domingo, 16 de noviembre de 2014

Historias aberrantes - Capítulo #7: "La visita".

 No reconocí las yemas de los dedos golpeando sincronizadamente sobre el vidrio entre el diluvio de la tormenta. Sin embargo, comprendí que se debía a cierta actividad humana, aquella que exige nuestra atención. Permanecí en la cama, pesadamente cubierto por las frazadas. Los fuertes truenos se intercalaban con estampidas de luz que los relámpagos impregnaban fuera de la casa, quemando en contraste cada imágen, incluidas aquellas que se presentaban fantasmagoricamente dentro de mi humilde habitación. A cada relámpago o trueno, mi cabeza se erguía velozmente y así permanecía inmóvil contemplando la ventana y controlando que el mundo aún no se hubiese destruido.
 Entra las pausas que atestiguaban la lejanía cada vez más inmediata de la tormenta, volví a sentir aquel tétrico golpeteo que demandaba mi atención. El terror me sobrecogió cuando pude apreciar la siniestra sombra sombre mi cama, y contemplar como la más triste de las apariciones que uno jamás pudiese imaginar, la silueta de aquel cuerpo abatido por el agua. Permanecí así, y el cuello comenzó a dolerme al no poder bajar la mirada en dirección al misterioso visitante. Transcurrió un tiempo que dificilmente pueda manejar con discreta exactitud, pero fueron varias las ocasiones en las que el hombre extrajo su mano del bolsillo y se detuvo frente al espeso vidrio, dudando si volver a repetir el llamado. No me quedó opción. Me incorporé y sin sentir el frío del invierno que machacaba a cada ser vivo, luego de inquietos balbuceos, pregunté con voz dura: ¿Quién es?
 La figura pareció hacerme un gesto, como invitándome a acercarme. Tras dudar y explorar detalladamente el semblante de aquel indiscreto personaje, decidí aproximarme lentamente, hasta quedar a un metro de la ventana y del hombre.
-Escuche. -Pude entenderle con claridad. Permanecía con los brazos extendidos a los flancos del cuerpo. Su voz era suabe y clara, y en ningún momento declaraba alteración alguna.
¿Qué desea?
-Escuche. -Continuó sin dejarme terminar de hablar. -Usted me verá siempre, entre aquel montecito, ¿ve? -el hombre se giró a su derecha y su brazo apuntó hacia el lugar que miraba, pero que estaba fuera de mi campo visual al exceder su extensión el pequeño formato de la ventana. -Y también allí, y allí, y por lo de la pulpería del Perro Anselmi. Tenga presente que siempre me verá...
-¿Cómo...? (Intenté interrumpirle, pero el hombre estaba explicando y en su tono era evidente la necesidad de que aquel extraño mensaje me quedara claro).
-... desde la ruta hasta los campos de soja al borde de la estancia Mamangá, y la pendiente de la cañada donde pesco. -Volvieron a golpear sus yemas en la ventana floja y sentí cada dedo tocarme el alma y empujarme hacia el pavor más profundo. Se marchó bajo la cortina blanca del agua que había vuelto y con ella los truenos que parecían  cañonazos.
 El terror me llevó a la cocina donde bebí café amargo, sin saber cuándo lo había preparado ni por qué mi mirada había quedado clavada en la pequeña ventanita sobre el horno.
 A ciencia exacta, difícilmente pueda confirmar cuándo fue su primer  aparición, pero si puedo objetivamente confesar que son cuatro la veces a la semana que se hace presente en esta ventana, cuando no me lo cruzo por entre los campos, atravesando un alambrado o tomando caña en la pulpería del Perro. Temiendo preguntar por él, una foto me revelería su identidad, en casa de don Gamarra, colgada sobre el fogón.
"Este es mi compadre el finado Teo, que nos dejó hace veinte años". Me dijo una noche de febrero contaminada de calor abrazador.
 Supe de la disputa por una mujer, cuentas pendientes saldadas violentamente sobre una balsa y también una apuesta resuelta con mala suerte. Todas patrañas, ninguna tuvo jamás sustento capaz de hacerlas medianamente creíbles. Deduje en el tono de la gente que en pocas ocasiones narraba su muerte, el descansado pronunciar de palabras falsas arrojadas a un aljibe y olvidadas antes de tocar fondo.
 Lo encontraba y lo miraba, don Teo fumando en la cañada y don Teo cortando tacuaras. Estuve entregado durante mucho tiempo a hacer de mis pasos un decantar de inquietas expectativas que en algún momento puedan situarme frente a aquel individuo oscuro y sentir de él lo ocurrido. La espera consumió años de espejismos, entre los que a la deriva intercalaba resoluto referencias capaces de contactar un episodio con un sueño.
 Pero ensillando mi caballo una hermosa mañana de abril, apareció don Teo, y en un gesto, peregrino en su caminar, me dio a entender aquel secreto: "apriete bien", -me dijo y mantuvo su rostro volteado hacia mí durante el largo rato en que se desplazaba.
 Luego, casi adentrándose en el tupido montecito, gesticuló tres o cuatro veces con graciosos movimientos una caída hacia atrás. Ya entre los altos helechos que tapizaban el bosquecillo y le obligaban a tirar las rodillas hacia arriba para no tropezar, le vi entre sombras juntar sus manos como rezando, y moviéndolas así, junto a su pecho, hacia adelante y atrás con centro en sus muñecas como expresando fatalidad o arrepentimiento.
 Se perdió entre el follaje y mi camino se hizo tan lento que parecíamos meditar los dos, mi caballo y yo. Y precisamente, desde aquella perspectiva desde la que observaba al animal, su largo y fino cuello inclinado hacia abajo, los abultados músculos de la mandíbula, las orejas espigadas y relajadas, y las largas pestañas de sus ojos que delataban la dirección de la mirada hacia los bordes del camino, fue que comprendí lo ocurrido. Entonces, en un escalofrío, me aferré con las piernas al abultado abdomen del equino, como evitando caerme, y apreté las riendas entre mis manos cual si fueran sogas de las que me aferrara en un naufragio.

RV 2014.