jueves, 31 de diciembre de 2020

 

2020 - Retractos ll / Capítulo #03: "Teniente Manrique"

 

 Poco estímulo hubo encontrado entre sus coterráneos, y menos aún entre sus camaradas de regimiento, al momento de aquella su última operación militar. El Teniente Rigoberto Manrique hubiese acabado su oscura carrera con un nuevo rotundo, bochornoso y trágico fracaso, al movilizar dos de sus compañías de infantería de cara al enemigo sin el menor reparo al fuego de artillería que los hubiese machacado desde las posiciones más altas del terreno, donde apostados y bien armados, los esperaban sus oponentes.

 Fue necesario un grito, dos silbidos y un ladrido del Capitán Betancur para sosegarle y frenar en seco a sus soldados que, con bayoneta calada, quedaron clavados al suelo a la espera de que su Teniente entre en razón, y se dé cuenta que no lo iban a acompañar a un suicidio colectivo y desprolijo.

-Capitán...

-¡Teniente, ¿es usted imbécil?! ¿Está loco? -Fue una respuesta de coordenadas claras y efectivas. El Teniente Rigoberto Manrique permaneció inmóvil. La boca abierta dejaba entreverse sus colmillos opacos y gastados, la mirada era la de un verdadero y escueto imbécil, sin brillo ni un correcto enfoque de lo que le rodeaba.

-¡Retire a sus soldados ya! ¡Ya!

 Allí se volvió a agrupar el Teniente con sus compañías entre balbuceos, polvo y el ruido seco del metal al separar la bayoneta del fusil y correr dentro de su vaina. Miraba el suelo y entre el polvo de la tierra reseca, que pintaba al pasto de igual color, parecía buscar una respuesta a lo sucedido, como si fuese una panorámica a escala del terreno de combate donde escudriñaba desacertados movimientos y trampas entre las plantas. Todos a la sombra de cuatro inmensos eucaliptus, permanecieron un rato de pie y poco a poco fueron acomodándose los primeros espalada al tronco, y los segundos en una suerte de reunión extraña que parecía diseminar a los soldados en pequeños grupos de dos o tres, pero a distancia como para en un movimiento veloz e imperceptible formar ya un grupo grande donde fumar y jugar cartas, en pocas palabras, relajo a la sombra en guerra.

 Cayó un galgo del 4º de Caballería, muy delgado, con cara de cachorro pero de mirada penetrante y renegrida. Traía un papel gris y plegado que entregó al Teniente. Se formó estático y escapó del sol corriendo entre el pastizal amarillento que le cubría hasta las rodillas.

 Cuando el Teniente leyó lo que parecía un mensaje sumamente breve, volvió su cabeza en dirección hacia donde el Dragón del 4º de Caballería escapó, y sin encontrarle, hizo un paneo general del terreno como para ver si algo anómalo ocurría. Se volvió hacia el papel y lo acercó para constatar lo que allí decía. Luego miró a todos y gritó:

-¡Sargento Marengo! -Un Lagarto escurridizo se contorneó velozmente entre la multitud de soldados sentados hasta encuadrarse frente al comandante.

-Queda a cargo de las Compañías  1 y 2, y a las órdenes de Sargento Mayor Silveira que cuando llegue al campamento... -y se silenció por segundos, sabiendo de que esto no podría ocurrir en la peor de las situaciones, -pero de no ser así también queda al mando de las Compañías 3 y 5...

 Lo había dicho bien clarito para que a todos los allí reunidos les quedara más que sabido. Había posibilidades muy certeras de que las dos compañías faltantes fuesen brutalmente diezmadas en el Paso del Yacaré Chico, a pocos kilómetros de la ensenada del Astillero Morrión, y que entre los desdichados caídos en combate, se encuentre el Sargento Mayor Pedro Silveira, un Cimarrón que acostumbraba a dirigir sus ataques de forma avasallante, pistola en mano y zancadas de potro, como si se le escapasen los enemigos y se apurase a tenerles a tiro. De la 4ª Compañía ni se hablaba, porque simplemente ya no existía más desde hacía ya un mes.

 Se fue sin decir más nada, y todos le siguieron con la mirada, menos el Sargento Lagarto que dándole la espalda a su superior, y escuadrado frente a la tropa, echó una mirada veloz para saber si alguno se había hecho el vivo y se había escapado durante su flamante designación de comandante. Pero nadie reparaba en él, y el que menos podía hacerlo, se giró sobre su cola para seguir el tranco decidido del Teniente, porque la figura ancha y oscura del Sargento se interponía a sus ojos.

 Bajo un frondoso sauce que golpeaba con sus ramas el techo de la tienda de campamento a cada brisa que se volvía más violenta, el comando se encontraba reunido en silencio absoluto. El Teniente golpeó fuertemente sus tacos y antes de presentarse, el Mayor movió su mano para indicarle que entre al campamento. Sin sacar los ojos de un enorme mapa, el Mayor Cevallos se encontraba con el Capitán y dos Tenientes más, todos de pie, sin armas ni gorros. Hacía un rato largo que estaban intercambiando estrategias y movimientos.

-Teniente Manrique, -dejó escapar el Mayor, un Cuervo negro y que aparentaba más años de los que seguramente tenía, -usted conoce bien la ladera opuesta al Cerro Malaquita, ¿no es así? -Lo miró con un ojo cerrado al que le llegaba el humo de un diminuto cigarro y que corría desde el costado de su pico bruñido.

-¡Señor, sí!

-Pues bien, es necesario que usted y dos de sus mejores soldados se adentren en él, y esperen una señal para colocar explosivos justo dentro del viejo astillero, sobre el Río Yacaré...

¿Qué significaba esto? ¿Dónde estaban los del arma de Ingenieros? Pero no quiso demorarse en sus vacilaciones y respondió con un seco y bajo "Sí".

-Perfecto, - agregó el Mayor, -en quince minutos debe presentarse en el sector B de artillería, ahí le darán sus instrucciones y un guía le llevará hasta la salida del monte. Rápidamente todos se escuadraron y saludaron. El Teniente hizo lo propio, dio media vuelta y salió raudamente. Atravesaba el pastizal reseco y veía sus botas atropellar la masa amarilla para ser tragadas por la masa vegetal. Así fue hasta encontrarse con sus Compañías.

 La sorpresa fue tan abrupta que el mismo Sargento Lagarto quedó congelado como si hubiese sido calado infraganti en medio de una estratagema por demás secreta. Pero el Teniente empezó a hablar aún en movimiento, y caminó unos pasos mientras daba órdenes secas y audibles para todos en rededor.

-¡Soldados Sanz y Valdenegro, prepárense con equipo de combate en cinco minutos! -Pero ni bien se detuvo y sentenció la frase, enseguida se sintió una voz quejosa que le respondió:

-¡Pero, Señor, si aún tengo la pata vendada! - Y alzando su pata derecha, evidentemente blanca por la venda que contrastaba con su pelaje marrón, el Zorro Santiago Sanz así se mantuvo, como un fotograma que delataba su caída al suelo, y con cara de consternación infinita. El Teniente lo miró y se dio cuenta de que para esta situación necesitaba a dos que estén verdaderamente dispuestos a arriesgarse pero cuidándose de ejercer un papel prodigioso con méritos para una medalla al valor: necesitaba a alguien despierto y muy, muy audaz. Entonces miró a la masa mezclada de uniformes sobre el pasto, y hurgaba como un brujo en el futuro desarrollo de aquella extraña misión con explosivos. El  Soldado Mano Pelada Luís Valdenegro ya estaba a su flanco, casi que pronto, con fusil y mochila en la espalda.

-¡Soldado Galetti! -Un silencio adiposo se sostuvo sobre la muchedumbre, y antes de que repitiera la orden, del fondo, una figura muy delgada y blanca como la nieve se acercó con el fusil en una mano y en la otra la mochila. Las correas peinaban el pasto y de tanto en tanto taloneaba la cantimplora que parecía una mascota siguiendo a la mochila, sumisa y retrasada.

 No habló más, y salió con los dos hacia la tienda de comando. Mudos, casi perplejos, todos los siguieron con la mirada, y el Sargento Lagarto necesitó alzar la voz y repetir tres veces un "¡A-tenció!" para que se dignara la tropa a mirarle.

-Nada de mochilas, -dijo el capitán señalando tres bolsos en el suelo, a un costado de la mesa. No había nadie más en el lugar, y una vez pertrechados, partieron como exhalación hacia el puesto artillado al que hiciera alusión minutos antes el Mayor Cuervo.

 Fue llegar al puesto y en la lejanía se comenzaron a oír estruendos de cañonazos. Seguramente allí estaba jugándose el destino de las Compañías 3 y 5. En la plaza había también movimiento y las piezas se acomodaban ya con sus sirvientes para entrar en acción.

-Usted, Teniente, -dijo el Mayor sentado a una mesita improvisada de donde chorreaba el mismo mapa inmenso que vio anteriormente en el despacho de comando, -usted colocará las cargas en los seis pilares de la fachada del astillero, atados cada uno y unidos posteriormente por esta larga mecha. -Se la acercó con cierto esfuerzo. El Teniente lo anticipó y tanteó su peso. Era un rollo negro y muy grueso, donde seguramente se enroscaran varias decenas de metros de cuerda. En los bolsos estaban los explosivos y la llave detonante.

-La carga explosiva debe quedar instalada en cuestión de tres horas, para las 1720 horas, para ser precisos. El Cabo Liechtenstein le llevará por un atajo lo más lejos del enemigo hasta el astillero abandonado. Una bengala blanca los pondrá en alerta máxima sobre su objetivo, y otra roja les señalará el momento exacto de activar la caja de detonación. -Los cañones situados en el emplazamiento del flanco derecho comenzaron a abrir fuego. Entre el humo, el Mayor y otros subalternos les saludaron rígidamente. El Mayor volvió a la mesa y enseguida un suboficial le puso delante papeles y un mapa más pequeño. El Teniente Manrique y sus dos soldados corrían ahora detrás del Cabo Jabalí, que portaba un fusil y la cuerda de mechas atravesándole el pecho. Quedó en la memoria del Teniente la figura recortada del Mayor tanteándose la casaca, seguramente buscando una yesca, contra el fondo difuso del humo de las detonaciones como un mensaje del infierno...

 A medida que se adentraban en un monte espeso donde la luz no pasaba por el denso follaje, poco a poco el guía Jabalí empezó a impostar la marcha hacia la derecha, de forma tan forzada que, teniendo por delante terreno apenas cubierto por helechos entre los troncos, se empeñaron en trepar a piedras escarpadas, muy peligrosas en sectores donde estaban forradas de musgo sumamente resbaladizo. Sorteado este obstáculo natural para el que el Teniente Perro, sus soldados Mano Pelada y Cigüeña Mirasol habían arriesgado un porrazo del que con suerte volverían a la base al tanteo, el Jabalí, que con suma agilidad los adelantaba y giraba para comprobar que le seguían, salieron detrás de un cerro achaparrado y plagado de Talas. Fue este tramo el más lento, tanto por lo urticante y doloroso de sus espinas, como por la ansiedad que los invadía de frente al inmenso astillero que se erguía hacia el río y ofrecía un muelle vetusto y roído como última esperanza de atraer a alguien a sus entrañas bacías.

-Aquí les dejo, -dijo en voz baja el Jabalí. Se quitó el royo de cuerdas y se lo pasó al Teniente que en grado había adivinado la premura del joven soldado para enfundar la pistola.

-Las bengalas les van a aparecer desde aquel sector. -El Jabalí señaló detrás de un monte coronado por dos o tres inmensas Araucarias, y a las que sus pies, se reflejaban en el río que parecía pintado de tan quieto.

 El Jabalí se encuadró, tomó su fusil y salió con más velocidad que al principio. Apenas lo vieron desintegrarse entre los espacios donde los Talas no acaparaban el paisaje, que de inmediato se pusieron a preparar los explosivos. El trabajo fue mucho más simple de lo esperado, y corría la mecha bien escondida entre los rieles de una vía por la que seguramente se movían piezas pesadas dentro del astillero, y allí, donde estaba el contacto, ellos se escondieron.

 El lugar estaba húmedo y esto les refrescó bastante el espíritu, puesto que el calor abrazador los estaba secando en vida. Ni bien bebían agua, de nuevo la sed los castigaba y ya ni mirar el río querían para no verse en desobediencia y nadando a riesgo de perder la misión. De improviso se sintió un disparo en la lejanía... una pausa de estática contemplación los estacó al piso de piedra... luego, ¡dos disparos más! Algo podría no haber salido bien, algo que comprometía al Jabalí, y también a ellos, del otro lado del monte y de frente al Cerro Malaquita. Ajustaron detalles, corroboraron la carga y contacto del detonador, y nunca soltaron los fusiles que estaban apuntando hacia el río calmo, como si de allí pudiese surgir la amenaza que descansaba agazapada en las profundidades entre plantas y Lenguados esperando el momento de saltarles encima y convulsionar las aguas hasta barrer parte de las ribas resecas de plantas muertas.

 Ahora los cañonazos se volvieron evidentes, de uno y otro lado, y en la espesura de los bosques, muy al horizonte, una cortina blancuzca de humo quedaba peinada por el viento entreverando los disparos de todos como una receta de la muerte que se preparaba a fuego lento.

-Teniente, - dijo el Mano Pelada mirando hacia el río, -nosotros, aquí, cuando esto explote, ¿quedamos bajo los escombros o esto nos protege?

 El Teniente se sintió sacudir por su propia lógica como para desprenderse de tanta estupidez que lo aquejaba sin saber qué hacer ya para no ser tan rematadamente torpe. Asintió con la cabeza a sus dos soldados. Ellos lo miraron sin entender si estaban bien apostados, o de lo contrario, era necesario cambiar la ubicación para evitar un derrumbe que seguro acabaría con ellos.

-Allí, vamos allí, detrás de ese galpón derruido. Podremos ver panorámicamente el escenario, y tanto bengalas como enemigos... -Y se quedó frenado... La Cigüeña tomó el carretel de cuerda y enfiló con audacia hacia el lugar indicado por el Teniente, los demás le siguieron a zancada limpia pero agachados a riesgo de darse un rodillazo en la cara...

¡Es que no era para menos, desde donde el río aparecía y pasaba junto a los arboles que se metían en el agua, tres, cuatro, cinco... hasta diez balsas repletas de enemigos y erizadas de bayonetas se deslizaban lentamente! La sombra de los árboles los dejaban negros y contrastados contra el fondo de otro cerro claro por el fogonazo de luz que le llegaba en plena ladera de cara a ellos y el astillero.

 Y en eso, entre algunos cañonazos que llegaban a la distancia, la bengala blanca se quemaba en el cielo azul y lentamente caía también absorbida en la misma dirección que el humo de las detonaciones de artillería. Enseguida apareció la roja, y el soldado Cigüeña empinó los codos sobre la llave de detonación cuando el Teniente los sorprendió:

-¡No, todavía no! Dejemos que se acerquen más... están obligados a pasar entre el muelle y la orilla de enfrente...

 En efecto, un estrechísimo margen de agua obligaba a elevar los remos para pasar entre el muelle y la orilla opuesta, momento en el que incluso quienes empuñaban los fusiles, miraban a sus costados para no atropellar piedras que se veían a los márgenes del estrecho pasaje. Pasó una balsa, dos, tres... y entonces, con la pistola en la mano y un puño cerrado, el Teniente ordenó:

-¡Ahora!

 La detonación estrepitosa los tomó a ellos también por sorpresa, y mucho polvo y trozos de material los atropelló dejando las paredes del viejo galpón con las maderas perforadas o tan dañadas que se cayeron. Tres de las cargas explotaron al unísono, y la cuarta un segundo después. Entre el humo espeso vieron la luz del sol proyectarse dentro del astillero una vez que la fachada se demolió y arrastró consigo el techo entero. Pasaron minutos antes de moverse de la posición en que la onda expansiva los había desparramado, sin duda no tenían idea de a qué distancia o cómo resguardarse de la detonación, pero ¿cómo saberlo si ni sus mismos camaradas fueron capaces de decírselo? Se disipó el humo y el horror heló la sangre al Teniente y al soldado Cigüeña: cubierto de polvo blanco, con la boca abierta que era lo único que podía reconocerse, el Mano Pelada yacía tirado boca arriba, enredado torpemente en la correa de su fusil, y con las piernas bajo un montón de maderas. Todos estaban blancos por el polvo, y esto hizo más dantesca la imagen, pero antes de que pudiesen reaccionar, el soldado abatido comenzó a quejarse, tosió varias veces, y luego de un largo quejido fue tomado por sus camaradas de los brazos y alzado casi que de inmediato.

-¡Arriba, muchacho! -Dejó escapar el Teniente. El Mano Pelada los observo, y mientras permanecía atónito, la Cigüeña le fue desenredando el fusil, levantándole a los hombros la mochila, corrigiendo la posición de la bayoneta que no permitía bajar la cantimplora y por esto la correa del fusil parecía atascada a la espalda del desgraciado Mano Pelada... Comenzaron a reír sin disimulo y el Mano Pelada, constatando que estaba entero, también lo hizo a su modo. Poco a poco, distanciados entre sí por tres o cuatro metros, se fueron abriendo y llegando a la zona de la detonación. A los pocos pasos les asombró encontrarse metidos hasta los tobillos en el agua, y era por la brutalidad del impacto y el material caído al río que la desplazó. De la fachada y sus columnas no quedaba más que un montón de escombros y el polvo continuaba depositándose en el agua. Vieron a dos o tres soldados enemigos arrastrase por la orilla, uno se incorporó pero el Teniente tomó puntería y lo volteó de un certero disparo. Sus dos soldados le acompañaron calando las bayonetas, y una vez en medio de aquel desastre de piedras, balsas destrozadas y cuerpos semi sumergidos, el comandante Manrique dio algún tiro de gracia a aquellos que aún parecían moverse. Los soldados echaron una ojeada y también en el rastrilleo encontraron algún desgraciado al que pasaron a mejor mundo pero a bayonetazo limpio.

-No hay más cañones. -Dijo el soldado Cigüeña. En efecto, ahora el silencio era total, y solo algunas cascadas de agua que sorteaban obstáculos del combate entre el muelle y la orilla se sentían con claridad. 

-Volvemos. -Dijo el Teniente. -Nos volvemos al campamento y damos por concluida nuestra misión.

Los tres retomaron el camino entre talas adentrándose en el monte, caminando lentamente y bajo el sol que todavía tenía poder de secar en vida. Las armas empuñadas parecían soldadas a sus manos, y a cada paso se desprendía polvo de escombros de sus cuerpos; parecían tres fantasmas volviendo de un infierno no muy lejano, atravesado por bosques y montículos de piedra salpicados de musgo y helechos. Fue en el camino más largo y sin el reparo de los árboles que encontraron a un costado al Soldado Jabalí muerto. Era evidente que aquellos tiros fueron la causa de su muerte. Su fusil había quedado a unos metros de él, como si herido se intentó deshacer de aquel destino trágico optando por rechazar su arma y luego, unos pasos después, rodando en el suelo y quedando a un lado del camino con los ojos abiertos, un coágulo oscuro en la boca que se la hacía negra y el impacto de la bala visible a un costado del cuello. Allí lo dejaron y continuaron su marcha sin detenerse hasta llegar al campamento.

 Pero las cosas en ese lugar no habían sido mejor. Las piezas de artillería estaban giradas de manera brusca a diferentes lados de su posición original de emplazamiento, como si hubiesen sido atacados por ambos flancos. Yacían sus sirvientes muertos y diseminados entre las enormes ruedas de los cañones. A simple vista, no era necesario recorrer más para entender que el campamento había sido arrasado.  Las marcas de las cargas de caballería sobre el suelo eran más que reveladoras, había tantos muertos como seguramente sus compañías podrían ofrecer, sin contar caballos  y enemigos caídos en el entrevero. Contra un cajón de municiones sin abrir, se encontraba el Mayor Cuervo sin vida, la pistola en la mano y la cinta que salía de su culata y se colgaba al cuello estirada tanto como su brazo recto se lo exigió.

-¿Qué hacemos, Teniente? -Preguntó por los dos el Mano Pelada.

El Teniente Manrique se tomó su tiempo para contestar, tenía un tabaco en la boca que se había armado en medio de aquella contemplación desastrosa, parecía hurgar en el suelo y a los costados. De repente, miró fijo al cadáver del Mayor Cuervo. Se acercó y le tanteó la casaca manchada en su mitad de sangre. Abrió uno de sus bolsillos y de allí extrajo un encendedor. Dio yesca, prendió el cigarro y pito vehementemente haciendo salir gruesas nubes de humo. Luego se giró hacia sus soldados y encogió los hombros. El soldado Cigüeña tenía un cigarro en la boca y ofreció uno al Mano Pelada. El Teniente dio fuego al soldado largo y blanco como la nieve, y al acercar la yesca al pequeño Mano Pelada, se detuvo y le increpó:

-¿Pero no es que vos no fumabas?

-Pero desde ahora sí, Teniente.

Asombrados por la contestación, la Cigüeña y el Teniente Perro se miraron.

-¿Y porqué desde ahora sí? -Volvió a inquirir su comandante.

-Porque creí que nunca volveríamos del astillero, y que estaríamos muertos entre los escombros mientras el Mayor Cuervo se fumaba un cigarro pensando cómo madrugar al enemigo.

 

RV 2020  




lunes, 2 de noviembre de 2020

 

2020 - Retractos II / Capítulo #02: "Magnolia Peluche"

 

 Una damita sin parangón, de carácter sensible y educada pasión, Magnolia se impuso a ponzoñosas vecinas que en vano intentaron quitarle mérito a su persona intachable, unas veces con calumnias, otras con intrigas venenosas, las más veces a trompada limpia en medio de la calle. Magnolia, sin embargo, conservó siempre su espíritu noble y modales correctos, con austero desprecio hacia sus contrincantes de turno, fue siempre una damita sublime.

 Pero los buenos modales se vieron groseramente arrinconados por actitudes cada vez más hostiles de sus irreverentes enemigas, entonces tuvo Magnolia que pasar a la acción; una acción sesgada por el odio que poco a poco la fue invadiendo, y al estallar, supuso una reacción absolutamente ajena a alguien como ella...

 Corría el año 1988, "Carnaval de las Desgracias": la fiesta tradicional por excelencia de aquel país, de una duración sorprendente de 124 días ininterrumpidos de groseras bromas rayanas en la psicosis colectiva, inaugurado en el año 1790.  Para esta fecha, 1988, se pretendía hacer una fiesta especial que pudiese competir con el gran festejo de los 200 años (era un carnaval bienal), por lo que se intentó sorprender drásticamente en todo su formidable, delirante y enigmático espectáculo. Se habían ya dado algunos fuertes indicios de atrofia mental cuando fueron noticia sucesos como el del asilo "Misericordia del Marqués Redentor", "Helados Mónkis", o el "Gran estanque de la Paz". Era indudable en varias de estas jugadas la impronta característica de las Hermanas Lupi, sus desproporcionados golpes y su carisma demoníaco. Magnolia era un espectador más en la fiesta, y si bien la muerte de su padre durante la descollante puesta en escena de "La murguita de los Lemures" le jugó un rato de desconsuelo y confusión, a los tres o cuatro días, la pequeña niña de 12 años recién cumplidos se dejaba salpicar por la sangre de la fiesta, las ensordecedoras detonaciones, los alaridos descontrolados, el repugnante olor a carne chamuscada...

 Los preparativos de cada día venían acompañados, en el mejor de los casos, por un ensayo simple y austero. Esto era común porque la mayoría de la población implicada en aquel irracional festejo, se preparaba ensayando durante el año precedente, con horarios extensos y controles tan férreos que se calcula un porcentaje de damnificados a nivel psicológico bastante más grande que el que las autoridades justifica, debido a las inspecciones y exigencias por parte del Comité Organizador y de Ajuste Práctico (COAP). No podemos pasar por alto los centenares de decesos o mutilaciones sufridas durante este período, (pero son un motivo acalorado de debate en el parlamento debido a la fuerte carga tributaria que implican las pensiones por lesión.)

 Fue durante el ensayo fugaz de "Las Princesas Iracundas de Saturno", grupo coreográfico del que Magnolia formaba parte... como utilera, que llevó a cabo su primera venganza: primera de siete terribles, conmovedoras, perentorias y conspicuas venganzas...

"Chelita y Gorreta", así llamadas por sus amigas, eran el objetivo de Magnolia: Chelita abuzaba de certeros puñetazos en su nuca, casi de forma diaria, o durante la mayor parte de la semana puesto que estaban en la misma clase en secundaria; Gorreta se había especializado en un sorprendente salto, prodigio de su atlética conformación, que se caracterizaba por pasar sobre Magnolia elevando las piernas y quedando con la cabeza hacia abajo, a escasos cinco centímetros de la cabecita de Magnolia Peluche, para caer del otro lado parada a sus espaldas. No era tanto el potente puntapié anal que le otorgaba en el momento de tocar el piso lo que tanto le enfurecía, si bien el dolor le hacía ver extrañas alucinaciones de círculos concéntricos lumínicos en un magenta degradado lastimosamente entre lágrimas, sino el feroz escupitajo que le depositaba en la frente durante el acrobático salto, cuando por segundos quedaban enfrentadas aunque de forma inversa. También "compañera" de 1er año de Liceo. Aquí ya había suficientes argumentos para que Magnolia se desquitara de tanta brutalidad, para que les diera un escarmiento, para que, por qué no decirlo, asesinarlas.

 El ensayo fue precedido por las incansables actividades de Magnolia Peluche, tanto para organizar el vestuario, como para mantener limpia y despejada la pista para el derrotero coreográfico. Las "Princesitas Iracundas de Saturno", danzaban emotivamente en torno a una grosera hoguera que en cuyo centro se erguía una aberrante escultura en cemento que supuestamente representaba al dios Saturno. Las bailarinas, en fabulosas estampidas corrían hacia el foco ígneo para detenerse vertiginosamente en su borde, llegando a chamuscar la ropa, y correr luego en sentido inverso formando un espiral de gran dinámica que alcanzaba a rozar al público circundante. A medida que el espectáculo avanzaba, las Princesitas olían a quemado, y el sudor llegaba a salpicar a ojos vista, producto de la temperatura aberrante que irradiaba Saturno. Sin remordimientos ni cuestionamientos, Magnolia se movió quirúrgicamente denotando la agilidad de un plan mil veces ensayado y planificado al detalle más insignificante. Dos cartuchos de dinamita, de mecha corta pero sublimemente embetunadas en pólvora y ron fueron adosadas, una por cada blusa que las dos chicas debían endosar. Magnolia tomó registro de todo el proceso, desde sus corridas alocadas, el humo que de las puntillas de sus vestidos dibujaban en la noche, el brillo de sus pieles empapadas, las caras de entrega, sufrimiento y esfuerzo físico, las expresiones de subnormales desenfrenadas, las detonaciones, las salpicaduras y trozos de tejido apretando huesos astillados unidos a tiras de órganos desflecados creativamente con la impronta del TNT y sus fragmentaciones lúdicas. Magnolia corrió hacia el pedazo más grande que apenas se separó de la pista por un metro de altura,  tiritante como conteniendo la cuerda que le impulsaría energía para seguir danzando, encontró sorpresivamente medio torso con un brazo y cabeza de Gorreta. Gorreta logró verla a los ojos, y en medio de convulsiones caprichosas, alcanzó a decirle: "¡Vos...!" Allí quedaron sus palabras, mas no sus contracciones musculares que continuaban haciendo las delicias de todos aquellos que allí estaban presentes.

 Magnolia se tomó más de tres semanas para compaginar un hermoso video, un capítulo dentro de sus testimonios de la Edición 1988 del Carnaval de las Desgracias. Pero fuertemente motivada por el resultado de aquel plan, directamente se centró en el segundo, el que  amañaba a un cruel destino a cuatro de sus peores enemigas: Melucha O'Higgins, Pamela Mola, Eusebia Cornamenta, y Segismunda Malamecha. Todas vecinas, todas mayores que ella, todas espigadas y refinadas, todas golpeadoras... y todas cinturón negro de Judo. Las posibilidades de venganza y salir ilesa en el intento eran pocas para nuestra sagaz Magnolia, pero los complejos que impregnaban su alma eran conflictos que cargaba día y noche y que la mortificaban sin piedad, además, tenían un nombre: "el cuarteto de los esqueletos". Los daños colaterales serían dos, las hermanas Fremulia y Kaspita Edison de Hugonote. Dos repulsivas criaturas ganadoras de dos discos de oro por sus famoso reguetón "¡Probá esta sopa, mi negro voraz!", que además de fortunas en dinero, fama y glamur, les había otorgado la impunidad para despreciar sin miramientos ni limites, y entre sus marginales repulsas, estaba "La gordita Peluche", o sea, Magnolia.

 Las seis, de las que solo cuatro eran el objetivo de Magnolia, correrían sobre un formidable furgón preparado para alojar a las seis damas como reinas, y abrirían la jornada número 87 del Carnaval. Magnolia lo sabía, y sabía hora, recorrido y distancias. Este plan fue el que mayor dedicación le consumo, porque no podía ser ensayado, y solo se valía de cuanta información y minuciosidad lograse concretar efectivamente. Las seis murieron de manera bochornosa, por no decir "lastimosa".

 17:34 horas, sábado 15, Avenida de las Huestes Crepusculares a la altura del 1230, esquina Petrona IV, "Las Seis Dianas", así se hacían llamar, se desplazaban velozmente sin reparar en la gentuza que se agolpaba intermitentemente por la ancha avenida. (Cabe señalar que un gran porcentaje de la población sentía verdadero desprecio por ellas, y debido a su fuerte poder y actitudes gangsteriles, nadie se atrevía a reprobarlas en público, por lo que, aquellos que las odiaban, simplemente las ignoraban. Pero Magnolia no correspondía a este sector de gente, y lo dejaría en claro estrepitosamente.)

17:44 horas: "Las Seis Dianas" toman la calle Renacuajo Topacio, en sentido hacia el Jardín Botánico. A la altura del cruce con la calle Contubernio del Cretáceo al 2600, se topan con la inmensa obra vial impulsada por la municipalidad, que si bien detiene la velocidad y dinámica del desfile, no la corta como hubiese sido posible de tomar laterales aún en peores condiciones. Frente al cruce, se eleva caprichosamente y desafiando a la física, el mamotreto del nuevo Hotel Cambas, estancado en una construcción interminable y groseramente salpicado de malos manejos de fondos y defraudaciones fiscales. A la altura del 23º piso, una grúa deja pendular de su punta un bloque de hormigón de aproximadamente media tonelada; a sus mandos: Peluche, Magnolia Peluche Capuleta de Requena.

 17:56 horas:  Un estridente sonido delata, a oídos de pájaros y misteriosos personajes, que el gancho que sujeta la brutal carga acaba de ser abierto, y como un latigazo la masa de concreto emprende su loca carrera hacia el suelo dejando detrás suyo una cortina de humo gris del polvo que la abrazaba. El estruendo certero se oyó a varias cuadras a la redonda del impacto, una grosera nube de polvo envolvió todo el cruce, saltaron chispas del metal apretado con brutalidad al ser compactado contra el pavimento. Una vez que la cortina de humo se fue disipando, el resultado del certero golpe dejó al desnudo la espantosa imagen donde, a pesar de la enorme cantidad de partículas de cemento y trozos metálicos, la sangre ganaba relevancia y se imponía, por caprichosos sectores, a forma de salpicaduras en amorfas direcciones y concentraciones dantescas.

1850 horas: Se hace pública la noticia del deceso de las "Seis Dianas", el cielo se tiñe de fuegos artificiales, hay sollozos entre la muchedumbre, y como una fiesta demoníaca y bajo los efectos de una fiebre delirante, se manifiesta pesadumbre, alegría y extravagancia de sentimientos, siempre al ritmo descontrolado del Carnaval.

 El noveno y último espectáculo ofrecido por Magnolia fue decisivo para su compleja psiquis, puesto que acarreó un confuso malestar que le perturbó hasta el final de aquella festividad, incluso hay quienes afirman que hasta hoy en día...  

 Clorinda Hoffman Reichembärgen, la "Teutona del Malambo", así conocida en la ciudad. Combinaba el mágico trotar del caballo exquisitamente interpretado en el malambo, con un paso marcial de Alemanda que estremecía hasta al público más primitivo e inconsistente.

 Si bien no se trataba de un número al que la población dedicase gran devoción ni admiración, se volvía delirante en medio de aquella hemorragia de sensaciones mal desbordadas, y que por momentos, resaltaba magníficamente entre cada sacudida violenta de Clorinda, sus impactos en el suelo de sus pesadas botas, su sesgo autoritario en cada movimiento, avasallante en sus miradas e intimidante en el ruedo. Sin embargo su espectáculo concitaba apenas la atención de unas doscientas personas, nada comparado a otros que sumaban de a miles, tales como "La fragmentación de Calderas", penosa pérdida de locomotoras antiguas que eran alimentadas a fuego sin abastecimiento de agua hasta alcanzar una formidable deformación de la caldera, o una explosión de vapor criminal; ""Sal si puedes", contagiosa hilaridad provocada por la demolición controlada de edificios donde la gente participaba agolpada en el sótano de cada construcción, con la sorprendente resultante de un increíble número de participantes sobrevivientes; "La doma de Satán", consistente en ser adosado a un cohete de propulsión sólida, disparado desde la bahía y con el genial y atrevido desafío de "cabalgar" sobre el bólido hasta segundos previos a su detonación, dejando a la suerte la caída, sin paracaídas, sobre las aguas que bañaban las costas de aquella singular ciudad. Y así se podrían mencionar infinidad de actos de brutal desparpajo y candentes consecuencias en la severidad de quienes cometían aquellas aventuras públicas.

 Pero Magnolia se vio condicionada por los tiempos que demandó su primera incursión, la de Chelita y Gorreta, por lo que la puesta a punto de este tercer plan, espeluznante desde su concepción originaria, no tuvo las pruebas necesarias para un desarrollo correcto. Pero lejos estuvo Magnolia en echarse atrás en su empresa, y si bien pasó por alto detalles insignificantes que en otro momento y bajo otras circunstancias así no lo hubiese hecho, algunos pautaron la tragedia de forma descontrolada y de difícil conclusión. 

 Una carga explosiva de doscientos kilos de nitroglicerina serían puestos bajo el escenario y tan superficialmente que su simple contacto con las tablas de aquella tarima funcionarían como percutor al más simple cercano golpe. Este detalle hacía suponer una efectividad casi que total en la detonación, y la pulverización sino completa aunque parcial de la "Teutona del Malambo".  La fiereza y entrega que ponía esta mujer de 116 kilos en el escenario, su formidable destreza en trasladarse bailando por todo el escenario, y la compacta y brutal pisada en cada uno de sus pasos, arrojaba un promedio de vida de casi doce minutos, como mucho, según los cálculos de Magnolia.

 Dada la constante agresividad de Clorinda hacia Magnolia, que supuso un confinamiento total en su casa al verse siempre acorralada por la violencia de su enemiga, para Clorinda Hoffman el "Pequeño Lechón" era simplemente inexistente. Así llamaba la Teutona del Malambo a nuestra Magnolia Peluche, "El Pequeño Lechón", y en este delirio de irrespetuosidad hacia nuestra amiga, sus descuidos fueron el fatal condimento que, no sin mucho esfuerzo y en resistida competencia, sentenciaron su vida en favor de la de Magnolia.

 Jueves 30, 19:20 horas: en estado de conmovedora ebriedad, el director de la Biblioteca Comunal 233 hace uso de la palabra. Primero intenta pasar por alto la poca concurrencia, no se logra expresar con claridad, comienza a insultar al público soezmente y esto atrae a más gente. Magnolia, a uno cuarenta metros de distancia, observa con prismáticos el espectáculo siniestro. La gente increpa al Director, Don Fernando del Alcázar; caen objetos, una bugía impacta en su pómulo derecho, el hombre trastabilla, da un par de pasos hacia atrás, se toca la cara, ve la sangre en su mano, sonríe, saca un 38mm del saco y a quemarropa elimina dos o tres individuos de la primera línea del palco. Por un lateral sube gente que no es vista por Don Fernando, es brutalmente linchado apenas cae del escenario producto de una embestida en masa que termina por arrojar a todos del escenario como si se tratase de un número circense. Magnolia ríe y en su festejo aprieta su bolso de mano contra el pecho: siente la rigidez de una 9mm que se trajo por temor a que el plan fracase y sea asesinada por una enfurecida y despiadada Clorinda. El escenario se cubre de humo, un ingenioso juego de luces lo peina y la lonja floja y grabe de un par de bombos silencian a la muchedumbre que ve entrar en un estruendo a la magnífica Clorinda Hoffman Reichembärgen, empujando al humo y corriendo a las sombras en estampida. La gente permanece en silencio, en sus rostros de trastornadas expresiones se delata una masa estúpida, convulsionada e hipnotizada como bestias en un corral; el sudor hace más groseras sus facciones. Magnolia observa a la multitud sin reparar en que la detonación pueda envolver a varios de los espectadores, y esto es solo un detalle omiso pero sin importancia. En uno de los extremos del palco, entre sombras borrosas se aprecian dos o tres tipos que patean denodadamente un bulto en el piso: esa masa inerte es el señor Director de la Biblioteca Comunal 233, seguramente ya sin vida...

 Pero Clorinda es un huracán que desborda el tablado y la gente parece aprobar lo que observa, y lo dan a entender sus bocas a medio abrir, inexpresivas todas aunque tendientes a la sonrisa sarcástica. Nadie dice nada y Clorinda castiga las tablas  en perfecto compás y admirable riqueza en la intensidad de cada frase sentenciada por sus botas germánicas.

 Magnolia teme lo peor, pues pasados los diez minutos, la corpulenta mujer emprende una reiterada arremetida de pasos al borde del escenario, esquivando muy a lo lejos el centro del escenario. La gente comienza a aplaudir frenéticamente cuando el desenlace de su danza se acerca al final con un derrame de virtuosismo que atropella a la gente que ahora grita eufórica... ¡Clorinda remata el baile al borde del escenario cuando completa su número exactamente en el minuto dieciséis! La multitud enloquece, y un funcionario atraviesa el escenario con un aberrante ramo de flores, Clorinda se da vuelta, el hombre detona la carga explosiva... Un fogonazo enceguece a la gente, vuelan pedazos de la estructura del escenario, la iluminación y trozos humanos en direcciones insospechadas, luego se siente el estruendo de la explosión.

 Transcurren minutos de sordera y es difícil mantenerse en pie, parte de la escenografía está inclinada hacia un costado, otra parte de la misma yace enredada brutalmente a cables de la luz y ramas de árboles. El momento es dantesco y Magnolia ve realizarse su peor pesadilla: con el rostro severamente desfigurado y completamente roja en toda su parte frontal como un monstruo humeante del que cuelgan mechones de pelo y telas chamuscadas, puede apreciar los ojos brillosos de ira de la Teutona, pues la ha visto y se le viene cual exhalación. Los gritos, las bocinas y detonaciones secundarias son una bola infernal de un sonido aprisionado en una cámara del infierno, Magnolia huye despavorida pero Clorinda ya está sobre ella, se desespera, no encuentra el lado del cierre de su bolso, Clorinda la toma del pelo y con él su oreja, su mano hurga dentro de la cartera y no entiende cómo no encuentra lo único que allí lleva... Clorinda echa su otro brazo hacia atrás, es una masa desfigurada y  de un rojo asquerosamente oscuro y viscoso, su puño compacto como un adoquín se aleja para venir a su encuentro como un marrón matando a la res... Magnolia deduce la posición del arma que creía fría, sin embargo su propia sangre y el calor abrumador del lugar hicieron confusa su búsqueda en el estrecho bolso... Clorinda enseña unos pocos dientes que brillan como diminutas perlas contenidas en el agujero negro de su boca... el puño se dispara cual chicotazo de fuerza liberada en un cañonazo y sórdidamente apenas se siente el arma de Magnolia detonar en un chispazo sorpresivo. El impacto de la bala da de lleno en el cuello de Clorinda, que desvía involuntariamente su golpe y apenas roza la cabeza de Magnolia. Ambas pierden el conocimiento... la atmósfera asfixiante hace confuso todo, y si es difícil ver algo, peor es intentar respirar...

 Han pasado varios meses desde aquel último acto salvaje de Magnolia, a quien ya nadie se atreve a ofender ni llamar de otro modo que no sea por su nombre. Ha finalizado el Carnaval de las Desgracias hace unas semanas y en la sociedad aún persisten arrebatos de violencia que salpican la rutina mecánica de los pobladores de aquella ciudad, y esto contrasta y no gusta, porque allí, donde se festeja el Carnaval más largo y extraño del planeta, el trabajo es un ritual sagrado y la entrega de cada uno en su ocupación es desmedidamente consagrada a la eficiencia completa. Nadie en el mundo puede afanarse tanto y entregarse de aquel modo al trabajo, y es probable que sea este fenómeno de enajenación el que genere un desahogo en masa tan estrepitoso como se refleja en el Carnaval...

 Magnolia no cursó el último año de bachillerato como tenía pensado y era deducible a alguien con notas tan sobresalientes, y es difícil creer que en algún momento de su vida pudiese volver a su curso anterior. Porque ya no tiene enemigas, no puede contrastar sus argumentos con la saña desmedida y mongólica de aquellas contrincantes desleales y abusivas. También es cierto que de haber sido lo opuesto en el resultado de aquellas acciones, de estar vivas sus enemigas y ser ella la muerta, sentirían todas su ausencia como un golpe ciego o un disparo al vacío.

 Fue entonces que los años transcurrieron y nada se supo de Magnolia Peluche, al menos para nosotros, sus vecinos más próximos, los de la vereda de enfrente, los que la podíamos verle desde la ventana, porque aquellos que convivían con ella y su familia en el mismo edificio, difícilmente pudiesen ver lo que desde esta perspectiva se observa. Pero fue noticia encontrarla a unas tres cuadras de allí, en una tienda refinada de ropa, atendiendo a sus clientas distinguidas, y más sorpresa fue saber que nunca llegó a estudiar abogacía, como se decía anhelaba, y que, muy por el contrario, se dedicaba a la alta costura desempeñando el oficio con reconocido virtuosismo. Lo supe cuando entré a su tienda, acompañando a mi madre que necesitaba un encaje o algo por el estilo, y allí encontramos a la controvertida Magnolia. Fingió no reconocernos, y mantuvo siempre la mirada baja. A cada comentario de mi madre, ella asentía y en sus lentes se reflejaba la alfombra de figuras geométricas que imponía círculos amarillos sobre rombos grises y azules. Cuando todo quedó claro, y mi madre le agradeció por su cortesía y amabilidad, Magnolia levantó por primera vez en aquella tarde su cabeza, y pude ver sus ojos plenamente al tener los lentes bajos. Cierta pesadumbre me invadió, y entre lástima y rechazo mis sentimientos intentaron encontrar la cordura que combinase con el orden y pulcritud de la sala. Yo ya me había aproximado a la puerta de salida, y mientras mi madre le daba la espalda y se acercaba a mí, ella, Magnolia me miró con ojos de acero y dejó escapar con una voz seca y grave que retumbó evadiendo la absorción de las telas allí colgadas: "-Yo me comunicaré con usted cuando el trabajo esté hecho."

 Después de caminar una cuadra de regreso a casa, ambos inmersos en el silencio, pensé en decirle a mi madre que yo iría por su pedido ni bien estuviese pronto, temiendo a la sola idea de ver a mi madre allí adentro con aquella persona tan oscura, encerrada en una jaula tersa que se tragase los gritos y envolviese los cadáveres como capullos, pero mi madre me sorprendió con un comentario que, si bien me pareció desatinado, acabó por ratificar mi temor:

-Pensar que esta chica quería defender gente en un juzgado, y terminó uniendo retazos de tela huérfanos como si se tratase de un mosaico.

Y a la cabeza se me vinieron los retazos de personas en los que caprichosamente Magnolia volcó su arte, y más que encontrar a  su nuevo oficio una redención, me estremeció de miedo al punto de obligarme a sacudir la cabeza en dinámica negación.

     RV 2020

 


      

martes, 9 de junio de 2020



2020 - Retractos II / Capítulo #01: "El gato Pity-Piky Ferguson"

 Apenas tuvo la posibilidad d embarcarse, Ferguson  se destacó entre la tripulación del Parabelum de forma extraordinaria. Supuso, en un primer momento, una serie de pormenores a raíz de su condición de gato; sus despóticos y repentinos cambios de actitud, su rechazo al agua, el fastidio hacia multitudes o personajes desconocidos... Desde el cuarto de máquinas hasta la torre de control, el gato se hizo tan visible como eficaz, y cuando se volvió imprescindible, Ferguson era ya el Contramaestre.
 Los puertos donde hacía escala el gigantesco carguero también eran escenario para que el genial y audaz Ferguson impusiera su estilo y dejase una impronta imborrable en todos aquellos que le conocían. En cuanto a su disciplina y profesionalismo, el gato Ferguson era, por momentos, quien quedaba a cargo del navío desde todo punto de vista, y el Capitán depositaba en él su más absoluta confianza. Por otro lado, Pity Ferguson nunca alardeaba de sus formidable capacidad como navegante y tripulante, una humildad envidiable le envolvía en su proceder, y la soledad con la que se empapaba le volvía intrigante y misterioso.
 Pero a medida que se decantaban responsabilidades en él, la corrección en su comportamiento frente a cada situación y la cordialidad con la que trataba a cada tripulante del Parabelum, sin importar su cargo, también crecía la curiosidad por conocerle más a fondo. No hubo reunión en la que Pity-Piky permaneciese más de lo necesariamente oportuno, ni jamás se le vio en festejo o encuentro de camaradería; Ferguson era, simplemente, la funcionalidad y eficiencia del navío en su más estricta medida, pero de allí en más, un fantasma que desaparecía una vez cumplido rigurosamente su horario de trabajo. Entonces las especulaciones fermentadas en envidia se decantaban en intrigas y suposiciones absurdas.
 Pero una tarde, fuertemente sacudidos por una tormenta sin precedentes, el Parabelum se había escorado de manera alarmante y no recobraba su estabilidad a pesar de intentar mover cargas y lastre. Llegada la noche, luego de una pausa donde la tormenta se disipó tras una fuerte lluvia, la tempestad se hizo tan violenta que en cuestión de una hora se había perdido una enorme cantidad de conteiners, sacudida tras sacudida. Los pedidos de socorro  no tenían ningún efecto puesto que nadie se acercaría a la nave en medio de tantas olas y vientos aterradores, pues se trataría de una misión suicida. El Capitán se había sumido en una crisis nerviosa que le desbordaba entre conflictos de antaño en los que se perdió cargas invalorables, mercancías de espíritus náufragos e historias truncadas a fuerza de vidrios  rotos.  Ferguson tomó el mando, y nadie se opuso frente a un escenario que crispaba los nervios a cada sacudida y aliviaba el alma cada vez más cercana a las profundidades oscuras y heladas del océano. En una suerte de maniobras lentas y fraccionadas en el tiempo, poco temerarias y calculadas en desvíos que parecían seguir una estrategia inventada sobre la espuma de las olas, el Parabelum comenzó a cortar olas quirúrgicamente, el asedio del viento desde babor mermó sutilmente, se estabilizó el buque y dejó de crujir a cada balanceo que inevitablemente el mar le imponía a suerte de furiosas envestidas. Tras los vidrios verdosos, espantosamente salpicados por el agua que en cualquier sentido intentaban frenar a los limpiaparabrisas obstinados en articular el tiempo sobre los cristales, se descubría a Pity-Piky con los ojos cual brazas, a los mandos de la mole metálica. Allí permaneció, sin soltar el timón ni dejar escapar cada media hora, una orden que obligaba a retomar la comunicación e informar sobre su posición y situación. Pero la tormenta se tomó su tiempo en desintegrarse, y en el eco desafinado de su retirada sobre las olas turquesa, corriendo mar más adentro, hacia el horizonte negro, se llevó el lamento de varios lesionados en la tripulación.
 Aquella proeza trascendió más allá de puertos y costas, y era común mencionar al Capitán Ferguson a la hora de hacer frente a un desafío, cualquiera sea este y cualquiera su real grado de dificultad.
 Entonces Ferguson estaba por ser ascendido a Capitán, cuando tuvo una sorprendente confesión. Y se trató de su pedido incondicional de asumir como Capitán del famoso navío al exigir sea rebautizado como "Parabelum II". Aquel pedido, siempre cortés y medido como cada una de sus acciones, tomó por sorpresa a la tripulación y demás funcionarios de la empresa. Fue así que uno de los gerentes empresariales que allí se encontraba presente durante su nombramiento, le preguntó con cierto asombro evidente:
 -¿Parabelum II porque considera que el primero se perdió?
-No,-dijo con voz clara y precisa como una coordenada, -Parabelum II porque "dos" son las vidas que me quedan, las otras cinco las perdí en aquella tempestad.

RV 2020