre la espuma del mar convulsionado.
 Se hizo fértil la posibilidad de cosechar odio marginal y segregación sin límites, y aquí empezaron a confundirse las posturas y no fueron pocos los finales con sesiones a golpes de puño.  
 Peter manejó y proyectó sus aberrantes ideas aprovechando la orgía de terror y desprecio con que sus allegados trataban a la gente.
 Introdujo numerosos decretos que acorralaron al sentido común y plasmaron sin disimulo las fétidas pretensiones de la camarilla depravada.
 Se expulsó de lugares de trabajo y privó de elementales derechos sociales a gente de “piel rara” y creencias fuera del abanico racional impuesto por el Ministerio de Culto,  pensadores independientes, críticos al régimen y perezosos seguidores.
 Estallaron revueltas y el brote de epidemias generadas por lluvias copiosas volvió a la ciudad un infierno. Comenzaron las ejecuciones masivas.
 La plana del gobierno se instaló, fuertemente escoltada por el ejército, en una colina a trescientos metros de altura del nivel del mar, dentro de la ciudad, pero inmersa en el centro de uno de los peores cantegriles.
 Peter, entregado a justificar cada una de sus ideas y apuntalar decisiones que terminaban con la vida de miles de compatriotas, estrechó las cualidades que justifiquen la supervivencia, incluso dentro de la fortaleza, y entre los miembros del régimen que poco a poco, y a velocidad exponencial, se venía a pique. Se imprimió un folleto con aquellas prerrogativas concedidas a algunos acusados y se exacerbó el control sobre otras capacidades en descrédito. Se ejecutaron a más de ciento noventa miembros del gobierno. Sus cuerpos y pertenencias, se arrojaron desde las pequeñas ventanas de los muros planos y desteñidos de la gran construcción que albergaba a los selectos. Sus cuerpos caían sobre las ruinas de viviendas y vehículos de lo que otrora era una precaria ciudad, ahora, desvastado laberinto.
 Reunidos los últimos ciento veintiún  integrantes de lo que sobrevivió de la plana mayor del gobierno, en un ochenta por ciento militares, se pretendió eliminar a ese número uno que desnivelaba el caprichoso requisito que permitía tripular la nave de escape.
  Concluidos los preparativos que demandaron un esfuerzo titánico en medio del caos y constantes revueltas internas y agresiones externas, se pasó a la etapa de abordaje y, como lo imponía el reglamento, eliminación del integrante de sobra.
 Peter acarició, por fin, el seductor deseo de eliminar a uno de los tres jerarcas que sobre él proyectaban una discreta sombra, y por los que se había convencido hacer todo tipo de artilugio para barrer bajo la alfombra.
 Tomó la palabra Mádfil, el médico que tanta devoción siempre expresó a cada estrategia e idea suya.
-Señores, la hora ha llegado. Debemos dejar este paraje infecto y derruido y establecimos que sería ahora, en veinte minutos, a la hora señalada que supera en quince la del “elemento prescindible”. Considero que este individuo debe ser la pieza descartable que nada pueda aportar, sea por ineptitud, sea por estar colmadas sus capacidades y en declive de su vida.
 En ese momento, por la pequeña ventana del ala sur de la gran sala, eran arrojadas las pertenencias del desdichado. Peter sonrió, y esperó sentir el nombre del sentenciado, apostando a que, de no ser alguno de los deseados, igualmente encontraría motivos de beneplácito.
 -Por agotamiento intelectual y absoluta s insuficiencias físicas que le eximen de labores mínimos, Peter, es el pasajero 121, el que no viajará, el que será arrojado al abismo de la ciudad en llamas.
 De inmediato, pese a las convulsiones y gritos que le ganaron, Peter fue apresado por los dos colegas que se encontraban inmediatamente a su lado, se le amarró a la cintura un cable de acero que se unía a un carretel, y se le incorporó un casco que portaba una cámara blindada, que registraría sus pasos en el mundo bajo.
 Todo había sido tramado y él lo ignoró. Una dramática afonía le ganó la garganta y sus quejas apenas eran un llanto desflecado por un viento invisible y ajeno a los demás. Todos se pusieron en movimiento, unos activaban las más de dos mil detonaciones que debían producirse al unísono una vez que el populacho ganara la fortaleza, otros liberaban los pasillos por donde abordarían la nave, y un último grupo, encendía los sistemas de navegación, control de vuelo y planta motriz de la nave, antes de llegar a ella.
 Peter descendió en grotescos movimientos que denotaban la desesperación articulada en su cuerpo. Un fuerte as de luz le siguió proyectando su sombra como la de una pequeña araña bajando en su tela. Se amontonó la masa abajo y se desbloquearon las puertas de ingreso a la construcción. 
 Una brutal vibración disparó a la nave que en pocos minutos atravesaba las nubes rojas e intensas que cubrían a la ciudad en ruinas, haciendo apenas visible su trayectoria por las toberas incandescentes.
 Peter descendió y de inmediato fue acorralado por manos que lo deseaban desesperadamente. Hubo consenso y, a pesar de las horrendas mutilaciones, fue conducido vivo donde lo esperaba una enorme asamblea ciudadana. Daría inicio su juicio.
 En la nave que había ganado la altura y escapaba lejos y misteriosamente, todos se aprestaron a ver en directo, desde diferentes posiciones del enorme aparato volador, lo que acontecía con Peter.
 Hubo un silencio ni bien la cámara enfocó a la multitud, puesto que había permanecido durante horas enfocando la ropa desgarrada y ensangrentada de Peter: había recuperado el sentido.
 Se escuchó una voz que llamaba al silencio y se volvió cada eco audible y claro: “¡Se juzgara al ciudadano Peter por formar parte de la cúpula de déspotas que traicionó a su pueblo y lo sumió a las desgracias más crueles!”
 Trascurrieron varios minutos, y en medio de aquel instante de suspenso que tensionaba a cada uno de quienes lo apreciaba en directo, el doctor Mádfil se instaló en una butaca. Estaba tremendamente poseído por las imágenes que veía y que eran, en definitiva, por las que optaba Peter al mover la cabeza. Se veía emocionado, le corrían lágrimas que se confundían con la grasitud de la piel y cuando escuchó por parte del mismo individuo que había hablado al principio que el juicio comenzaba, se estremeció en el asiento, mientras comentaba en voz alta: “¡Silencio, colegas, que asistiremos a un hecho histórico, al juicio de un criminal despiadado como jamás existió en esta tierra!”

RV 2016 


  

domingo, 7 de febrero de 2016


Retractos # 11: “Manuel, amigo de Géminis”

 Una vez presentado el presupuesto al municipio de Bourart, sección Obras, una vez introducido el voluminoso expediente dentro del armario y pasadas las llaves ocultando el llamativo color amarillo de sus tapas, el arquitecto permaneció de pie, como una guardia de honor y tapando el mueble de lata.
¿En qué bolsillo guardó las llaves? Sus manos descansan en ellos, y una, imperceptibles las protuberancias a través de la tela, contiene las piezas metálicas de excesivo brillo.
 -No estoy en condiciones de anticipar nada, pero podría decirse que el tele esférico   deberá elogiar a la ciudad, su estructura tendrá gracia con la planta urbana de sus inmediaciones, especialmente con la histórica Plaza Calabozo, pero será un guiño al transeúnte que la descubra, para que se suba y lo lleve hasta la gran Catedral Dálmata.
  Fueron palabras agrias, dentro del favorable panorama que se planteaba frente al delegado de la empresa constructora, sin embargo ese “deberá”, dicho por el arquitecto, auguraba una actividad segura.
 ¿Sería cuestión de tiempo? Las especulaciones y decisiones municipales siempre fueron un secreto inexpugnable, que supo darle humildad a sus representantes, contundencia a sus obras y desapercibido cuestionamiento a sus presupuestos.
 Manuel Delage, el arquitecto de la intendencia, quien poseía cierta adversidad a los ingenieros, presentó el proyecto 0334 en el despacho del jefe de obras y posteriormente, junta a él, se internaron en la oficina del Intendente, quien se encontraba abrumado de expedientes sobre sus mesas de trabajo.
-¿Ahora me vienen con esto? –Les habló con repudio.
-La licitación cierra pasado mañana y hasta el momento son dos las empresas que se presentaron. –Le objetó el arquitecto, sin hacer caso al tono violento del jerarca.
 El Intendente, se alejó hacia la mesa que aún conservaba un espacio libre, y que estaba alejada del ingreso a la inmensa sala, y donde el sol marcaba un fuerte rectángulo de luz en la alfombra opaca. Durante el trayecto, se movió con lentitud, y no dejó de frotarse la frente con una de sus manos; la cabeza hacia abajo.
-Qué cagada. –Dijo el Intendente, apenas se volteó a sus subordinados que le habían seguido a distancia.
-Qué fortuna, -acotó el arquitecto, -de este modo la elección será más simple desde todo punto de vista. Será fácil justificar una decisión y más aceptable la frustración para el perdedor.
-¿Qué saben de las propuestas?
-La empresa Géminis es la que mejor se adecua a nuestras exigencias. El precio es similar, y los tiempos parecen mucho más elásticos… osea, razonables.
-¿Cuál es la otra empresa?
-Cuming S.A., la del ingeniero Tancrerman.
-Suficiente, dale la obra a Géminis… ¿Le parece correcto? –Agregó el Intendente hacia el ingeniero jefe de obra, Sánchez Blanco.
-No hay problema. Acotó inexpresivo.
 La carpeta amarilla, gorda y geométrica quedó sobre el escritorio del jerarca municipal, sin embargo esto fue algo que el mismo intendente denostó cuando los dos hombres se retiraban del despacho.
-¿Y esto queda acá? ¿Qué creen que voy a hacer con esta cosa entre medio del papelerío que tengo por ver todavía?
 El arquitecto en una corrida lo retiró de la mesada y por mientras el intendente decía con voz fuerte: “¡fuera, fuera!”.
 Pero pasada una media hora, no se hizo esperar un llamado desde el despacho del intendente. Exigía la presencia inmediata del arquitecto, no así del jefe de obras.
-Manuel, usted está al tanto de esto. –Le presentó un periódico doblado, donde ganaba el título toda la atención: “Encuentran sin vida al sospechoso del doble atraco al camión de transporte de valores”. Pues sí, fueron dos los camiones, por más que el titulo llame a confusión. En los dos, se transportaba dinero que supuestamente pertenecía a la recaudación de Trans-Line Group, empresa que explotaba los traslados en tele esférico.
-Le aseguro que allí no había un centésimo, esos camiones no llevaban nada, y ese supuesto atracador y su banda, tenían coordenadas falsas, trasmitidas adrede para que los asaltara. –Dijo el jefe, limpiando con una servilleta sus pantalones. Se veía una gran mancha de café sobre el escritorio, entre el desparramo de papeles. El arquitecto permaneció estupefacto, sin dejar de observar el diario que sostenía a veinte centímetros de la cara.
-Llame a ese Douglas, el de la empresa que ganó la licitación y dígale que hasta nuevo aviso, la Intendencia no dará los resultados. Es más, publíquelo en nuestra página, para que se enteren todos.
-Pero, señor… -tartamudeó Manuel, además de utilizar “señor”, algo que llamó poderosamente la atención de su jefe, -usted, no crea que algo tiene que ver con la empresa constructora…
-¿Qué empresa constructora?
-La licitación, no puede demorarse más, dar el resultado no tiene incidencia alguna…
-Escuche, Manuel: la Trans-Line es trucha, la licitación es trucha, y su amigo de la Génesis, es trucho al igual que su empresa…
-Pero no…
-¡Basta! Vienen del tribunal de investigaciones a revisar la documentación de la movida del puto tele esférico… Nos acusan de no cobrar a la Trans-Line el porcentaje de recaudación correspondiente al municipio. Falta dinero en la caja, y sabemos donde está.
-Escuche, el robo a los camiones se quedó con el porcentaje de la explotación de la concesión, es solo cuestión de dar un plazo a la empresa para que se recupere y pague…
-¿Está loco? ¿Quién va a creer algo así? El dinero faltante se fue y no es comparable al que debe la Trans-Line al municipio…
-¡Igualmente es lo que usted va a decir! –El intendente permaneció mirando al arquitecto con ojos de fuego. Seguro, de tenerlo a mano cuando le gritó así, lo hubiese golpeado con el mismo puño que apretaba la servilleta húmeda de café.
-Pedazo de imbécil… -Atino a decir entre los dientes apretados, mientras poco a poco se incorporaba del asiento.
-Usted dirá eso porque es lo único que se puede decir, y será lo que mejor salga, porque de la Génesis nos van a matar, siempre y cuando no marchemos presos por la defraudación.
 No había palabras que pudiesen salir del intendente. Permaneció así, como si tuviese las mandíbulas hechas de acero y le fuese imposible moverlas. Tenso, apoyada una mano en el respaldo del sillón, se mantuvo hamacando levemente la mano donde oprimía el pañuelo mugriento.
-Antes de que esos perros no agarren yo a vos te estrangulo.
-Antes que nada demore la entrada de la comisión, y no diga palabra alguna sobre la licitación.
 Manuel se fue y lo dejó en el fondo de la sala, donde parecía que las ventanas, por donde la luz entraba como fogonazo, eran el abismo mismo por el que se precipitaría.
 Pero esto no ocurrió. Pasada la tempestad, porque el arquitecto vio cómo ingresaron los enviados del ministerio y supo de discusiones terribles que tuvieron que ser apaciguadas con la ingerencia de de gente por ambas partas, todo se torno calmo y silencioso.
Manuel, desde el piso uno de su oficina, vio a la comitiva inquisidora retirarse. Estuvieron un rato fuera, a la sombra de los edificios. Fumaron, alguno se acomodaba el sombrero, y aquellos que no permanecían en la charla, se aprestaban a acarrear enormes expedientes que ingresaban en cuatro o cinco autos de la comitiva. Vio al Ingeniero Sánchez Blanco, a su secretaria y a otras tantas personas más mezcladas. De un bar de la esquina, la simpática gordita secretaria de cultura volvía abriendo un paquete de cigarrillos. Manuel recordó los suyos, y como contagiado a lo que se veía por todas partes como una salida amistosa y sin eventuales complicaciones, se prendió uno él también, y lo aspiró fuertemente.
 Esperó un rato antes de ir por lo del intendente. Su actitud, aunque lo sorprendía un poco por lo violenta y directa, era la actitud que sentía hace mucho tiempo atrás, cuando el mismo intendente le ponía objeciones a los contratos o se negaba a leer los meritos de proveedores y empresas que él mismo le llevaba.
 Pasada la media hora, se apersonó en el despacho del intendente. No golpeó para entrar, además de que la puerta estaba entornada. Dentro, le llamó la atención el orden de muchos de los papeles que hasta hacía un rato eran una suerte de desparramo obsceno. No encontró a l jefe, pero al darse media vuelta, de esas que uno da con desconfianza y en las que el cuerpo anticipa a la cabeza que continúa husmeando en lo profunda del campo visual, como intentando rescatar o develar secretos, encontró sorpresivamente al intendente frente suyo.
 Manuel le sonrió y espero igual actitud del intendente. Viendo que esta no se reflejaba en su rostro, y ni había el menor atisbo de expresar gracia alguna, se aprestó a buscar los cigarros en el fondo del bolsillo de su pantalón. Recordó haberlos dejado sobre el dispensador de agua, pero poco importaba ya que, ahora, la escena se había enturbiado al punto de hacer innecesario todo tipo de vericueto o formalidad ordinaria: aunque se veía la expresión de furia en la cara del intendente, nada hacía suponer que, en el abrir y cerrar de los ojos, una terrible trompada al mentón le sacudiría el cerebro al arquitecto. Retrocedió como pudo, más intentando conservar la distancia al piso y cierta linealidad en el recorrido que en formularse un destino en la traslación. Con la mano dentro del bolsillo, dio contra una mesa, tiró a un costado montaña de papeles, y esperando la ayuda de su jefe para que no se desplome vaya a saber dónde y hacia qué lado, recibió una segunda piña que, a fuerza de estar medio dormido por la salvaje agresión inicial, igualmente tuvo la sensibilidad suficiente para cotejarla con la trompada anterior y comprobar, en lo contundente y ensordecedor, que fue igual o peor. Se desplomó para el lado de la mano atrapada en el bolsillo.
 Luego, sintió voces, sobre todo la de una mujer que parecía alterada y a él le llegaba como latas que se amontonan y chocan entre sí. Luego, la furia del agua mansa y fría en donde la cara estaba cortada y un extraño escozor en el hombro, del lado que cayó.
 Pero después sintió, claramente antes de que sus compañeros lo tomaran de debajo de los brazos para elevarlo lentamente, la voz del intendente con claridad:
-Llévenselo y acompáñenlo por si quiere hacer alguna denuncia. Vos, Esteban, acompañalo a la casa o metelo en un taxi. Que venga mañana a buscar sus cosas.
 Después de eso, ya casi en el lumbral de la puerta, sintió lo que más le dolió de aquella tarde, dirigido a él, y que, lejos de ser un percance a resolver en una charla en un  bar, era su desgracia firmada cual sentencia.
-         Y de tu amigo de Géminis, dejá que me encargo yo.

RV 2016   




martes, 2 de febrero de 2016


Retractos # 10: “Thomas Bonus

 Lo tuve siempre como detrás de una mampara invisible, como si se tratase de una barrera que me impida sentir su asqueroso carraspeo al hablar, el abominable hedor a grasa que despedía en cada movimiento adobado con el humo de un tabaco de dudosa procedencia, y sobre todo, para no descifrar las palabras que combinaba para expresar cosas vergonzosas y terribles.”
 Palabras textuales de Frida Núñez, encargada de reparto de la empresa Núñez Repartos Ltda. Se las veía a diario con el acaudalado Thomas, y puesto que trataba él en persona hasta el último detalle que tuviese dinero en movimiento, su presencia repugnante podía ser enfermiza.
 Así fue que poco a poco, el propietario de Bonus Manufacturas Ltda., el mismo Thomas Bonus, tomó coraje y a fuerza de contemplar a Frida en cada visita a su despacho, pensó que se había acercado al momento trascendental de ampliar significativamente su negocio y, por consiguiente, sus ingresos. Le pidió matrimonio.
 Ella no respondió en el momento, no por su negativa que era contundente y demoledora ante la más mínima insistencia, sino por el brutal olor a asno compungido que le brotó al hombre, y que la mantuvo mareada, expectante de un desenlace de calesita de pesadilla, de fulminante arrebato de violencia salvaje con matices de otra especie y los secretos de su hábitat. Se desmayó.
 Fue su hermano Raimundo que tuvo la fuerte y determinada responsabilidad de aclarar lo sucedido, “que no mal interpretara el hombre que fue cosa de amor contenido y lanzado como agua escapada de un dique, que mi hermana no lo quiere y que su desmayo se debió a agentes externos, condiciones de trabajo estresantes y coloquios conflictivos con mamá que detonaron en la hora menos apropiada”, dijo el espigado muchacho.
 Y aunque Thomas no lo entendió así, y en el cuello negro de una camisa gris que había sido blanca, se vio hincharse el pescuezo para después afinarse como ameba que nada, y que luego, concluido el transe de la decepción, retomar su volumen de morsa.
-Quisiera hablar con la petit Frida, si me hace el bien. –Esbozó entre el humo del habano que prácticamente no se diferenciaba de sus dedos.
 Raimundo le explicó, trató de convencerlo, le habló de estrafalarios desenlaces amorosos e infantiles, manifestó desdén y nostalgia por cosas sucedidas no se sabe dónde ni cuándo, insinuó una despedida y propinole puteada contenida que lo dejaba del otro lado del despacho, en la calle y a la búsqueda de nueva empresa con flota de camiones para repartir sus “manufacturas”.
 -Nunca se supo que manufacturaba, -dijo Raimundo. –Se sabía de cajas con chocolates, lámparas, pañales, encendedores, sandalias, adhesivos plásticos, solventes químicos, perchas, jaulas para pájaros, manteles, ventiladores, peines, escobas, termómetros, prótesis dentales, empanadas, chirimbolos navideños, valijas, municiones de 22mm, lentes para el sol, sembradoras, espanta pájaros portátiles, paracaídas,  membranas asfálticas, antidepresivos y estimulantes energéticos, medias de mujer, sombrillas descartables, y la lista continuaría hasta hacer posible que usted se haya ido y yo, absorto en recordar tanta porquería, me envuelva como un producto más con mis palabras. Todo llevaba un paquete desteñido y de horrible presentación, con el logo de su rostro de hemorroide, y el ofensivo eslogan: “¿Thomas ofertas?, ¡Thomas conciencia!”.
 El hecho era que todo el contrabando incautado era adquirido de forma fraudulenta por Don Bonus, y desprovisto de su envoltura, nuevamente encerrado en nuevo paquete y diseminado por todo el país mediante empresas de reparto. El precio de los productos era verdaderamente bajo, lo que lo hacía no solo accesible, sino agotable.
 Cierto es que poco dinero sacaba por cada artículo, pero dada la cantidad vendida, todos esos vintenes se transformaban en una contundente fortuna.
 Fue entonces que, ante la posibilidad de comprar una flota de camiones en desuso en un remate del ejército, Thomas decidió proponer matrimonio a Frida.
 Ella trató de evitarlo, pero cada dos o tres días, sabía de su presencia cercana, su búsqueda testaruda y parca.
“Se enamoró de mi hermana, creo que fue más que los camiones, se volvió un demente sin escrúpulos que intentó todo tipo de estrategia, hasta su secuestro y mi asesinato, así como la destrucción del galpón donde duermen los vehículos”, -me decía Raimundo, sentado y abriendo los largos brazos en la recepción de la empresa, tan largos que su sombra se proyectaba sobre los escritorios y parecía que al recogerlos barrería con los objetos que estaban sobre ellos.
 Una mañana de sol vidrioso que tímidamente dejaba espacio a la lluvia, inmersos en un calor agobiante, Thomás se presentó en la carretera con su destartalado Ford ’52. Sabía que Frida cubría la ruta Abraxas-Miki Runy-Aparicio Saravia-Abraxas, y se apostó a un lado de la ruta para darle captura a la hembra que lo había enceguecido.
 “Cuando a uno una hembra lo enceguece, -confesaba Raimundo, -se libera de todo peso superfluo y acarrea contra un tifón con tal de tenerla al lado, besarla, protegerla y clavarla como mariposita a un cuadro”.
 Si señor, recuerdo a la gorda Fuljencia que me tuvo a mal traer durante meses. Me consumía una ansiedad de chapotear en su cuerpo de cetáceo perfumado y descubrir entre sus aletas los secretos de un mar cálido y transparente. Supe después que era ella que me buscaba a mí, entonces me encontró, me poseyó y engendramos tres individuos que, por ser calmos y bondadosos, no se escapan de integrar ese opaco ejército de incapaces que demuelen hasta el intento de silbar, de tan poco esfuerzo que agencian. Pernoctado Garrido, Alumbramiento Garrido y Desmorono Garrido, 18, 19 y 4 años, respectivamente. Si bien el chico aún puede mejorar su actuación, ya tiene los vicios adquiridos de sus dos hermanos, y con tales aptitudes, podría darse por perdido antes de entrar en combate. Por otro lado, la Fuljencia es cariñosa y son contadas las oportunidades en las que me ha movido el esqueleto. Tanta energía tiene la gorda, que cuando empieza a repartir cachetada, aprovecha y le da también a los gurises, incluido el monito chico, para ver si: “¡se ponen las pilas, manga de vagos descorazonados!”
 Fuljencia, doscientos sesenta y seis kilos de mujer contenidos en un único paquete. Hacer el amor con ella es explorar un desierto suave y gelatinoso, del que uno se despide con beso en los labios, y aparece, después de intrincadas y por momentos extensas llanuras, detrás de un pie, en la otra punta de cuarto, contra la puerta y el ropero, para ser más preciso.
 Pero Thomas buscaba hembra donde no la había, y Frida era una armadura de tan asexuada y fría que se había vuelto.
 Con la zorra saltarina y respingada por estar bacía, entregada la carga y de vuelta por la ruta anaranjada por el atardecer, Frida lo vio al pasarle al lado, y después, su terror se hizo reflejo al verle detrás de ella por los espejos retrovisores: focos encendidos y acelerada carrera. Fueron kilómetros en los que arriesgó perder toda la adherencia y barrer con fauna y flora a un costado de la carretera, hasta que equilibró sus emociones entre insulto y golpiza. Clavó los frenos. Apagó el motor, estaba decidida a dejar en claro sus argumentos y no se permitiría que ni el ronroneo del camión le haga decir cosas que no pensó. Se calmó, se peinó, se cerró el escote de la camisa, volvió a abrirlo. Se miró al espejo, suspiro, observó el brillo de las caravanas y lo encontró delator de sensualidades. Se las quitó. Aspiró con fuerza por la nariz y borró cualquier rasgo de humanidad de su rostro. Volvió a escotarse la camisa, se miró las uñas y después recordó que tenía que bajar del camión para encarar a aquella criatura desagradable.
 La luz se había vuelto tenue y dominaba el cyan sobre los objetos. Se mantuvo parada con los las piernas levemente separadas. No estaba. Caminó hacia atrás del camión, y solo las diminutas luces de posición del tráiler le escondían el secreto de la ausencia de aquel tipo pesado y pusilánime. Entonces decidió volver a la cabina, contrariada y agotada por energía que siguió de largo sin impactar en nada. Pero un gemido le dijo algo: un gemido que brotaba de una masa de lata retorcida incrustada bajo el último eje. Dentro, entre hierros desordenados y cuartiados de pintura con bordes blancos de masilla, que se levantaban como escamas dejando al desnudo el material con el que estaba hecho el automóvil, un seudo organismo absolutamente depravado e irreconocible le volvió a dejar escapar un suspiro. El mal aliento quedó tapado por la gasolina que bañaba todo alrededor y se filtraba entre las piedrecitas del asfalto para escapar a la banquina.  
-Ella no quería matarlo, pero el tipo se estampó en su ensimismamiento. –Me comentaba Raimundo. Tenía los brazos en jarra y sentado con las piernas abiertas, se traía el cigarrillo a la boca para luego volver a su postura geométrica. Imaginé una grúa operando y ubicando cosas en su sitio. También pensé en las bombas que extraen petróleo y que simulan enormes pájaros que tenazmente escarban en el mismo sitio, como resueltos a una formula que evidencia en su terquedad su trascendencia en el tiempo. Creo que esa fue la búsqueda de Bonus: enlatado cual sardina, persiguiendo obsesivamente su reconocimiento y aprobación, terminó adquiriendo las cualidades de sus manufacturas, pero en una última oferta que lejos de ser una ganga, no tuvo ni el decoro de ser devuelta por estar vencida.

RV 2016