Retractos # 05:
“Valeria Bellot”
De niño, cuando apenas vislumbraba la
pesadilla de que la concurrencia a un lugar tan repudiable como la escuela se
extendería durante años, fue que accedí a un concierto en la orbita de los
espectáculos que la institución promovía.
Tenía siete u ocho
años de edad, y ya era remotamente conciente de que esta basura se proyectaba
más allá de este edificio, en un liceo, durante el preparatorio y la facultad
correspondiente a la carrera por la que optase. Por fortuna, creo yo que por
sabiduría y fortuna, esto nunca ocurrió, pues terminado el primer año de liceo,
sorprendí a todos con mi decisión inamovible y jugada de jamás concurrir a
lugar semejante. Mi vida se transformó en un caos, no por lo que yo pretendía
abordar, sino por los constantes ataques y traiciones de mi propia familia por
haber tomado tal determinación. El trabajo me alejó de mi humillante y patético
hogar, lo que fue, en definitiva, mi salvación.
Pero no quisiera
desprenderme del verdadero motivo de este apunte, del fascinante encuentro con
la soprano Valeria Bellot, su espíritu conmovedor y
desbordante capacidad creativa despojada de atavíos corrompidos y falsos.
Durante el concierto,
al que acudí solo y puramente por obligación y temor a represalias (no hay otra
manera de ejercer la contundente adhesión de los niños a las imbecilidades de
los adultos), me encontraba en el azaroso juego del “desagüe”. Así le pusimos
con mi amigo y compañero Marcel. Se trataba de fingir estar donde no se estaba,
siguiendo la dinámica que comprende un objeto al ser arrastrado por una
corriente de agua, por un desagüe o alcantarillado. Funcionaba, al menos,
cuando nos mirábamos después de cada paupérrima, monótona y estúpida clase, el vacío
reflejaba en nuestros ojos una pequeña centella en el fondo más oscuro y
perverso, como la fantasmal silueta de la cubierta de un buque hundido
descubierto desde varias decenas de metros más arriba. Esa señal, esa marca
distintiva, era simplemente la sabia salvación o el reflejo casi instintivo de
no caer en la bolsa de los enajenados. Así podíamos reír de todo aquello que no
habíamos escuchado, de todo lo que no entendimos, y por defecto, de todo lo que
no aprenderíamos. Para pasar de año, era suficiente con ejercer esa estructura
de razonamiento o percepción agudizada a cada situación, siempre en diametral
oposición al carácter fundamental de la grosera enseñanza que se implementaba
prepotentemente, aquello que se negaba e intentaba por todos lo medios de
atrofiar y licuar: la observación.
Esto fue desde mi
niñez un ejercicio casi dogmático aplicable a toda acción que desarrollase o
apreciase. Entonces me fue posible, solo mediante este fantástico poder,
retener en las fibras más simples y puras de mi alma las virtudes conmovedoras
de Valeria Bellot.
El concierto
transcurrió con el monótono acompañamiento de una masa expectante absolutamente
apelmazada y denigrantemente incrustada en butacas que más parecían raíces con
las que el público se aferraba al suelo.
Cantó con un señor
cuya voz me guió a través de senderos que poco a poco se internaban en
camarotes de barcos o galerías subterráneas de piedra, siempre dignificados por
antorchas de fuego pequeño y luminoso.
Ella parecía
responder a lo que él le decía casi sollozando, casi con terquedad, pero
siempre dejando aflorar el amor que lo motivaba a su discurso. Ella por
momentos iba detrás de él, a veces intercalaba su voz como una madre que
arrulla a un bebé y sus sílabas hacen de escalones a las expresiones del niño.
También lo anticipaba como afirmando: “te lo había dicho, mi amor”. En otros
casos, su exuberante feminidad afloraba en juegos deliberadamente conectados de
forma magistral con lo que cantaba el hombre, un elixir de potable sensualidad
y frescura que acorralaba el espíritu hasta palparlo como si tuviese cuerpo.
Cantaban un duetto de Haendel, “Tanti strali”, acompañados con
clave, violoncello y tiorba. Durante aquella
ejecución, y sobre todo después de la misma, no pude evitar llorar, y cuando
una niña advirtió a la maestra y ésta se me apareció cortándome el camino para
decirme “¿qué te pasa?”, yo descarté ser un niño y descarté la proyección del
mismo desde sus lágrimas, improvisando un argumento retorcido y absurdo: “mi
tía está enferma”.
Nunca entendí como se
me había ocurrido semejante disparate, y Marcel, que al recordar la escena reía
y me hacía reír a mí también, me decía “¿por qué no le dijiste que no llorabas,
solo que te habías atorado con una nota musical?”
En efecto, el
contrapunto al que asistimos como depurador del alma, el que seguramente otros
niños espectadores también supieron apreciar, nos había impactado hasta el
fastidio y la devota admiración.
Cuando hacía más de
tres años que trabajaba, tenía ya dieciséis años, me encontré con la cantante
en un supermercado. Yo iba por hojillas y agua mineral (extraña combinación),
durante un invierno formidablemente crudo, de esos que al respirar se siente
esa hermosa sensación de que los orificios nasales se queman y el aire helado
entra en uno como una divinidad protectora. Ella notó mi mirada persistente, y
que descubría en ella la elocuente perspectiva femenina de lo cotidiano
envuelto en la calidez seductora natural de su esencia simple y avasallante.
Después de mirarme,
pareció interrogarme con la mirada, quizás se asustó, quizás no.
-¿Cómo anda Haendel? – Pregunté
solo como un idiota trastornado podía hacerlo, y como eso soy, así cada palabra
fue un eslabón de mi memoria.
Ella permaneció
perpleja, después (y esto me extrañó), pareció sonrojarse, y mientras depositaba
algo en su carrito (que me esfuerzo en recordar y no puedo), dejó escapar una
carcajada, mostrando las encías y detalles que no conocía al contraer los
músculos de la cara durante la risa. Esto me descolocó, pero después entendí
que, si bien creía que la conocía, en realidad solo la había visto una vez en
mi vida, y bajo los efectos estimulantes de la música y las exigencias del
canto.
-¿Quién eres?
-Trabajo en una carpintería, pero ya no estudio más.
Con el tiempo, ya
transcurridos más de ocho años junto a ella, me sigo preguntando cómo una
respuesta como aquella pudo hacer que se interesara en mí, si la música es una
disciplina que requiere rigor en el estudio y la práctica constante que modela
la interpretación.
Pero creo haberlo
entendido todo ahora, a la hora de aportar mi retracto a esta página marginal y
desencajada, y creo que fue por lo que no me dijo, más que por lo que escuché
de ella.
Un fin de semana
apachurrados en la madriguera como dos comadrejas, ella parecía seguir una
melodía con los labios cerrados, parecía dormida. Luego recordé que ya antes se
la había escuchado, entrelazada con el chirrido de una chumacera que sería la
de un portón vecino. Pregunté de qué se trataba. Solo me besaba y no respondía,
si es que aquella no era la respuesta. Más tarde, cuando el pan salía del horno
desprendiendo un humo blanco y perfumado que absorbía el agua que empañaba las
ventanas, volví sobre la misma pregunta, casi implorando me devele un secreto,
sin acorralarla pero dispuesto a perseguir aquel misterio como un náufrago que
busca cualquier objeto flotante antes de que el cansancio le gane enteramente y
se despida del cielo y emprenda conflictiva travesía al abismo de piedras y
monstruos ocultos.
Ella me escuchó con
ternura y paciencia, sabiendo que aquella pregunta volvería y se posaría
nuevamente en algún lugar de la cocina, y desde algún estante observaría.
Entonces se afirmó en
la mesada, de espaldas a la ventana de reflejos verdes, y mirando no se adónde
o hacia qué, dejó escapar de su boca insectos voladores color madera que se
perdieron en la penumbra de la casa, por donde aún la luz no podía llegar.
RV 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario