miércoles, 10 de octubre de 2012

Coloquio con una momia.
 Fue en el 47, después de consumada la guerra y asumida la bruma de terror que flotando quedó sobre la gente. Trabajaba para una petrolera británica a la cual no puedo mencionar, y en excavaciones que menos quiero recordar.
Con Freddy, mi chofer, sin querer accedimos a intrincados pasadillos que nos pusieron de frente a una antigua tumba y a una momia. El aire hasta allí casi no llegaba, y abrumados por los reflejos de las estatuillas de oro que rodeaban al difunto, nos hicimos de todas las piezas que esparcidas parecían contener el espíritu que dominaba la cámara. Antes de ganar la salida, o quizá, ya tan próximos a ella, sentimos una lúgubre voz que con claridad se aferró a las paredes:
-¡Háblame! -Nos giramos tan sumisos, que la lentitud articulaba nuestros aterrados cuerpos. Y se volvió a escuchar con claridad:
-¡Háblame! -Esta vez la insistencia había disparado en nosotros el acercarnos con velocidad hacia la momia. No dudábamos de que quien hablaba era ella.
-¿Quién eres? -Dije mientras mi amigo le acercaba el farol, al tiempo que, estirando el brazo, alejaba su cuerpo manteniendo la mano que sostenía la luz tan fija que apenas las sombras se movían por el rostro de aquella tétrica figura.
-Vete hacia el sur, muy al sur... tu casa arde ahora, vete de aquí y no regreses núnca... lo más lejos que puedas, tan al sur que sientas el océano mojar tus pies. -Se silenció como si una cripta cortase el aire encerrando lo pútrido de un lado y lo iluminado por el sol del otro. Ahora sí ganabamos la puerta, y Freddy decía: "Es un despojo, solo eso..." Pero se sintió la voz nuevamente, tan terrenal que rozaba una escena cómica: "Despojos ustedes son."
 Llegamos al hotel, envueltos en polvo y un calor agobiante. Superados los primeros escalones, el conserje tomaba su cabeza entre las manos y en cámara lenta nos miraba. Frente al telégrafo, su asistente cubría el rostro dejando los ojos tan abiertos que parecían de porcelana, sin pestañar, encandilándonos con el temor que intentaba apartar de su mente. Subí hacia mi recámara, poco valía la pena detenerme a escuchar cómo un incendio consumió mi casa, a mi mujer y mi hijo... No utilicé la cerradura, mala y fatal costumbre que antes me podría haber evitado este pesar. No, tampoco utilicé una llave. Dentro del dormitorio, no hacía otra cosa que revolver y amontonar mis objetos para esparcirlos nuevamente en eléctricos movimientos. Freddy apareció en el lumbral del cuarto, y con voz seca me gritó: "¡Agua, solo nos llevaremos agua para atravesar el desierto, deje todo eso!" Obedecí y de inmediato corría tan cerca suyo que pude sentir el miedo en su sudor.
 Conducía mi amigo y yo giraba el mapa desconcertado, buscando la más inmediata salida hacia el sur. La pesada mano de Freddy detuvo mis ademanes bruscos y en un instante, casi en centímetros, señaló la salida en el mapa manchado y reseco.
 Conducimos con alternancia y absorbiendo con dedicación cualquier percance que en el camino pudiese ocasionar un desperfecto en el coche durante la huida vertiginosa.
 Bebía agua mi chofer y yo lo miraba, exhausto, intentando comprender de qué modo, a través de qué proceso químico, el agua se exparcía por el cuerpo hasta llegar a los pies.

RV 2012.