sábado, 16 de abril de 2016


Retractos # 19: “Poliéster Gonçalvez

Desproporcionado a la hora de arrebatar argumentos, más aun de imponer los suyos, el hermano de la Popochita, mi novia, fue un despilfarro de estupidez enérgica y dañina.
 Poliéster se instalaba en casa, y tras comer de forma salvaje y condicionar cada minuto a la absoluta atención que requería contando anécdotas que solo un idiota como los de su género pueden vivir, mantenía tenso el ambiente y repelía a mis amigos que ya ni siquiera me llamaban para saber si era oportuno pasar por casa.
 No encontraba momento en que pudiese acercarme siquiera a la Popochita, porque el trastornado de su hermano estaba encima, y cuando en un cruce que podía ir de la cocina al living contactaba a mi novia, el imbécil gritaba “¡eh, eh!”.
 Era obvio que su padre lo mantenía junto a nosotros, para que no tuviésemos el menor atisbo de contacto, y entonces, sin apelar a su madre que vivía en la dimensión de las anfetaminas y olor repugnante de los centros comerciales, fue necesario esbozar un plan que quite al idiota merodeador de nuestro habitual escenario de convivencia: mi casa.
 Poliéster tragaba enteros autos a escala de mi colección, (¡algunas piezas de gran valor!), después, lo expulsaba y traía dentro de una bolsa grosera de supermercado. Al olor fétido agregaba la misma broma: “te lo camuflé”, o “¡este si que es un todoterreno!”
 En fin, era inminente una reacción violenta tanto de mi parte como de la de él, pues a su brutalidad y prepotencia empecé a responder con ironía y malicia.
 Fue necesario elaborar un plan a corto plazo con la ayuda de tres amigos, y para su concreción, mi acercamiento casi de gran amigo al retrazado mental de Poliéster, sobre todo cuando me enteré que a la Popochita la amenazaba e incluso llegaba a golpear. Le tiraba brutalmente del pelo “para evitar marcas”, me dijo llorando una tarde ella misma, camino al almacén. Le juré que Poliéster no volvería a hacerlo. Y no volvió a hacerlo, tampoco volvió a caminar, y si esto puede ser deshonra en la premeditación, fue también un acto heroico del que el idiota me estuvo agradecido de por vida, su padre y su familia entera.
 Llegado el verano, y cumplido el mes de noviazgo, era el momento de aprovechar las desmedidas proezas del imbécil a las que nos sorprendía casi de forma dramática. Sería la temperatura elevada o su simpleza primitiva nerviosa la que ponía en exaltada actividad al subnormal de Poliéster. Este fenómeno también lo note en el tarado de su padre, matriz traumada de un individuo fallado e intelecto desatinado. A modo de ejemplo, su padre, Iracundo Peldaño Gonçalvez, opto por un soplete para cortar la gramilla. El aparato estaba insertado delante de un ventilador direccional de los que los jardineros utilizan para barrer el pasto cortado, al que había inyectado una botella de vidrio con acetona para hacer más contundente la bocanada de fuego. Resultado: el jardín incendiado incluyendo un galpón lindero del vecino y su mascota, un mastín, calcinado al punto de dudar si se trataba de un perro o un tronco de sauce quemado. Iracundo inventó una estufa refractaria que supuestamente disminuiría el consumo de corriente en un 40%, fue utilizada solo una vez, durante escasos segundos que permaneció conectada a la pared: la descarga eléctrica le chamuscó la pestañas haciéndoselas desaparecer, esto fue pintoresco, no así el muñón que coronaba el brazo derecho donde aferrado al enchufe permaneció en una suerte de pataleo descontrolado que lo llevó a desplazarse sistemáticamente hasta ganar el centro de la sala, y así, en medio de las patadas lanzadas involuntariamente, agarró de lleno la mesada de mármol de la mesa central elevándola más de dos metros, y segmentando tibia y peroné en tantos pedazos que aquello era más un micado que una pierna. Después de la espeluznante experiencia, el dice que todo se le volvió azulado, y que ya no veía como antes. No era para menos. Expulsó olor a churrasco durante meses.
 Poliéster siguió ese derrotero de imbecilidad cotidiana como su padre. Ambos eran el resultado contundente de la doctrina del idiota: persistente y resistente.
 La primera sugerencia vino de Benítez, uno de mis amigos, y fue entonces un plan que se construyó como un castillo de naipes, con aportes de varias personas, respetando el lineamiento que mantenga la estructura en equilibrio, premeditando cada paso hasta alcanzar el objetivo, en este caso, violento y torpe.
 Así fue que aquel verano, extremadamente árido, contagió a todos de una insaciable necesidad de agua. La playa fue donde dedicábamos la mayor parte del tiempo, en medio de una muchedumbre que parecía aletargada por la ola de calor incesante, y que se desparramaba sobre todo sin hacer posible un solo sitio con aire fresco.
 Sobre un enorme bote al que habíamos atado tres gomones donde portábamos la bebida refrigerada, se estableció el juego al que todos, incluyendo al imbécil de Poliéster, estábamos invitados a compartir.
 El mismo consistía en pasar por debajo de las diferentes embarcaciones que sobre el mar calmo y llano se esparcían por toda la playa. De este modo, se trazaba un recorrido que abarcaba más de cuatro botes y terminaba en un quinto o sexto (dependiendo si alguno se alejaba o acercaba). Como sea, este último era bastante grande, y su calado superaba los dos metros. Además, era casi seguro que pondría en funcionamiento sus máquinas, ya que se encontraba allí por una extraña coincidencia. Nuestra intención era ver hasta dónde llegaba la inconciencia de Poliéster, dando por hecho que sería capaz de las más arriesgadas proezas, las que se sumarían a la larga colección que junto a su padre y el deficiente mental de su tío Lolo (fallecido hace tres años al arrojarse en bicicleta desde la sima de una colina), eran motivo de reiteradas narraciones en reuniones familiares.
 Primero salí yo. Con energía superé los dos primeros botes, y al emerger, sentía el griterío entusiasta y adivinaba el estado de nervios y ansiedad de Poliéster por arrojarse al agua y superarme. El tercer bote fue un suspiro por lo pequeño, y luego emergí del cuarto con más tranquilidad. Tranquilidad que se volvió quietud y repentino malestar. Volví muy lentamente, refregándome los ojos y sacudiendo la mano para incitar a Benítez a aprovechar su turno. Se zambullo como una lanza al agua.
 La voz del imbécil de Poliéster me llegaba como un motor pausado y desaliñado, su reiterado vozarrón me increpaba “¡Puto, puto!”
  Como motor me había llegado un rumor bajo el agua. Probablemente algún generador o motor de ignición que ponga en actividad a la planta impulsora del enorme barco de la línea final, el quinto obstáculo. Fue sorpresivo, y bien lo entendió Benítez que apresuró su actuación, cosa que volvió loco al sub normal al que apenas podían controlar para que no se tire al agua.
 Lo de Benítez fue verdaderamente formidable y quedó como la gran hazaña: superado el primer vote, al instante se le vio emerger detrás del segundo. Había pasado de bajo de ambos sin tomar aire. Poliéster estaba al borde de un colapso emocional. Yo, sentado en el bote, aproveché para abrazar a Popochita puesto que su hermano estaba absolutamente hipnotizado por la competencia.
 Se vio la cabecita de Benítez proyectar su sombra a un lado del pequeño botecito número tres, desaparecer y emerger pasado el pesquero de unos 18 metros de eslora. Popochita, me miraba preocupada mientras me agitaba respirando de forma exagerada. Mi actuación, quiso apresurar la competición, pues temía que ocurriese lo que terminó ocurriendo: el enorme barco puso en funcionamiento sus hélices. Sabiendo todos de la gran capacidad de nadador de Benítez, la humillación que le provocaría a Poliéster era garantizada, pero frente a una situación como aquella, se complicaba el panorama y se corría el riesgo de un accidente.
 Pero los acontecimientos se suscitaron como los remos que invariablemente se hunden el agua, emergen proyectando un arco de agua cristalina y brillante para introducirse nuevamente sin dar más posibilidad que retener en la memoria el hecho presente, repetido y sin variación.
 La espuma se reflejó en la popa del barco, y debido al poco lastre, eran apreciables las hojas de cada aspa salir oscuras entre el agua agitada. El miedo nos erizó la piel. No se veía a Benítez, y Santiago, otro de mis amigos, bastante salvaje y recio, se había llevado una mano al mentón. En su expresión se entendía la enorme preocupación que lo invadía y que estaba a un paso de la desesperación.
 Su cabecita, la de Benítez, se vio a unos metros de la popa. Saludaba y Héctor (otro de mis amigos), le gritaba “¡siete minutos!”
 Aplaudimos y gritamos como poseídos por un entusiasmo tan torpe que solo podría ser advertido por Popochita, porque en su hermano causó desesperada emoción.
 Se zambulló. Para ese entonces, la sombra del enorme barco se había corrido y dejado bien iluminado un muelle de piedra con veleros estilizados.
 Nadie advirtió de la forma desmedida y grotesca con la que el idiota se sumergió y emergió para nuevamente sumergirse y verle ir en sentido directo, cual torpedo, hacia el carguero que se retiraba lentamente. Desapareció bajo su pantoque, luego de transcurridos eternos segundos, el agua se volvió roja.
 Entonces me eché al agua, y detrás mió me siguieron mis amigos. Llegué primero a Poliéster, que como un monigote sacudido por la turbulencia de las hélices, giraba dándose contra el fondo de la bahía y levantando grandes nubes de arena.
 Entre el infierno de arena, corrientes sorpresivas y el horroroso zumbido de aquel monstruo, lo tomé de un brazo y lo llevé a la superficie. Emergí mucho más cerca del muelle de lo que hubiese pensado, y entonces fuimos ayudados a salir del agua por pescadores que lo habían visto todo. Pero las piernas de Poliéster no nos acompañaron: a manera de plumeros, más arriba de las rodillas, sus piernas terminaban en deshilachadas pulpas de carne y tendones, su expresión, clásica cuando contenía una estúpida broma apretando la ris, le maquillaba el rostro. No se si lloraba, el agua hacía confusa la escena.
 A salvo y recuperado antes que cualquier mortal debido a aquel inexplicable fenómeno que lo hacía “persistente y resistente”, Poliéster, volvió a su casa y no hubo motivo para que terminaran sus idioteces. Su padre, Iracundo Peldaño, me agradecía haberle salvado la vida. Sus ojos, sin pestañas como los de un pescado, hacían brotar las lágrimas de forma sórdida y direccional como una canilla que sufriese importantes pérdidas. Acepté aquel gesto de sinceridad, y de algún modo, sellamos una relación que ahora era de confianza y, por qué no, afecto.
 Con Papochita vivimos aquel fin de semana como una luna de miel, y fue tan desenfrenada mi posesión de su cuerpo, tan salvaje mi proyección sobre sus hermosos atributos femeninos, que en un momento (lunes a la mañana), desperté y sentí terrible angustia y dolor cuando la encontré. Despeinada, más desnuda que vestida, gateaba por el cuarto. La vi trasladarse así durante dos o tres metros. Me angustié y pensé en una lesión causada por mis brutales penetraciones de cavernícola. No podía hablarle, apenas pude pronunciar torpemente su nombre. Entonces me miró, la cara aún con señales de sueño y somnolencia, inexpresiva y lerda en los movimientos, me dijo:
-¿Viste mis medias?

RV 2016


  

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