sábado, 23 de enero de 2016


Retractos # 04: “Evaristo Cañete Godoy de Aradaza y Zuloaga Benítez Puebla”

 Volvía con el caballo cansado, a tranco de lombriz apática, de sofocado por el hambre y con deseos de vagina no resueltos, cuando divisé flotando en el resplandor inhumano del horizonte las figuritas negras que bajo el gran ombú delataban presencia copiosa en la Pulpería de Sepé.
 Me adentré. El poncho quedó tendido en el alambrado que separaba a la construcción de un raquítico tala que se esmeraba en acercarse a las casas. La imagen, cruel como el calor, lo era más por denigrar al pequeño espinudo manteniéndolo alejado por un simétrico alambrado, como si se tratase de un individuo despreciable y nocivo. En cambio él, parecía poner todo su empeño en buscar un pequeño acercamiento, flotando inocente en el aire asfixiante del verano.
 La cola recogida y en espiral como toda comadreja overa, observé mis diminutos pies negros y los frote alternadamente en mis pantorrillas con el fin de hacer relucir las uñas blancas como perlitas estiradas. Paré los bigotes, señal de atención y precaución, mientras me esforzaba por no mover de forma delatora mis ojos negros como azabache, que se escondían detrás del antifaz carbón.
 Los paisanos, diseminados por la fresca habitación, mantenían un hueco donde silla y guitarra esperaban a su dueño, y que, a pesar de la charla y bochinche, se mantenía inalterada como protegida por una burbuja que separaba a la multitud sudada y alcoholizada.
 Pensé en el tala y las casas, y esto fue lo mismo pero en un plano diferente, como del que en una escenografía puede apreciarse, delatando partes creíbles del decorado y otras decididamente suprimibles.
 Un fuerte olor a cuero tapaba diferentes hedores de la masa fumadora y conversadora, la que despedían botas, sillas de cabalgar, gorros, rebenques y otros trastos hechos en piel de vaca, sin duda nuevos y recién exhibidos en la pulpería, en lo alto, pendiendo de cuerdas como denostando al pueblerío su prolija condición e inaccesible posesión.
 Pedí una caña y en eso los aplausos me atropellaron contra el mostrador, como si alguien, sin intención pero más grande, me empujara por no verme al estar distraído o mamado.
 Me giré y allí estaba, un gato parejero bien peinado y con relucientes pilchas que opacaban los implementos colgantes y los reducía a cueros retorcidos de formas caprichosamente extravagantes.
 Don Revoledo, el Camoatí dueño del antro húmedo y oscuro, presentó al huésped desde atrás de los barrotes del mostrador. Su grito me tomó por sorpresa, y comprendí que la soledad sorda del campo no puede mezclarse con actividades compartidas con otros, como si se tratase de barajar cartas, y que, a fuerza de racionalizar mi sesera, nada podía asombrarme ni asustarme: un aplauso, un grito, ¿y ahora qué más?
-¡Don Evaristo de Cañete y Godoy de… don… el músico invitado! –Chamulló en alarido el pulpero, asomando el hocico renegrido por el tabaco por entre los barrotes, como si esta aproximación hiciese más entendible lo que con torpeza patética intentó decir.
 No se hicieron esperar los aplausos, y así me incorporé a ellos, demostrándome a mí mismo que la vez anterior, cuando me sorprendieron huérfano de alcohol en el mostrador y de espaldas, se trató de un descuido y del cansancio, y que era esta la forma de proceder que comúnmente tenía junto a los demás.
 Esperaba las palabras del gato, “Don Evaristo de una gran Puta” (como le puse yo mamado una tarde, en el hueco de una pausa que la tormenta descuidó en la pulpería, y fue carcajada de todos y apodo del músico).
 Una mano áspera me rozó el hombro, causándome tal impresión, que aplauso y grito se me presentaron emergiendo de la vergüenza y haciéndome pensar en las alertas y las alarmas, su utilidad y quienes las fabrican.
 Era el Ostrogodo del pulpero, moviendo las mandíbulas cual marrano, algo engullía.
Me señaló el baso de caña y comprendí de que se trataba. Pagué inmediatamente porque necesitaba una tregua con la estupidez cotidiana. Me acodé y recordé el tabaco, entonces empecé a armarme uno. Mis ojos, bastante más veloces que los de cualquier perro o lagarto que en la penumbra expectante iluminaba su rostro con la chispa del cigarro chupado, iban hacia el gato músico y volvían sobre mis baqueanos deditos, que en cuestión de segundos ya daban fuego al  chala.
 -Estimados vecinos, -hizo una pausa el gato, disparando una serie de pestañeos, -agradezco la invitación y la bienvenida de todos ustedes. –En la pausa miró hacia el pulpero e inclinó la cabeza, intuí una sonrisa por parte del mercader. Continuó.
-La vida del músico obliga a recorrer parajes desconocidos y frecuentar salones y pulperías tan diferentes como pintorescas. Allí uno descubre a su gente, sus similitudes y contradicciones, y es en esta pulpería que se destaca la amabilidad y el compañerismo como tarjeta de presentación. Gracias.
 La muchedumbre, mamada en su totalidad, alguna ya desde hacía horas, aplaudió sobriamente y despareja.
 Se sentó con agilidad resumiendo en dos fotogramas su posición inicial, parado cual estatuilla, y sentado, cual trovador con guitarra en mano.
 Comenzó la música. Bien afinada y en rico contraste entre bajos y agudos. La primitiva sala se iluminó de música ramificada, hueca para albergar matices sonoros, no por su condición expresiva, y llenó cada espacio de la habitación peinando emotivamente las crines más recias y lagrimeando los ojos más duros e incoloros. No cantó. La voz se volvió a escuchar solo al final de aquella magnífica serie de obras, apenas separadas por un intervalo de segundos, donde acomodar el alma y mimarse el espíritu, y solo para expresar con tono cordial y elegante: “mil gracias”.
 Los aplausos tardaron otros segundos, como acompasando la separación entre cada pieza musical, sorprendidos todos por aquello que había removido en espacio tan reducido paisajes invernales rasgados por el vuelo de aves oscuras en la lejanía, valles manchados de sombras persuadidos por nubes viajeras a permanecer siempre quietos (que para eso están), de arroyos crecidos barriendo flora dormida, de relámpagos de hielo en la noche, de lunas flotando inconsolables en los lagos, de perradas bulliciosas en la lejanía y golpeteo latoso de sables, pistolones y carabinas de la milicada montada, de sueños retaceados a la sombra de montes bondadosos, de luciérnagas rayando metálicas los suspiros de la tarde, de aljibes, cacharros y ruedas rotas de carros entre plantas.
 Se sabía de antemano que jamás volvería aquel gato músico, y que su recuerdo estaría en la ausencia de la planicie oliva, allí, donde pululan detalles frescos y ligeros como mariposas o guitarreros.
 Mamado, por eso desinhibido, pedí aquella tarde al pulpero (cuando ya el músico se había perdido en la espesura de la quebrada), me anotara su nombre. El tosco negociante parecía hacer un gran esfuerzo al escribir letras y no números, y era por su cigarro que el esmero surgía hecho humo. Se de letras puestas mal, al revés o en dirección opuesta. Él también lo entendió, y moviendo negativamente la cabeza me acercó por debajo de la reja del mostrador papel y lápiz para completar aquel extrañísimo nombre, pero al no recordar cómo era la “e”, o si la “y” llevaba punto, opté por similar postura y rechacé el papel.
 Me fui con la oscuridad, tenía un par de horas de viaje hasta la estancia “El Piquero”, y en pausado tranco me disponía a llevarlo. Al llegar donde mi caballo se fundía entre los pastos y espesura de la penumbra, recogí mi poncho, y su punta quedo enganchada bruscamente al tala. Fue otro susto de una serie que me abordó aquel día. Casi con desprecio atiné a tironear hasta separarlo, más enojado con migo mismo que con la simple consecuencia del viento que volteó al poncho sobre el arbolito.
 Una vez acomodado sobre el zaino, desde allí observé al diminuto tala parado e implorante sobre la monótona superficie del campo. Quedaba solo de nuevo, si no es que siempre lo estuvo. Esto me hizo pensar en que yo así también lo estaba, y que en las acuciantes púas del tala estaba el mensaje que yo entendía en mí como un sollozo que se hacía audible entre las estrellas que envolvían mi sueño al descampado, y del que el músico atrapó con su música. Estuve un rato parado, contemplando de reojo al arbolito y en la vista abierta se me apareció oscuro e impresionante el árbol grande, el del otro lado del alambrado, junto a las casas.
 Los cascos del caballo parecían tapar los latidos de mi corazón, y entonces moviendo las orejas para los costados intentando hacer audible algo que pueda asomarse entre los golpes en el suelo reseco, miré hacia atrás y allí los vi. Estaban los árboles junto a la pulpería. Parecían más cerca  de lo que en un principio advertí, y aquel grande, ahora era maleza humilde que apenas sobresalía en la planicie del descampado, apoyado al fogonazo blanco de la cal sobre la pared. Agudicé mi vista y enfoque en dirección del tala. Allí estaba. Parecía una cría que se acurrucaba a su madre, ambas desactivadas en un sistema de proporciones gigantescas y con un brillo que no podía denotar nada, como lo inerte de una piedra o lo plano de de la muerte. No se en que momento se dio, pero mi caballo se adelantó y siguió su tranco. Yo permanecía como un bulto olvidado sobre su espalda.
 Fue cuando cerré los ojos, después de un largo rato, que rescaté al tala de la ánforas secretas que escinden recuerdos, y lo vi en su plenitud de tamaño, como cuando lo tuve a mi lado, y pensé, ¡para luego arrepentirme por el absurdo que esto era!, en volver atrás y traerlo conmigo.

RV 2016


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