martes, 9 de febrero de 2016

Retractos # 12: “Peter”

 A medida que cada uno de los delegados y cuadros  asumió los diferentes cargos en los poderes del Estado, desbordados los días de actividades protocolares y decisiones absolutamente arbitrarias y de una prepotencia tan violenta que se empañó las calles de críticas e indignación, Peter movió sus piezas con sutileza y sumisión.
 Alcanzó un nivel de meticulosa traslación de ideas y volcó su odio con perversión de humo que antecede a las llamas. En contraste, el gobierno, su gobierno, arrebataba derechos y sersenaba cualquier posibilidad de queja o rechazo. El brutal peso del poder en manos de salvajes se volvió un fierro caliente, difícil de sostener,  y en la envestida reventaban ellos mismos como olas barriendo restos de un naufragio contra las rocas, empeñados en hacer desaparecer los trozos de madera que seguía flotando entre la espuma del mar convulsionado.
 Se hizo fértil la posibilidad de cosechar odio marginal y segregación sin límites, y aquí empezaron a confundirse las posturas y no fueron pocos los finales con sesiones a golpes de puño.  
 Peter manejó y proyectó sus aberrantes ideas aprovechando la orgía de terror y desprecio con que sus allegados trataban a la gente.
 Introdujo numerosos decretos que acorralaron al sentido común y plasmaron sin disimulo las fétidas pretensiones de la camarilla depravada.
 Se expulsó de lugares de trabajo y privó de elementales derechos sociales a gente de “piel rara” y creencias fuera del abanico racional impuesto por el Ministerio de Culto,  pensadores independientes, críticos al régimen y perezosos seguidores.
 Estallaron revueltas y el brote de epidemias generadas por lluvias copiosas volvió a la ciudad un infierno. Comenzaron las ejecuciones masivas.
 La plana del gobierno se instaló, fuertemente escoltada por el ejército, en una colina a trescientos metros de altura del nivel del mar, dentro de la ciudad, pero inmersa en el centro de uno de los peores cantegriles.
 Peter, entregado a justificar cada una de sus ideas y apuntalar decisiones que terminaban con la vida de miles de compatriotas, estrechó las cualidades que justifiquen la supervivencia, incluso dentro de la fortaleza, y entre los miembros del régimen que poco a poco, y a velocidad exponencial, se venía a pique. Se imprimió un folleto con aquellas prerrogativas concedidas a algunos acusados y se exacerbó el control sobre otras capacidades en descrédito. Se ejecutaron a más de ciento noventa miembros del gobierno. Sus cuerpos y pertenencias, se arrojaron desde las pequeñas ventanas de los muros planos y desteñidos de la gran construcción que albergaba a los selectos. Sus cuerpos caían sobre las ruinas de viviendas y vehículos de lo que otrora era una precaria ciudad, ahora, desvastado laberinto.
 Reunidos los últimos ciento veintiún  integrantes de lo que sobrevivió de la plana mayor del gobierno, en un ochenta por ciento militares, se pretendió eliminar a ese número uno que desnivelaba el caprichoso requisito que permitía tripular la nave de escape.
  Concluidos los preparativos que demandaron un esfuerzo titánico en medio del caos y constantes revueltas internas y agresiones externas, se pasó a la etapa de abordaje y, como lo imponía el reglamento, eliminación del integrante de sobra.
 Peter acarició, por fin, el seductor deseo de eliminar a uno de los tres jerarcas que sobre él proyectaban una discreta sombra, y por los que se había convencido hacer todo tipo de artilugio para barrer bajo la alfombra.
 Tomó la palabra Mádfil, el médico que tanta devoción siempre expresó a cada estrategia e idea suya.
-Señores, la hora ha llegado. Debemos dejar este paraje infecto y derruido y establecimos que sería ahora, en veinte minutos, a la hora señalada que supera en quince la del “elemento prescindible”. Considero que este individuo debe ser la pieza descartable que nada pueda aportar, sea por ineptitud, sea por estar colmadas sus capacidades y en declive de su vida.
 En ese momento, por la pequeña ventana del ala sur de la gran sala, eran arrojadas las pertenencias del desdichado. Peter sonrió, y esperó sentir el nombre del sentenciado, apostando a que, de no ser alguno de los deseados, igualmente encontraría motivos de beneplácito.
 -Por agotamiento intelectual y absoluta s insuficiencias físicas que le eximen de labores mínimos, Peter, es el pasajero 121, el que no viajará, el que será arrojado al abismo de la ciudad en llamas.
 De inmediato, pese a las convulsiones y gritos que le ganaron, Peter fue apresado por los dos colegas que se encontraban inmediatamente a su lado, se le amarró a la cintura un cable de acero que se unía a un carretel, y se le incorporó un casco que portaba una cámara blindada, que registraría sus pasos en el mundo bajo.
 Todo había sido tramado y él lo ignoró. Una dramática afonía le ganó la garganta y sus quejas apenas eran un llanto desflecado por un viento invisible y ajeno a los demás. Todos se pusieron en movimiento, unos activaban las más de dos mil detonaciones que debían producirse al unísono una vez que el populacho ganara la fortaleza, otros liberaban los pasillos por donde abordarían la nave, y un último grupo, encendía los sistemas de navegación, control de vuelo y planta motriz de la nave, antes de llegar a ella.
 Peter descendió en grotescos movimientos que denotaban la desesperación articulada en su cuerpo. Un fuerte as de luz le siguió proyectando su sombra como la de una pequeña araña bajando en su tela. Se amontonó la masa abajo y se desbloquearon las puertas de ingreso a la construcción. 
 Una brutal vibración disparó a la nave que en pocos minutos atravesaba las nubes rojas e intensas que cubrían a la ciudad en ruinas, haciendo apenas visible su trayectoria por las toberas incandescentes.
 Peter descendió y de inmediato fue acorralado por manos que lo deseaban desesperadamente. Hubo consenso y, a pesar de las horrendas mutilaciones, fue conducido vivo donde lo esperaba una enorme asamblea ciudadana. Daría inicio su juicio.
 En la nave que había ganado la altura y escapaba lejos y misteriosamente, todos se aprestaron a ver en directo, desde diferentes posiciones del enorme aparato volador, lo que acontecía con Peter.
 Hubo un silencio ni bien la cámara enfocó a la multitud, puesto que había permanecido durante horas enfocando la ropa desgarrada y ensangrentada de Peter: había recuperado el sentido.
 Se escuchó una voz que llamaba al silencio y se volvió cada eco audible y claro: “¡Se juzgara al ciudadano Peter por formar parte de la cúpula de déspotas que traicionó a su pueblo y lo sumió a las desgracias más crueles!”
 Trascurrieron varios minutos, y en medio de aquel instante de suspenso que tensionaba a cada uno de quienes lo apreciaba en directo, el doctor Mádfil se instaló en una butaca. Estaba tremendamente poseído por las imágenes que veía y que eran, en definitiva, por las que optaba Peter al mover la cabeza. Se veía emocionado, le corrían lágrimas que se confundían con la grasitud de la piel y cuando escuchó por parte del mismo individuo que había hablado al principio que el juicio comenzaba, se estremeció en el asiento, mientras comentaba en voz alta: “¡Silencio, colegas, que asistiremos a un hecho histórico, al juicio de un criminal despiadado como jamás existió en esta tierra!”

RV 2016 


  

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