jueves, 31 de diciembre de 2020

 

2020 - Retractos ll / Capítulo #03: "Teniente Manrique"

 

 Poco estímulo hubo encontrado entre sus coterráneos, y menos aún entre sus camaradas de regimiento, al momento de aquella su última operación militar. El Teniente Rigoberto Manrique hubiese acabado su oscura carrera con un nuevo rotundo, bochornoso y trágico fracaso, al movilizar dos de sus compañías de infantería de cara al enemigo sin el menor reparo al fuego de artillería que los hubiese machacado desde las posiciones más altas del terreno, donde apostados y bien armados, los esperaban sus oponentes.

 Fue necesario un grito, dos silbidos y un ladrido del Capitán Betancur para sosegarle y frenar en seco a sus soldados que, con bayoneta calada, quedaron clavados al suelo a la espera de que su Teniente entre en razón, y se dé cuenta que no lo iban a acompañar a un suicidio colectivo y desprolijo.

-Capitán...

-¡Teniente, ¿es usted imbécil?! ¿Está loco? -Fue una respuesta de coordenadas claras y efectivas. El Teniente Rigoberto Manrique permaneció inmóvil. La boca abierta dejaba entreverse sus colmillos opacos y gastados, la mirada era la de un verdadero y escueto imbécil, sin brillo ni un correcto enfoque de lo que le rodeaba.

-¡Retire a sus soldados ya! ¡Ya!

 Allí se volvió a agrupar el Teniente con sus compañías entre balbuceos, polvo y el ruido seco del metal al separar la bayoneta del fusil y correr dentro de su vaina. Miraba el suelo y entre el polvo de la tierra reseca, que pintaba al pasto de igual color, parecía buscar una respuesta a lo sucedido, como si fuese una panorámica a escala del terreno de combate donde escudriñaba desacertados movimientos y trampas entre las plantas. Todos a la sombra de cuatro inmensos eucaliptus, permanecieron un rato de pie y poco a poco fueron acomodándose los primeros espalada al tronco, y los segundos en una suerte de reunión extraña que parecía diseminar a los soldados en pequeños grupos de dos o tres, pero a distancia como para en un movimiento veloz e imperceptible formar ya un grupo grande donde fumar y jugar cartas, en pocas palabras, relajo a la sombra en guerra.

 Cayó un galgo del 4º de Caballería, muy delgado, con cara de cachorro pero de mirada penetrante y renegrida. Traía un papel gris y plegado que entregó al Teniente. Se formó estático y escapó del sol corriendo entre el pastizal amarillento que le cubría hasta las rodillas.

 Cuando el Teniente leyó lo que parecía un mensaje sumamente breve, volvió su cabeza en dirección hacia donde el Dragón del 4º de Caballería escapó, y sin encontrarle, hizo un paneo general del terreno como para ver si algo anómalo ocurría. Se volvió hacia el papel y lo acercó para constatar lo que allí decía. Luego miró a todos y gritó:

-¡Sargento Marengo! -Un Lagarto escurridizo se contorneó velozmente entre la multitud de soldados sentados hasta encuadrarse frente al comandante.

-Queda a cargo de las Compañías  1 y 2, y a las órdenes de Sargento Mayor Silveira que cuando llegue al campamento... -y se silenció por segundos, sabiendo de que esto no podría ocurrir en la peor de las situaciones, -pero de no ser así también queda al mando de las Compañías 3 y 5...

 Lo había dicho bien clarito para que a todos los allí reunidos les quedara más que sabido. Había posibilidades muy certeras de que las dos compañías faltantes fuesen brutalmente diezmadas en el Paso del Yacaré Chico, a pocos kilómetros de la ensenada del Astillero Morrión, y que entre los desdichados caídos en combate, se encuentre el Sargento Mayor Pedro Silveira, un Cimarrón que acostumbraba a dirigir sus ataques de forma avasallante, pistola en mano y zancadas de potro, como si se le escapasen los enemigos y se apurase a tenerles a tiro. De la 4ª Compañía ni se hablaba, porque simplemente ya no existía más desde hacía ya un mes.

 Se fue sin decir más nada, y todos le siguieron con la mirada, menos el Sargento Lagarto que dándole la espalda a su superior, y escuadrado frente a la tropa, echó una mirada veloz para saber si alguno se había hecho el vivo y se había escapado durante su flamante designación de comandante. Pero nadie reparaba en él, y el que menos podía hacerlo, se giró sobre su cola para seguir el tranco decidido del Teniente, porque la figura ancha y oscura del Sargento se interponía a sus ojos.

 Bajo un frondoso sauce que golpeaba con sus ramas el techo de la tienda de campamento a cada brisa que se volvía más violenta, el comando se encontraba reunido en silencio absoluto. El Teniente golpeó fuertemente sus tacos y antes de presentarse, el Mayor movió su mano para indicarle que entre al campamento. Sin sacar los ojos de un enorme mapa, el Mayor Cevallos se encontraba con el Capitán y dos Tenientes más, todos de pie, sin armas ni gorros. Hacía un rato largo que estaban intercambiando estrategias y movimientos.

-Teniente Manrique, -dejó escapar el Mayor, un Cuervo negro y que aparentaba más años de los que seguramente tenía, -usted conoce bien la ladera opuesta al Cerro Malaquita, ¿no es así? -Lo miró con un ojo cerrado al que le llegaba el humo de un diminuto cigarro y que corría desde el costado de su pico bruñido.

-¡Señor, sí!

-Pues bien, es necesario que usted y dos de sus mejores soldados se adentren en él, y esperen una señal para colocar explosivos justo dentro del viejo astillero, sobre el Río Yacaré...

¿Qué significaba esto? ¿Dónde estaban los del arma de Ingenieros? Pero no quiso demorarse en sus vacilaciones y respondió con un seco y bajo "Sí".

-Perfecto, - agregó el Mayor, -en quince minutos debe presentarse en el sector B de artillería, ahí le darán sus instrucciones y un guía le llevará hasta la salida del monte. Rápidamente todos se escuadraron y saludaron. El Teniente hizo lo propio, dio media vuelta y salió raudamente. Atravesaba el pastizal reseco y veía sus botas atropellar la masa amarilla para ser tragadas por la masa vegetal. Así fue hasta encontrarse con sus Compañías.

 La sorpresa fue tan abrupta que el mismo Sargento Lagarto quedó congelado como si hubiese sido calado infraganti en medio de una estratagema por demás secreta. Pero el Teniente empezó a hablar aún en movimiento, y caminó unos pasos mientras daba órdenes secas y audibles para todos en rededor.

-¡Soldados Sanz y Valdenegro, prepárense con equipo de combate en cinco minutos! -Pero ni bien se detuvo y sentenció la frase, enseguida se sintió una voz quejosa que le respondió:

-¡Pero, Señor, si aún tengo la pata vendada! - Y alzando su pata derecha, evidentemente blanca por la venda que contrastaba con su pelaje marrón, el Zorro Santiago Sanz así se mantuvo, como un fotograma que delataba su caída al suelo, y con cara de consternación infinita. El Teniente lo miró y se dio cuenta de que para esta situación necesitaba a dos que estén verdaderamente dispuestos a arriesgarse pero cuidándose de ejercer un papel prodigioso con méritos para una medalla al valor: necesitaba a alguien despierto y muy, muy audaz. Entonces miró a la masa mezclada de uniformes sobre el pasto, y hurgaba como un brujo en el futuro desarrollo de aquella extraña misión con explosivos. El  Soldado Mano Pelada Luís Valdenegro ya estaba a su flanco, casi que pronto, con fusil y mochila en la espalda.

-¡Soldado Galetti! -Un silencio adiposo se sostuvo sobre la muchedumbre, y antes de que repitiera la orden, del fondo, una figura muy delgada y blanca como la nieve se acercó con el fusil en una mano y en la otra la mochila. Las correas peinaban el pasto y de tanto en tanto taloneaba la cantimplora que parecía una mascota siguiendo a la mochila, sumisa y retrasada.

 No habló más, y salió con los dos hacia la tienda de comando. Mudos, casi perplejos, todos los siguieron con la mirada, y el Sargento Lagarto necesitó alzar la voz y repetir tres veces un "¡A-tenció!" para que se dignara la tropa a mirarle.

-Nada de mochilas, -dijo el capitán señalando tres bolsos en el suelo, a un costado de la mesa. No había nadie más en el lugar, y una vez pertrechados, partieron como exhalación hacia el puesto artillado al que hiciera alusión minutos antes el Mayor Cuervo.

 Fue llegar al puesto y en la lejanía se comenzaron a oír estruendos de cañonazos. Seguramente allí estaba jugándose el destino de las Compañías 3 y 5. En la plaza había también movimiento y las piezas se acomodaban ya con sus sirvientes para entrar en acción.

-Usted, Teniente, -dijo el Mayor sentado a una mesita improvisada de donde chorreaba el mismo mapa inmenso que vio anteriormente en el despacho de comando, -usted colocará las cargas en los seis pilares de la fachada del astillero, atados cada uno y unidos posteriormente por esta larga mecha. -Se la acercó con cierto esfuerzo. El Teniente lo anticipó y tanteó su peso. Era un rollo negro y muy grueso, donde seguramente se enroscaran varias decenas de metros de cuerda. En los bolsos estaban los explosivos y la llave detonante.

-La carga explosiva debe quedar instalada en cuestión de tres horas, para las 1720 horas, para ser precisos. El Cabo Liechtenstein le llevará por un atajo lo más lejos del enemigo hasta el astillero abandonado. Una bengala blanca los pondrá en alerta máxima sobre su objetivo, y otra roja les señalará el momento exacto de activar la caja de detonación. -Los cañones situados en el emplazamiento del flanco derecho comenzaron a abrir fuego. Entre el humo, el Mayor y otros subalternos les saludaron rígidamente. El Mayor volvió a la mesa y enseguida un suboficial le puso delante papeles y un mapa más pequeño. El Teniente Manrique y sus dos soldados corrían ahora detrás del Cabo Jabalí, que portaba un fusil y la cuerda de mechas atravesándole el pecho. Quedó en la memoria del Teniente la figura recortada del Mayor tanteándose la casaca, seguramente buscando una yesca, contra el fondo difuso del humo de las detonaciones como un mensaje del infierno...

 A medida que se adentraban en un monte espeso donde la luz no pasaba por el denso follaje, poco a poco el guía Jabalí empezó a impostar la marcha hacia la derecha, de forma tan forzada que, teniendo por delante terreno apenas cubierto por helechos entre los troncos, se empeñaron en trepar a piedras escarpadas, muy peligrosas en sectores donde estaban forradas de musgo sumamente resbaladizo. Sorteado este obstáculo natural para el que el Teniente Perro, sus soldados Mano Pelada y Cigüeña Mirasol habían arriesgado un porrazo del que con suerte volverían a la base al tanteo, el Jabalí, que con suma agilidad los adelantaba y giraba para comprobar que le seguían, salieron detrás de un cerro achaparrado y plagado de Talas. Fue este tramo el más lento, tanto por lo urticante y doloroso de sus espinas, como por la ansiedad que los invadía de frente al inmenso astillero que se erguía hacia el río y ofrecía un muelle vetusto y roído como última esperanza de atraer a alguien a sus entrañas bacías.

-Aquí les dejo, -dijo en voz baja el Jabalí. Se quitó el royo de cuerdas y se lo pasó al Teniente que en grado había adivinado la premura del joven soldado para enfundar la pistola.

-Las bengalas les van a aparecer desde aquel sector. -El Jabalí señaló detrás de un monte coronado por dos o tres inmensas Araucarias, y a las que sus pies, se reflejaban en el río que parecía pintado de tan quieto.

 El Jabalí se encuadró, tomó su fusil y salió con más velocidad que al principio. Apenas lo vieron desintegrarse entre los espacios donde los Talas no acaparaban el paisaje, que de inmediato se pusieron a preparar los explosivos. El trabajo fue mucho más simple de lo esperado, y corría la mecha bien escondida entre los rieles de una vía por la que seguramente se movían piezas pesadas dentro del astillero, y allí, donde estaba el contacto, ellos se escondieron.

 El lugar estaba húmedo y esto les refrescó bastante el espíritu, puesto que el calor abrazador los estaba secando en vida. Ni bien bebían agua, de nuevo la sed los castigaba y ya ni mirar el río querían para no verse en desobediencia y nadando a riesgo de perder la misión. De improviso se sintió un disparo en la lejanía... una pausa de estática contemplación los estacó al piso de piedra... luego, ¡dos disparos más! Algo podría no haber salido bien, algo que comprometía al Jabalí, y también a ellos, del otro lado del monte y de frente al Cerro Malaquita. Ajustaron detalles, corroboraron la carga y contacto del detonador, y nunca soltaron los fusiles que estaban apuntando hacia el río calmo, como si de allí pudiese surgir la amenaza que descansaba agazapada en las profundidades entre plantas y Lenguados esperando el momento de saltarles encima y convulsionar las aguas hasta barrer parte de las ribas resecas de plantas muertas.

 Ahora los cañonazos se volvieron evidentes, de uno y otro lado, y en la espesura de los bosques, muy al horizonte, una cortina blancuzca de humo quedaba peinada por el viento entreverando los disparos de todos como una receta de la muerte que se preparaba a fuego lento.

-Teniente, - dijo el Mano Pelada mirando hacia el río, -nosotros, aquí, cuando esto explote, ¿quedamos bajo los escombros o esto nos protege?

 El Teniente se sintió sacudir por su propia lógica como para desprenderse de tanta estupidez que lo aquejaba sin saber qué hacer ya para no ser tan rematadamente torpe. Asintió con la cabeza a sus dos soldados. Ellos lo miraron sin entender si estaban bien apostados, o de lo contrario, era necesario cambiar la ubicación para evitar un derrumbe que seguro acabaría con ellos.

-Allí, vamos allí, detrás de ese galpón derruido. Podremos ver panorámicamente el escenario, y tanto bengalas como enemigos... -Y se quedó frenado... La Cigüeña tomó el carretel de cuerda y enfiló con audacia hacia el lugar indicado por el Teniente, los demás le siguieron a zancada limpia pero agachados a riesgo de darse un rodillazo en la cara...

¡Es que no era para menos, desde donde el río aparecía y pasaba junto a los arboles que se metían en el agua, tres, cuatro, cinco... hasta diez balsas repletas de enemigos y erizadas de bayonetas se deslizaban lentamente! La sombra de los árboles los dejaban negros y contrastados contra el fondo de otro cerro claro por el fogonazo de luz que le llegaba en plena ladera de cara a ellos y el astillero.

 Y en eso, entre algunos cañonazos que llegaban a la distancia, la bengala blanca se quemaba en el cielo azul y lentamente caía también absorbida en la misma dirección que el humo de las detonaciones de artillería. Enseguida apareció la roja, y el soldado Cigüeña empinó los codos sobre la llave de detonación cuando el Teniente los sorprendió:

-¡No, todavía no! Dejemos que se acerquen más... están obligados a pasar entre el muelle y la orilla de enfrente...

 En efecto, un estrechísimo margen de agua obligaba a elevar los remos para pasar entre el muelle y la orilla opuesta, momento en el que incluso quienes empuñaban los fusiles, miraban a sus costados para no atropellar piedras que se veían a los márgenes del estrecho pasaje. Pasó una balsa, dos, tres... y entonces, con la pistola en la mano y un puño cerrado, el Teniente ordenó:

-¡Ahora!

 La detonación estrepitosa los tomó a ellos también por sorpresa, y mucho polvo y trozos de material los atropelló dejando las paredes del viejo galpón con las maderas perforadas o tan dañadas que se cayeron. Tres de las cargas explotaron al unísono, y la cuarta un segundo después. Entre el humo espeso vieron la luz del sol proyectarse dentro del astillero una vez que la fachada se demolió y arrastró consigo el techo entero. Pasaron minutos antes de moverse de la posición en que la onda expansiva los había desparramado, sin duda no tenían idea de a qué distancia o cómo resguardarse de la detonación, pero ¿cómo saberlo si ni sus mismos camaradas fueron capaces de decírselo? Se disipó el humo y el horror heló la sangre al Teniente y al soldado Cigüeña: cubierto de polvo blanco, con la boca abierta que era lo único que podía reconocerse, el Mano Pelada yacía tirado boca arriba, enredado torpemente en la correa de su fusil, y con las piernas bajo un montón de maderas. Todos estaban blancos por el polvo, y esto hizo más dantesca la imagen, pero antes de que pudiesen reaccionar, el soldado abatido comenzó a quejarse, tosió varias veces, y luego de un largo quejido fue tomado por sus camaradas de los brazos y alzado casi que de inmediato.

-¡Arriba, muchacho! -Dejó escapar el Teniente. El Mano Pelada los observo, y mientras permanecía atónito, la Cigüeña le fue desenredando el fusil, levantándole a los hombros la mochila, corrigiendo la posición de la bayoneta que no permitía bajar la cantimplora y por esto la correa del fusil parecía atascada a la espalda del desgraciado Mano Pelada... Comenzaron a reír sin disimulo y el Mano Pelada, constatando que estaba entero, también lo hizo a su modo. Poco a poco, distanciados entre sí por tres o cuatro metros, se fueron abriendo y llegando a la zona de la detonación. A los pocos pasos les asombró encontrarse metidos hasta los tobillos en el agua, y era por la brutalidad del impacto y el material caído al río que la desplazó. De la fachada y sus columnas no quedaba más que un montón de escombros y el polvo continuaba depositándose en el agua. Vieron a dos o tres soldados enemigos arrastrase por la orilla, uno se incorporó pero el Teniente tomó puntería y lo volteó de un certero disparo. Sus dos soldados le acompañaron calando las bayonetas, y una vez en medio de aquel desastre de piedras, balsas destrozadas y cuerpos semi sumergidos, el comandante Manrique dio algún tiro de gracia a aquellos que aún parecían moverse. Los soldados echaron una ojeada y también en el rastrilleo encontraron algún desgraciado al que pasaron a mejor mundo pero a bayonetazo limpio.

-No hay más cañones. -Dijo el soldado Cigüeña. En efecto, ahora el silencio era total, y solo algunas cascadas de agua que sorteaban obstáculos del combate entre el muelle y la orilla se sentían con claridad. 

-Volvemos. -Dijo el Teniente. -Nos volvemos al campamento y damos por concluida nuestra misión.

Los tres retomaron el camino entre talas adentrándose en el monte, caminando lentamente y bajo el sol que todavía tenía poder de secar en vida. Las armas empuñadas parecían soldadas a sus manos, y a cada paso se desprendía polvo de escombros de sus cuerpos; parecían tres fantasmas volviendo de un infierno no muy lejano, atravesado por bosques y montículos de piedra salpicados de musgo y helechos. Fue en el camino más largo y sin el reparo de los árboles que encontraron a un costado al Soldado Jabalí muerto. Era evidente que aquellos tiros fueron la causa de su muerte. Su fusil había quedado a unos metros de él, como si herido se intentó deshacer de aquel destino trágico optando por rechazar su arma y luego, unos pasos después, rodando en el suelo y quedando a un lado del camino con los ojos abiertos, un coágulo oscuro en la boca que se la hacía negra y el impacto de la bala visible a un costado del cuello. Allí lo dejaron y continuaron su marcha sin detenerse hasta llegar al campamento.

 Pero las cosas en ese lugar no habían sido mejor. Las piezas de artillería estaban giradas de manera brusca a diferentes lados de su posición original de emplazamiento, como si hubiesen sido atacados por ambos flancos. Yacían sus sirvientes muertos y diseminados entre las enormes ruedas de los cañones. A simple vista, no era necesario recorrer más para entender que el campamento había sido arrasado.  Las marcas de las cargas de caballería sobre el suelo eran más que reveladoras, había tantos muertos como seguramente sus compañías podrían ofrecer, sin contar caballos  y enemigos caídos en el entrevero. Contra un cajón de municiones sin abrir, se encontraba el Mayor Cuervo sin vida, la pistola en la mano y la cinta que salía de su culata y se colgaba al cuello estirada tanto como su brazo recto se lo exigió.

-¿Qué hacemos, Teniente? -Preguntó por los dos el Mano Pelada.

El Teniente Manrique se tomó su tiempo para contestar, tenía un tabaco en la boca que se había armado en medio de aquella contemplación desastrosa, parecía hurgar en el suelo y a los costados. De repente, miró fijo al cadáver del Mayor Cuervo. Se acercó y le tanteó la casaca manchada en su mitad de sangre. Abrió uno de sus bolsillos y de allí extrajo un encendedor. Dio yesca, prendió el cigarro y pito vehementemente haciendo salir gruesas nubes de humo. Luego se giró hacia sus soldados y encogió los hombros. El soldado Cigüeña tenía un cigarro en la boca y ofreció uno al Mano Pelada. El Teniente dio fuego al soldado largo y blanco como la nieve, y al acercar la yesca al pequeño Mano Pelada, se detuvo y le increpó:

-¿Pero no es que vos no fumabas?

-Pero desde ahora sí, Teniente.

Asombrados por la contestación, la Cigüeña y el Teniente Perro se miraron.

-¿Y porqué desde ahora sí? -Volvió a inquirir su comandante.

-Porque creí que nunca volveríamos del astillero, y que estaríamos muertos entre los escombros mientras el Mayor Cuervo se fumaba un cigarro pensando cómo madrugar al enemigo.

 

RV 2020