domingo, 24 de enero de 2016


Retractos # 05: “Valeria Bellot

 De niño, cuando apenas vislumbraba la pesadilla de que la concurrencia a un lugar tan repudiable como la escuela se extendería durante años, fue que accedí a un concierto en la orbita de los espectáculos que la institución promovía.
 Tenía siete u ocho años de edad, y ya era remotamente conciente de que esta basura se proyectaba más allá de este edificio, en un liceo, durante el preparatorio y la facultad correspondiente a la carrera por la que optase. Por fortuna, creo yo que por sabiduría y fortuna, esto nunca ocurrió, pues terminado el primer año de liceo, sorprendí a todos con mi decisión inamovible y jugada de jamás concurrir a lugar semejante. Mi vida se transformó en un caos, no por lo que yo pretendía abordar, sino por los constantes ataques y traiciones de mi propia familia por haber tomado tal determinación. El trabajo me alejó de mi humillante y patético hogar, lo que fue, en definitiva, mi salvación.
 Pero no quisiera desprenderme del verdadero motivo de este apunte, del fascinante encuentro con la soprano Valeria Bellot, su espíritu conmovedor y desbordante capacidad creativa despojada de atavíos corrompidos y falsos.
 Durante el concierto, al que acudí solo y puramente por obligación y temor a represalias (no hay otra manera de ejercer la contundente adhesión de los niños a las imbecilidades de los adultos), me encontraba en el azaroso juego del “desagüe”. Así le pusimos con mi amigo y compañero Marcel. Se trataba de fingir estar donde no se estaba, siguiendo la dinámica que comprende un objeto al ser arrastrado por una corriente de agua, por un desagüe o alcantarillado. Funcionaba, al menos, cuando nos mirábamos después de cada paupérrima, monótona y estúpida clase, el vacío reflejaba en nuestros ojos una pequeña centella en el fondo más oscuro y perverso, como la fantasmal silueta de la cubierta de un buque hundido descubierto desde varias decenas de metros más arriba. Esa señal, esa marca distintiva, era simplemente la sabia salvación o el reflejo casi instintivo de no caer en la bolsa de los enajenados. Así podíamos reír de todo aquello que no habíamos escuchado, de todo lo que no entendimos, y por defecto, de todo lo que no aprenderíamos. Para pasar de año, era suficiente con ejercer esa estructura de razonamiento o percepción agudizada a cada situación, siempre en diametral oposición al carácter fundamental de la grosera enseñanza que se implementaba prepotentemente, aquello que se negaba e intentaba por todos lo medios de atrofiar y licuar: la observación.
 Esto fue desde mi niñez un ejercicio casi dogmático aplicable a toda acción que desarrollase o apreciase. Entonces me fue posible, solo mediante este fantástico poder, retener en las fibras más simples y puras de mi alma las virtudes conmovedoras de Valeria Bellot.
 El concierto transcurrió con el monótono acompañamiento de una masa expectante absolutamente apelmazada y denigrantemente incrustada en butacas que más parecían raíces con las que el público se aferraba al suelo.
 Cantó con un señor cuya voz me guió a través de senderos que poco a poco se internaban en camarotes de barcos o galerías subterráneas de piedra, siempre dignificados por antorchas de fuego pequeño y luminoso.
 Ella parecía responder a lo que él le decía casi sollozando, casi con terquedad, pero siempre dejando aflorar el amor que lo motivaba a su discurso. Ella por momentos iba detrás de él, a veces intercalaba su voz como una madre que arrulla a un bebé y sus sílabas hacen de escalones a las expresiones del niño. También lo anticipaba como afirmando: “te lo había dicho, mi amor”. En otros casos, su exuberante feminidad afloraba en juegos deliberadamente conectados de forma magistral con lo que cantaba el hombre, un elixir de potable sensualidad y frescura que acorralaba el espíritu hasta palparlo como si tuviese cuerpo.
 Cantaban un duetto de Haendel, “Tanti strali”, acompañados con clave, violoncello y tiorba. Durante aquella ejecución, y sobre todo después de la misma, no pude evitar llorar, y cuando una niña advirtió a la maestra y ésta se me apareció cortándome el camino para decirme “¿qué te pasa?”, yo descarté ser un niño y descarté la proyección del mismo desde sus lágrimas, improvisando un argumento retorcido y absurdo: “mi tía está enferma”.
 Nunca entendí como se me había ocurrido semejante disparate, y Marcel, que al recordar la escena reía y me hacía reír a mí también, me decía “¿por qué no le dijiste que no llorabas, solo que te habías atorado con una nota musical?”
 En efecto, el contrapunto al que asistimos como depurador del alma, el que seguramente otros niños espectadores también supieron apreciar, nos había impactado hasta el fastidio y la devota admiración.
 Cuando hacía más de tres años que trabajaba, tenía ya dieciséis años, me encontré con la cantante en un supermercado. Yo iba por hojillas y agua mineral (extraña combinación), durante un invierno formidablemente crudo, de esos que al respirar se siente esa hermosa sensación de que los orificios nasales se queman y el aire helado entra en uno como una divinidad protectora. Ella notó mi mirada persistente, y que descubría en ella la elocuente perspectiva femenina de lo cotidiano envuelto en la calidez seductora natural de su esencia simple y avasallante.
 Después de mirarme, pareció interrogarme con la mirada, quizás se asustó, quizás no.
-¿Cómo anda Haendel? – Pregunté solo como un idiota trastornado podía hacerlo, y como eso soy, así cada palabra fue un eslabón de mi memoria.
 Ella permaneció perpleja, después (y esto me extrañó), pareció sonrojarse, y mientras depositaba algo en su carrito (que me esfuerzo en recordar y no puedo), dejó escapar una carcajada, mostrando las encías y detalles que no conocía al contraer los músculos de la cara durante la risa. Esto me descolocó, pero después entendí que, si bien creía que la conocía, en realidad solo la había visto una vez en mi vida, y bajo los efectos estimulantes de la música y las exigencias del canto.
-¿Quién eres?
-Trabajo en una carpintería, pero ya no estudio más.
 Con el tiempo, ya transcurridos más de ocho años junto a ella, me sigo preguntando cómo una respuesta como aquella pudo hacer que se interesara en mí, si la música es una disciplina que requiere rigor en el estudio y la práctica constante que modela la interpretación.
 Pero creo haberlo entendido todo ahora, a la hora de aportar mi retracto a esta página marginal y desencajada, y creo que fue por lo que no me dijo, más que por lo que escuché de ella.
 Un fin de semana apachurrados en la madriguera como dos comadrejas, ella parecía seguir una melodía con los labios cerrados, parecía dormida. Luego recordé que ya antes se la había escuchado, entrelazada con el chirrido de una chumacera que sería la de un portón vecino. Pregunté de qué se trataba. Solo me besaba y no respondía, si es que aquella no era la respuesta. Más tarde, cuando el pan salía del horno desprendiendo un humo blanco y perfumado que absorbía el agua que empañaba las ventanas, volví sobre la misma pregunta, casi implorando me devele un secreto, sin acorralarla pero dispuesto a perseguir aquel misterio como un náufrago que busca cualquier objeto flotante antes de que el cansancio le gane enteramente y se despida del cielo y emprenda conflictiva travesía al abismo de piedras y monstruos ocultos.
 Ella me escuchó con ternura y paciencia, sabiendo que aquella pregunta volvería y se posaría nuevamente en algún lugar de la cocina, y desde algún estante observaría.
 Entonces se afirmó en la mesada, de espaldas a la ventana de reflejos verdes, y mirando no se adónde o hacia qué, dejó escapar de su boca insectos voladores color madera que se perdieron en la penumbra de la casa, por donde aún la luz no podía llegar.

RV 2016


    

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