A medida que cada uno
de los delegados y cuadros asumió los
diferentes cargos en los poderes del Estado, desbordados los días de
actividades protocolares y decisiones absolutamente arbitrarias y de una
prepotencia tan violenta que se empañó las calles de críticas e indignación,
Peter movió sus piezas con sutileza y sumisión.
Alcanzó un nivel de
meticulosa traslación de ideas y volcó su odio con perversión de humo que
antecede a las llamas. En contraste, el gobierno, su gobierno, arrebataba
derechos y sersenaba cualquier posibilidad de queja o
rechazo. El brutal peso del poder en manos de salvajes se volvió un fierro caliente, difícil de sostener, y en la envestida reventaban ellos mismos como
olas barriendo restos de un naufragio contra las rocas, empeñados en hacer
desaparecer los trozos de madera que seguía flotando entre la espuma del mar
convulsionado.
Se hizo fértil la
posibilidad de cosechar odio marginal y segregación sin límites, y aquí
empezaron a confundirse las posturas y no fueron pocos los finales con sesiones
a golpes de puño.
Peter manejó y
proyectó sus aberrantes ideas aprovechando la orgía de terror y desprecio con
que sus allegados trataban a la gente.
Introdujo numerosos
decretos que acorralaron al sentido común y plasmaron sin disimulo las fétidas
pretensiones de la camarilla depravada.
Se expulsó de lugares
de trabajo y privó de elementales derechos sociales a gente de “piel rara” y
creencias fuera del abanico racional impuesto por el Ministerio de Culto, pensadores independientes, críticos al régimen
y perezosos seguidores.
Estallaron revueltas
y el brote de epidemias generadas por lluvias copiosas volvió a la ciudad un
infierno. Comenzaron las ejecuciones masivas.
La plana del gobierno
se instaló, fuertemente escoltada por el ejército, en una colina a trescientos
metros de altura del nivel del mar, dentro de la ciudad, pero inmersa en el
centro de uno de los peores cantegriles.
Peter, entregado a
justificar cada una de sus ideas y apuntalar decisiones que terminaban con la
vida de miles de compatriotas, estrechó las cualidades que justifiquen la
supervivencia, incluso dentro de la fortaleza, y entre los miembros del régimen
que poco a poco, y a velocidad exponencial, se venía a pique. Se imprimió un folleto
con aquellas prerrogativas concedidas a algunos acusados y se exacerbó el
control sobre otras capacidades en descrédito. Se ejecutaron a más de ciento
noventa miembros del gobierno. Sus cuerpos y pertenencias, se arrojaron desde
las pequeñas ventanas de los muros planos y desteñidos de la gran construcción
que albergaba a los selectos. Sus cuerpos caían sobre las ruinas de viviendas y
vehículos de lo que otrora era una precaria ciudad, ahora, desvastado laberinto.
Reunidos los últimos
ciento veintiún integrantes de lo que
sobrevivió de la plana mayor del gobierno, en un ochenta por ciento militares,
se pretendió eliminar a ese número uno que desnivelaba el caprichoso requisito
que permitía tripular la nave de escape.
Concluidos los preparativos que demandaron un
esfuerzo titánico en medio del caos y constantes revueltas internas y
agresiones externas, se pasó a la etapa de abordaje y, como lo imponía el
reglamento, eliminación del integrante de sobra.
Peter acarició, por
fin, el seductor deseo de eliminar a uno de los tres jerarcas que sobre él
proyectaban una discreta sombra, y por los que se había convencido hacer todo
tipo de artilugio para barrer bajo la alfombra.
Tomó la palabra Mádfil, el médico que tanta devoción siempre expresó a cada
estrategia e idea suya.
-Señores, la hora ha llegado. Debemos dejar este paraje
infecto y derruido y establecimos que sería ahora, en veinte minutos, a la hora
señalada que supera en quince la del “elemento prescindible”. Considero que
este individuo debe ser la pieza descartable que nada
pueda aportar, sea por ineptitud, sea por estar colmadas sus capacidades y en
declive de su vida.
En ese momento, por
la pequeña ventana del ala sur de la gran sala, eran arrojadas las pertenencias
del desdichado. Peter sonrió, y esperó sentir el nombre del sentenciado,
apostando a que, de no ser alguno de los deseados, igualmente encontraría
motivos de beneplácito.
-Por agotamiento
intelectual y absoluta s insuficiencias físicas que le eximen de labores
mínimos, Peter, es el pasajero 121, el que no viajará, el que será arrojado al
abismo de la ciudad en llamas.
De inmediato, pese a
las convulsiones y gritos que le ganaron, Peter fue apresado por los dos
colegas que se encontraban inmediatamente a su lado, se le amarró a la cintura
un cable de acero que se unía a un carretel, y se le incorporó un casco que
portaba una cámara blindada, que registraría sus pasos en el mundo bajo.
Todo había sido
tramado y él lo ignoró. Una dramática afonía le ganó la garganta y sus quejas
apenas eran un llanto desflecado por un viento invisible y ajeno a los demás.
Todos se pusieron en movimiento, unos activaban las más de dos mil detonaciones
que debían producirse al unísono una vez que el populacho ganara la fortaleza,
otros liberaban los pasillos por donde abordarían la nave, y un último grupo,
encendía los sistemas de navegación, control de vuelo y planta motriz de la
nave, antes de llegar a ella.
Peter descendió en
grotescos movimientos que denotaban la desesperación articulada en su cuerpo.
Un fuerte as de luz le siguió proyectando su sombra como la de una pequeña
araña bajando en su tela. Se amontonó la masa abajo y se desbloquearon las
puertas de ingreso a la construcción.
Una brutal vibración
disparó a la nave que en pocos minutos atravesaba las nubes rojas e intensas
que cubrían a la ciudad en ruinas, haciendo apenas visible su trayectoria por
las toberas incandescentes.
Peter descendió y de
inmediato fue acorralado por manos que lo deseaban desesperadamente. Hubo
consenso y, a pesar de las horrendas mutilaciones, fue conducido vivo donde lo
esperaba una enorme asamblea ciudadana. Daría inicio su juicio.
En la nave que había
ganado la altura y escapaba lejos y misteriosamente, todos se aprestaron a ver
en directo, desde diferentes posiciones del enorme aparato volador, lo que
acontecía con Peter.
Hubo un silencio ni
bien la cámara enfocó a la multitud, puesto que había permanecido durante horas
enfocando la ropa desgarrada y ensangrentada de Peter: había recuperado el
sentido.
Se escuchó una voz
que llamaba al silencio y se volvió cada eco audible y claro: “¡Se juzgara al
ciudadano Peter por formar parte de la cúpula de déspotas que traicionó a su
pueblo y lo sumió a las desgracias más crueles!”
Trascurrieron varios
minutos, y en medio de aquel instante de suspenso que tensionaba a cada uno de
quienes lo apreciaba en directo, el doctor Mádfil se
instaló en una butaca. Estaba tremendamente poseído por las imágenes que veía y
que eran, en definitiva, por las que optaba Peter al mover la cabeza. Se veía
emocionado, le corrían lágrimas que se confundían con la grasitud de la piel y
cuando escuchó por parte del mismo individuo que había hablado al principio que
el juicio comenzaba, se estremeció en el asiento, mientras comentaba en voz
alta: “¡Silencio, colegas, que asistiremos a un hecho histórico, al juicio de
un criminal despiadado como jamás existió en esta tierra!”
RV 2016
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