Retractos # 03:
“Sargento Mayor Bransem”
Motivado por el
simple deseo de reprimir a sus conciudadanos en ejercicio de su meticulosa
estupidez arrogante y banal, Juan Olivos Bransem se
incorporó al ejército nacional a la edad de más-menos 17 años.
Reservado, de andar
cansino y mirada oscura como de quien mira desde un matorral o a fuerza de
vivir entre el chilcal, Bransem
se ajustó sin complejos a la vida de cuartel con la misma parcimonia del ganado
que pasta en los extensos campos, y sobre los cuales las nubes y lluvias
ejercen igual presión que días de fogoso sol y chicharras aturdidoras.
En cuestión de diez
años consiguió sus galones de sargento, tiempo computable en una escala de
pendular somnolencia y tareas afanosas que poco importan y comparten con la
vida del paisanaje, más allá de sus reivindicaciones de poder y derecho a todo
lo que campea a la sombra o en extensión abierta.
Hubo una represión
desmedida y arbitraria como toda injerencia a la vida normal desde el mando
torpe y grosero de la autoridad, durante una mañana nublada y hosca. Parecía el
viento esconder los ademanes y persistente galope de la tropa represora que se
presentó en aquella estancia y abrió fuego contra la peonada. Las órdenes
partieron del mismo Sargento Bransem. Si bien su
comandante le propinó senda putiada por la excesiva
acción, que se manifestó además en los mismos patrones con atroz pavor y
arrepentido pesar por el pedido de “orden y respeto a la propiedad privada”, el
joven Sargento estaba ya destinado a ser ascendido, por alcahuete e
inescrupuloso: combinación radiactiva que postula en jerarquía cualidades
insoslayables.
Botoneó,
robó, defraudó y encubrió con inexpresiva condescendencia, como trámites
burocráticos tangibles de mejora pero condicionantes de un proceder antiguo y
ya implantado culturalmente.
Pero fue durante un
contrabando pesado, en la noche profunda de aljibe del Camino de las Musarañas
que la áspera muerte pareció hacerse a un lado como si respetase a esa magna
lacra entre sus súbditos carroñeros, pero que al barrer en el tiroteo se lo
llevó entre sangre oscura y pasto seco pegado al sudor de jinetes muertos. Fue
la luna que dejó al descubierto su rostro helado de orbitas negras donde
parecía que de la boca había cuajado estática una cascada de tierra que le
surgía por entre los dientes, y parecía la noche armada de relámpagos que
depositaba en aquél desperdicio, inerte y segmentadamente impuesto en el
paisaje.
Así acabaron los días
de atropello del Sargento Mayor Bransem, corrompidos
de luz despiadada que no salva una sola virtud ni posa un manto apacible sobre
los caminos que recorrió ni los cerros que visitó. Porque el milico Bransem, depositario de profundas huellas en la vida del
cuartel y el destino de otras criaturas, debía perecer sí o sí aquella noche,
más que en cualquier otra que fuese decorado preciso de sus tropelías. Porque
aquella mañana, al cebar el mate y posar su pútrida mirada sobre la milicada joven, consideró oportuno un plan en el cual la
tropa avanzaba y de improviso se topaba a la salida del monte con los
contrabandistas, y en medio de aquella balacera los perdía a todos, y se hacía
también de los bienes de los forajidos, con los que continuaría bajo la luna el
camino donde colocar el tesoro, esgrimiendo argumentos creíbles a su comandante,
y de no serlo tanto, contables en peso y silencio.
RV 2016
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