Pingusio 01: "Pingusio deja la aldea".
A medida que Pingusio
ganaba altura, poco a poco los valles se fueron tragando los poblados, y la
alfombra verde de los prados quedó
atrapada entre las rocas como si fuese trozos de musgo. Pingusio conocía el
paisaje desde esa altura, pero notó algunos detalles que, si bien seguramente
flotaban en su memoria, eran más cercanos al mundo de los sueños. Notó que los
ríos tenían recorridos bastante más caprichosos que los naturales causes
generados por un derrotero de sinuosidades sutiles, por momentos, y violentas,
por otros. Los bosques se esparcían de
forma desordenada y en extensiones desparejas, y no eran tantos los árboles que
preferían vivir en las orillas como aquellos que habían optado por colinas
alejadas y cercanas a nubes rastreras que siempre se pasean obstinadamente
oscureciendo sectores del paisaje. Para Pingusio volar era cosa de todos los
días, pero este no era un vuelo común y corriente, como se dice. Esta vez
Pingusio estaba decidido a hacer de sus peripecias exploradoras un viaje de
búsqueda consigo mismo. Algo habitual en los seres vivos, y no se trataba de un
camino a la madurez espiritual, porque Pingusio es de metal. Sí, por si algún
despistado aún no lo ha notado, Pingusio es un ave-máquina. De hecho sus
colores hasta ayer eran el turquesa y el cian, y probablemente no regrese de
igual color como lo hemos visto partir (porque es seguro que regrese, nunca se
pierde). Pero decía que Pingusio hacía una búsqueda hacia su interior para
ordenar datos y archivos recabados durante sus tres años de vida y vuelos
constantes. Lo de "encontrarse consigo mismo" no corre con él, se conoce bien, y desde muy
chico sabe su número de serie y modelo.
Pasado un acantilado
rocoso y salpicado de helechos, absolutamente ensombrecido porque allí la luz
nunca llega, Pingusio constató el cambio de coloración en el suelo más arenoso,
el aire más cálido y la aridez de de la vegetación que de forma achaparrada
consentía reuniones de criaturas de todo tipo, en mayor o menor cantidad según
el tamaño del árbol, y también de los individuos que por allí optaban de hacer
su campamento.
Pingusio pensó:
"cuando era más chico, hace como un año atrás, estuve en uno de esas
pequeñas comunidades improvisadas a unos kilómetros de aquí, más al norte.
Recuerdo que comí dátiles para hacerme el campechano y después me los tuve que
despegar con pedregullo de las tuberías de ventilación del filtro de aceite.
Había comadrejas de colores envidiables, por más que nadie les ponía el ojo, y
sí eran de admiración algunas serpientes tan brillosas que parecían de vidrio.
Luego vino la partida de dados y la gresca generalizada que terminó disolviendo
a los comensales y haciendo que los árboles buscasen otro lugar donde dar
sombra. Yo me reí mucho, pero cuando la reyerta se puso pesada, decidí irme sin
importar los motivos que llevaron a que todos, estando en armoniosa compañía,
terminaran a trompada limpia cuando no hubo alguna pedrada fulera: esto me
asustó, esto me obligó a irme, las pedradas descontroladas.
Los pensamientos
parecían ganar la atención de Pingusio, más alguna ráfaga de miradas que hacía
al suelo cuando su propia sombra patinaba por el paisaje.
-Después... -Y allí quedó el pensamiento de Pingusio, porque
no iba a inventar lo que no vio, y sabía que en sus tres años de vuelo había
visto mucho, pero no tanto como para perder tiempo improvisando escenarios para
sus personajes de memoria soluble y personalidades escurridizas. Así que viró
algo a babor, y en un parpadeo de esos que cada 36 minutos mecánicamente hace,
sintió el sol más de frente calentándole el costado de su esmaltado cuerpo
metálico.
RV 2018
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