domingo, 23 de diciembre de 2018


Los viajes de Pingusio, capítulo # 07: "No todo lo que brilla..."

-Y si me encuentro acá, en este preciso momento, se debe a una cuestión de coordenadas, solo por eso.
 Pingusio no hacía más que escuchar atentamente al  marino que desde la altura divisó y bajó a conocer. En realidad hacía más de dos horas que aquel extraño hombre le hablaba sin parar, apenas Pingusio tuvo tiempo de saludar y presentarse.
-Y cuando las corrientes antárticas choquen de lleno con aquellas tropicales, entonces no tendrán lugar por donde correr y este desierto será inundado de forma violenta y demoledora.
 El señor hizo una pausa, un poco larga, bajó la mirada y se frotó la barba como desanudando las frases que debía largar y allí se encontraban enredadas. Suspiró como recordando algo y entre los bigotes se deducía una sonrisa.
-Hubo una época en que, con mi socio, pescábamos muy al norte del Pacífico. No le doy coordenadas porque a mí nadie me asegura que usted no sea un inspector naval y me aprese o multe por pesca indebida, ¿me entiende? -Pingusio parpadeó. El tipo continuó.
-A pesar de tormentas atroces y envestidas brutales del mar, a la deriva, espantosamente diezmados y al borde del naufragio, dimos con una pequeña isla que jamás localizamos en ningún mapa. En realidad, despertamos encallados en su costa pedregosa y calma, muy calma... diría que demasiado calma... -Estiró las palabras hasta dejar la cabeza inclinada hacia atrás, mostrando la campanilla a través de su boca abierta. Pingusio rescató el dato de "un tubo oscuro con un freno o rejilla que funcionaría como resumidero o alcantarilla en un desagüe, así es la gente por adentro desde ese lugar".
-Bajamos, mi  Remington nos guiaba con su hocico largo y pulido, por el que despide fuego cual dragón... ¡Ja, ja!  -Pingusio no entendía nada, y no sabía si "Remington" era su amigo, o un tercer tripulante. Pero esto se aclaró.
-Esteban estaba mal herido y rengueaba, pero del terror vivido durante la tempestad de aquella noche, prefirió bajar a tierra y acompañarme unos metros, no estaba dispuesto a permanecer un minuto más sobre el bote. La isla era demasiado pequeña, casi circular, y no superaba los cien metros de diámetro. Pero  lo verdaderamente alarmante era su altura: peñascos rocosos que fácilmente superarían los sesenta o setenta metros de altura, cubiertos de exuberante vegetación y acantilados de vértigo por los que era imposible trepar.
-"Cholo, es un volcán", -me gritó Esteban desde la orilla. Cuando me di vuelta para insultarlo por su estúpido descubrimiento, lo vi arrodillado, estático y con el rostro blanco cual fantasma. Observé en la dirección en la que el miraba hipnotizado, no veía nada. Al rato de escudriñar entra barrancos y planos de piedra salpicados de helechos, vi a lo que Esteban no dejaba de quitarle la vista. Yo también permanecí inmóvil y apoyé la culata del rifle contra la arena, como para apuntalarme del susto.
 Ahora Pingusio estaba tan impresionado por aquella narración, que parecía un accesorio de la verga a la que estaba aferrado.
-Hice foco, -el hombre se tanteo torpemente el pecho como si buscase los binoculares, luego se los llevó imaginariamente a los ojos.
-¡Que me parta un rayo! ¡Corré, flaco, hay que empujar el velero y ponerlo de proa al mar!
 Pingusio comenzó a agitarse de los nervios, y parecía una bomba de agua a la que se le daba leva de forma descontrolada, pues subía y bajaba la cabeza de manera constante, ocasionando igual movimiento con la cola.
-¡Corré, la gran puta! -El tipo se inclinó hacia atrás, dejó escapar una carcajada grosera y se vio la alcantarilla del resumidero a plena luz, -¡ja, ja, ja! -Pingusio no hacía más que agitarse desesperadamente.
-A los treinta o cuarenta metros de altura, un tigre blanco de un tamaño descomunal, que al lado de algunas palmeras parecía un hipopótamo, nos miraba tan fijo y duro que parecía una escultura de arena. Pero arrancó barranca abajo envistiendo el follaje y haciéndose paso entre la maleza como si fuese una enorme roca en caída. El flaco había torcido al "Kalmos" y estaba algo escorado porque la quilla tocaba fondo. Me puse el arma al hombro y empujé como un remolcador. Cuando subía por la popa, el monstruo ese ya era un relámpago por la arena en dirección nuestra. Esteban accionó el arranque y después de un par de intentos se puso el motor en marcha arrastrando arena entre turbulencias, aceleradas y bramidos desde la chimenea. Le apunté en varias ocasiones, y cuando ganábamos velocidad, la bestia estaba a escasos diez metros, levantando oleaje y espuma que parecía una ballena, y enceguecida de furia. El flaco me tomo por el brazo y me hizo bajar el arma, "dejá, ya no nos alcanza". En efecto, nos alejábamos trepando olas y viéndolo desparecer y aparecer entre las aguas agitadas. Transcurrió más de media hora, y si bien estábamos ya a una distancia más que segura, se apreciaba el esfuerzo de aquel animal imponente desafiando al océano para darnos captura.
 Pingusio escuchó toda la narración con euforia y, a pesar del miedo que aún lo atormentaba, ya no le poseía haciéndole hamacar de forma demencial. Comprendió y reafirmó el privilegio de las alas, lo que, sin duda, le hacía una criatura más evolucionada que cualquiera de aquellas que no las tenía, y más aún sobre ese tigre que ni aletas para impulsarse en el agua mediante un vuelo acuático poseía.
-Navegamos millas y millas y sobre el puente, en las noches, fumábamos pipa y bebíamos recordando el percance, y por momentos, por la borrachera, estremeciéndonos con algún reflejo de la luna en el agua que nos plantaba al fiero félido en su portentosa embestida. No volvimos a hablar del tema, Esteban se bajó en un puerto de la costa Californiana y yo seguí rumbo solo, hasta que una noche, al despertarme absolutamente mamado, me encontré acá, con calma chicha y sin agua.

Pingusio dio una veloz mirada al rededor, constatando el paisaje árido y desolado, en el que ni miras de que se vea agua ni en una lluvia esporádica y perdida.
 El Cholo le dio la espalda, se giró y hurgó en el horizonte haciéndose sombra con la mano sobre la visera del gorro. Parecía morder la pipa que ahora notó Pingusio había tenido a un lado del cuerpo, en la mano que no protagonizó la búsqueda del larga vista.
-Y sí... -Dijo llevándose los brazos a la cintura y así, cual ánfora permaneció mirando quizá más allá de las colinas rocosas y rojizas de la lejanía.
 Pingusio dijo "Chau", pero el tipo ni se inmutó, así que a los pocos minutos, estaba volando en dirección al paisaje al que el marinero daba la espalda.
 Recordó una vieja historia, la del "Tigre tesorero", un felino que guardaba un misterioso tesoro en una isla y que asesinaba a todo intruso que se atrevía a bajar en ella. Le pareció que se ajustaba a lo narrado por El Cholo, pero algo no le llegaba a convencer, y voló un largo, muy largo rato pensando en aquella vivencia. Transitó la noche en vuelo, y unas horas antes del amanecer, que acostumbraba a recibir sobre una roca alta, la más alta que encontrase, meditó posado sobre un enorme peñasco, con un leve resplandor anaranjado que se adivinaba del sol.
 Entonces concluyó: no hubo tempestad, no tuvieron contacto con ninguna isla; ese tipo, si es marinero, no puede ignorar la historia del Tigre tesorero; nunca navegó, no conoce el mar ni las corrientes.
 Se sintió distendido y tan aplacible que al instante se durmió, pero en ese lapso de tiempo en que la realidad se contamina de fantasía, se entreveran sensaciones de imposible relación, tuvo un último pensamiento representado en una imagen, quizá escena:  él, Pingusio, dentro de un cofre, cual tesoro o trofeo; el marinero, cual comerciante, con ábaco y monedas al cinto, sonriente y semi dormido por la mamúa; el tigre, un camello sobre el que se balancean de camino hacia un mercado en alguna parte del extenso desierto.

RV 2018




domingo, 25 de noviembre de 2018


Los Viajes de Pingusio, Capítulo #06: "Protección"

 El vuelo rapaz de aquella enorme ave fue detectado por Pingusio, y en su trayectoria casi circular, evidenciaba un centro de importancia al que el pajarraco sobrevolaba insistentemente. Se posaba allí durante un rato, luego, como buscando algo, emprendía nuevamente el vuelo alejándose durante escasos minutos del montículo sobre el que se posaba.
Pingusio se dirigió allí y rápidamente fue avistado por el pájaro negro, quien volvió a estacionarse sobre su base, sin quitarle la vista de encima, la cual era verdaderamente formidable, ya que había divisado al pequeño Pingusio apenas este tomo dirección hacia su morada.
Pingusio se posó sobre una señalización que nada expresaba, a canto de una construcción derruida, y de frente al enorme pájaro que le sonreía con evidente satisfacción.
 El ave negra inmediatamente recibió a Pingusio cortésmente, dando a entender la felicidad que le ocasionaba su presencia:
-Seas bienvenido, pájaro esmaltado. -Permaneció sonriente y al mismo tiempo, parecía expectante. Pero no pudo Pingusio modular palabra que el pájaro negro continuó:
-Óspinides es mi nombre, y expreso mi felicidad ante vuestra presencia. Te he visto bajar en vuelo dinámico y controlado, y no dudo ignores sobre lo que estoy posado.
Para Pingusio ya era sorprendente que le hubiese llamado "pájaro esmaltado", que le detectase en vuelo hacia él estando a una altura considerable, y que intuyera su curiosidad sobre el escenario. Entonces Pingusio detectó objetos metálicos dentro del pequeño templo, amontonados con cierta lógica, no desparramados, y también se dio cuenta de que estaban constituidos por igual materia que aquellos contenidos dentro del cofre sobre el que el que el mismo Óspinides estaba apoyado.
-Pingusio, explorador. -Respondió secamente. Notó en la pausa del gran pájaro un titubeo que seguramente fuese desconcierto, porque "explorador", es sinónimo de "observador", y ahora su postura inquisidora estaría bajo la meticulosa atención de su recién llegado interlocutor.
-Estimado Pingusio, me alegra que no seas una simple ave migrante, desposeída de apreciaciones profundas y acotaciones enriquecedoras. Sé en lo que piensas, y me satisface premiar a los pensamientos sofisticados.
Pingusio permaneció en silencio. "¿Sofisticados?", -pensó,  "¿qué es eso?" Durante el vuelo de más de trece horas que lo distanciaba con el agitador incongruente, por su cabeza habían pasado varios pensamientos, la mayoría contaminados por lo visto desde su partida, por sueños confusos, y por el arte de recordar, simplemente. Había pensado en una locomotora enterrada hasta la mitad de la caldera (a la que detectó bajo la arena como una 4+6+4, sin tender); un arbusto que desde la altura parecía una mano extendida; recordó la espuma de una cascada que cerca de su pueblo se estrellaba contra las rocas haciendo un efecto de humo que daba a entender, confusamente, que aquello se estaba quemando; la conexión entre los afluentes de un río y los espacios en blanco que se trazan en una hoja de texto, cuando casualmente las palabras se alinean dejando estas callejuelas vacías; pensó en el color de los pétalos y el de los colores de las escamas de los peces, y se ofuscó por desconocer la diferencia entre ellos, y dudando de que flor y pez sean lo mismo... Pero cuando estos pensamientos se ordenaban, Óspidides le habló:
-Pensaste en el ciclo de los hielos, sus caprichosas formas y el reflejo de la luz en sus caras; pensaste en la capacidad de un cachalote para nadar y el de un buque maniobrando en alta mar; -hizo una pausa, movió la cabeza velozmente hacia arriba, como los pelícanos cuando tragan su presa, y continuó, -te preguntaste en más de una ocasión cómo es posible que existan tantas configuraciones distintas entre los aviones, y sea siempre la misma entre las aves...
Pingusio  pestañeó y esto quedó como una afirmación. No había pensado en nada de aquello que el pájaro negro decía, o si de algún modo lo había hecho, no fue durante este viaje.
Óspidides bajó del cofre, levantó la tapa con candado y abertura incluidas (lo que dejaba más que claro que no funcionaban), introdujo su pico dentro y extrajo una moneda dorada, casi cobriza de su interior. Bajó la tapa con el ala misma que la había sostenido, y lentamente se acercó a Pingusio. De forma muy delicada y apacible, estiró el cuello y ofreció la moneda a Pingusio. Pingusio la tomó luego de obserbarla un instante desde el sesgado ángulo que su propio pico le proporcionaba. La dejó caer al piso, antes de que se disipara la nubecita de polvo que levantó la moneda al impactar en la arena, ya se había precipitado al suelo para contemplarla. Dio un par de pasos logrando que su ubicación de mejor perspectiva a la figura contenída en el círculo. Era una niña de perfil, delgada y con una colita alta. Su cuello fino se apoyaba en los hombros pequeños que cerraban elegantemente la imagen contra el borde recorrido por letras desconocidas. Si bien la belleza y armonía que solo las proporciones femeninas pueden ofrecer, en cualquiera de sus detalles, le resultó clara, le costó comprender que el pelo era pelo, y la lectura inquietante surgía de su representación metálica, en la materia, lo que le confundía con escamas. La tomó con la punta del pico, hizo igual movimiento que el pájaro anfitrión había hecho minutos atrás, y la moneda dio un salto y fue a parar al estomago de Pingusio. Cuando se volteó a mirar a Óspidides, este reía en silencio, quizá enternecido con el pequeño pájaro, quizá embriagado por su propio genio capaz de comprender la naturaleza de un pichón viajero.
 Pingusio agradeció cuando el pajarraco introducía la cabeza dentro del templo arruinado que se encontraba allí, cerca de ellos, sacando otro objeto metálico parecido a un viejo reloj, de similar tamaño a la moneda, al que introdujo de un santiamén en el cofre.
Ni bien Óspidides se paró sobre el deteriorado baúl, Pingusio nuevamente dijo "gracias", desde abajo, viendo en perspectiva al pajarraco que le respondía con una cálida sonrisa.
 Entonces Pingusio se inclinó ligeramente para dispararse hacia el cielo y continuar su travesía, conmovido por las palabras poco acertadas de aquel personaje sobre sus pensamientos y recuerdos, y por su generoso regalo, cuando escuchó claramente lo que le dijo Óspidides al alzar el vuelo, y que quedaría marcado para siempre en su memoria: "Pingusio, las flores, los peces y las aves no son lo mismo, aunque recubran sus cuerpos del sol y la lluvia".

RV 2018


   

lunes, 19 de noviembre de 2018


Los Viajes de Pingusio, Capítulo # 05: "Señales"

     Apenas percibió aquel extraño movimiento que parecía un centelleo en la planicie inmensa del desierto, Pingusio se demoró algunos segundos y cambió su curso en dirección a él.
  A medida que se acercaba la escena le fue pareciendo más confusa, y es que quien resplandecía entre rocas y arena, parecía querer llamar la atención a toda costa. Pingusio revoloteó en su entorno a una altura que le permitía observarlo  enteramente, y pasando desapercibido para el extraño agitador.
Entendió que algo buscaba y se detuvo en el aire a la altura de su rostro, para que le viese y entonces entender si aquellas gesticulaciones podían acompañarse de alguna explicación. El individuo, sin dejar de agitar los brazos, se mantuvo en suspenso, sin decir palabra, pero detuvo su marcha. Pingusio se vio reflejado en sus diminutos ojos, y notó que intentaba hacer foco en su cuerpito brillante y aleteante.
 Esperó unos minutos, cerca de veinte o treinta, esperaba alguna pregunta o, en el mejor de los casos, un breve discurso que le diera a entender aquella parafernalia exaltada. No emitió palabra alguna, el agitador desértico, así que fue Pingusio que comenzó la prosa:
-¡Buen día! ¿Por casualidad usted requiere auxilio por señas o simplemente es de sacudir los brazos a raíz de motivos aleatorios?
Inmutable, aquel extraño personaje se mantuvo en igual actitud. Pensó Pingusio en reanudar su marcha, pero la curiosidad le acompañaría sin cansancio y también se le acoplaría a la hora del descanso y la siesta, y sabiendo que es un pésimo compañero, prefirió intentar alguna otra cosa para dejarla allí.
-Usted, ¿me llama, me invita o sugiere algo? -A lo que agregó: -Pingusio es mi nombre y estoy de pasada, casi yéndome y en eso de irme consultándole por su actitud...
 No recibió respuesta.  Aquel tipo hacía extrañas cosas con los ojos que le daban a entender a Pingusio que también él lo estaba examinando. El zumbido de los penachos que tenía en las extremidades se volvía por momentos aturdidor, en una frecuencia muy baja pero que molestaba horriblemente. Por detrás de aquella criatura se distinguía una huella profunda y bastante recta que delataba su trayectoria, casi en paralelo a una zanja por donde se intuía en su profundidad oscura la humedad en las paredes producto de alguna corriente de agua.
 De repente el tipo retomó la marcha y Pingusio no esperó a que se le acerque para hacerse a un lado y quedar lo suficientemente alejado del recorrido de sus brazos que comenzaban con mayor fuerza a sacudirse. A una distancia de unos cuarenta metros, el agitador comenzó a emitir extraños sonidos que luego tomaron forma de palabras, aunque en un idioma incongruente.
-Milybeh, sent-ha, sent-ha. ¡Moykdo mílbez, mílibez, mílibez! Sent-ha...
Así se alejó, y si bien Pingusio en un primer momento creyó oportuno dedicarle un tiempo más volando a su flanco para ver si descifraba algún mensaje de sus palabras, poco a poco se fue frenando, y retomó su rumbo casi como una flecha, disgustado por no haber sacado conclusión alguna y sabiéndose intrigado por mucho tiempo...

RV 2018


domingo, 8 de julio de 2018


Pingusio #04: "Veo, veo..."

Cuando Pingusio se posó sobre el enorme capó del extraño vehículo, constató, en la vibración de toda su estructura, que aquel seis cilindros estaba funcionando con cinco. No hizo más que mirar a sus ocupantes, que de inmediato se entabló una conversación bastante inusual. (Es obvio que piloto y copiloto permanecieron perplejos frente al pajarraco metálico que sin previo aviso aterrizó delante de sus narices).
-Hola... somos hermanos... Gregorio Pánfild y Torcuato Cocoliso... -El pájaro metálico no hizo más que fijar sus enormes ojos sobre las dos comadrejas, si así podía llamárseles, pero era más evidente la extrañeza de dos hermanos con distinto apellido, que la especie misma a la que correspondían.
-Pingusio.
-Viajamos hace un largo rato, y como verá, no tenemos capota, lo que nos acarrea distintos problemas... -Pingusio no sabía de qué hablaban, porque las temperaturas debían ser muy extremas como para que a Pingusio representen algún inconveniente.
-Primero, se nos recalienta la sesera, y después... nos da sed...
-¡Y divagamos largo y tendido! -Interrumpió el copiloto, el sentado a la izquierda. -Entonces vemos cosas que casi seguro no existan.
-Insolación, nos lo dijo un otorrinolaringólogo del barrio. Gualdemar Spitnik, ¿lo conoce?
 Pingusio permaneció en silencio. No sabía de que hablaban, no conocía a ese señor, ni menos eso de otoringo... ¡como sea!
-¿Sería tan amable de decirnos si pasando esta ladera, encontraremos un terreno escabroso, o si continuará el camino con la benevolencia que hasta el momento nos ha servido? -Pingusio mantuvo por un instante la mirada en el piloto, el sentado a la derecha, y comprendiendo velozmente de que le pedían un vuelo de reconocimiento, se despegó del espolón del convertible haciendo sonar la chapa al volver sobre su posición normal, sin el peso del pajarraco metálico.
Voló, echó un vistazo y como exhalación, estaba nuevamente sobre el auto, pero posándose cerca del radiador, adelante, donde la estructura era más sólida y de hecho no se hundió.
-Loma de 13 metros sobre el nivel del mar; pendiente moderada que en 76 metros alcanza punto mínimo a 7 metros sobre el nivel del mar; terreno algo arcilloso a esta altura, pero de fácil tránsito; montículos de piedras a la izquierda que no superan el metro diez de altura; vegetación rastrera y achaparrada; camino levemente sinuoso que a los 44 metros encuentra nueva protuberancia a 9 metros sobre el nivel del mar. -Las comadrejas (llamémoslas así), permanecieron en silencio. A marcha moderada llegaron a la cima de la pequeña colina, y constatados todos los datos a los que Pingusio hizo referencia, se dejaron llevar por la caída del terraplén y así siguieron, con un Pingusio revoloteando a unos tres o cuatro metros de altura, y detallando el relieve con tal exactitud que la comadreja copiloto (Gregorio), se durmió en un santiamén.
Así transcurrieron kilómetros que se hicieron horas, y en cada intercambio del volante para hacer frente a las horas de conducción, los hermanos intercambiaban diálogos absurdos, casi secretos como confesiones, y por momentos tan cómicos que parecían siniestros. Pingusio pensó: "El sol afecta la percepción de las comadrejas hermanas", y así lo anotó en una carpeta de su memoria donde recababa datos de comadrejas.
 Los datos, siempre precisos en exactitud fabulosa, eran entregados verbalmente a los viajeros por Pingusio, varios metros antes de atravesarlos con las cuatro ruedas.
 Pero algo comenzó a incomodar a los hermanos Pánfild-Cocoliso: ese delatar de paisajes que Pingusio les trasmitía aniquilando la sorpresa y el asombro. Los informes eran excesivamente detallados, hasta en la coloración de la flora y los insectos circundantes. A cada trepada en una colina, el panorama que se observaba parecía una postal ya conocida y completamente banal. El descontento pasó disimulado entre comentarios de insolados: "que tengo las maracas afinadas en sol; estoy sediento de ballenas cromadas; ¿cómo es que le comiste las pantuflas a mamá?; ¡tengo un frío de paquidermos!; ayer fui al invernáculo del tío y cantamos entre enjambres de bujías; siempre lloro antes de rayarme las pestañas contra los volcanes; ¡calláte, oligarca!; yo era fatalmente ruin, hasta que conocí la trigonometría; siempre instando a la masacre, siempre con rulitos rosa pendiendo del terruño... "etc., etc., hasta que en cierto momento Pingusio escuchó: "este pajarraco soplón me tiene saturado".
 Pingusio se puso muy triste, y comprendió que, lo que para él era diversión, para las comadrejas hermanas ahora era fastidio. Voló con poco impulso hacia la colina próxima, y la confusión que la desilusión le cuajó, le adentró en su parte mala, o sea, de malo, de ser malo.
 Volvió poco raudo del reconocimiento, y lentamente describió parte del paisaje. Una enorme frazada verde, con círculos naranjas yacía enganchada a un arbusto seco, a un lado del camino, y si bien sería la solución a la exposición al sol de las comadrejas, quedó en la garganta de Pingusio, que evitó comentarles sobre su hallazgo que tan bien les vendría a los viajeros.
-Pero estén atentos. -Repentinamente dejó escapar Pingusio. Los ojos de las comadrejas se agrandaron detrás de los lentes.
-He visto esconderse una enorme serpiente capaz de engullir este auto entero, o una roca grande. -Los hermanos no le quitaban los ojos de encima. Poco a poco disminuían la velocidad del vehículo a medida que se aproximaban a la cima de la colina.
-Podrán observar parte de su piel vieja a un costado del camino. -En efecto, la frazada quemó los ojos de los malagradecidos exploradores, pero antes de que les diera el tiempo para entrar en pánico, Pingusio les gritó a medida que se marchaba volando en sentido opuesto, a gran velocidad y ganado vertiginosamente altura:
-¡Me marcho porque no quiero que me ataque! ¡Es tan infalible como asesina, y nadie escapa una vez que ella desde su escondite le descubre!
 Las comadrejas, del terror que se les vino encima, comenzaron a tener repentinos movimientos de torpeza compulsiva: se bajaron de auto, volvieron a subir, se les apagó el motor, bajaron nuevamente y corrieron en cualquier sentido, volvieron al auto, una se metió en la cajuela y la otra abajo, entre los ejes, subieron y pusieron en marcha el motor, salieron disparados hacia un costado y quedaron trepados a una roca, se les apagó el motor nuevamente, y así continuaron, entre estampidas arbitrarias y movimientos sin sentido.
Pingusio echó un último vistazo al paisaje desde allí arriba, noto el recorrido absurdo y descontrolado de las comadrejas hermanas, entre nubes de polvo, volviendo sobre sus pasos para escapar y no perecer por la serpiente imaginaria que él les había hecho creer asechaba a un borde del camino.
 Aceleró el vuelo porque quería dejar atrás la triste decepción de haber sido un "pajarraco fastidioso", cuando con absoluto empeño detalló el camino a dos lunáticos viajeros que, aunque parezca irónico, le habían pedido lo hiciera. No volvió a mirar hacia atrás, y en un vuelo rasante eligió una piedra donde posarse y dejar en recarga sus baterías para el próximo vuelo. Recordó la frazada y pensó que para muchas criaturas les sería de gran ayuda a la hora de descansar como él ahora lo estaba haciendo.
No se preocupó por víbora alguna, porque Pingusio es una máquina, y quien se lo trague, seguro lo devuelva al instante. Y él, que ya había sido engullido en tres o cuatro ocasiones, pensaba sobre el hecho puntual de la ingesta: "es como que a uno lo inviten a conocer cómo es el otro por dentro, medio que sin protocolo y de forma abrupta, pero en el fondo, es un acto de bondad".
(Hay cosas que Pingusio aún no entiende muy bien).

RV 2018