Retractos # 21: “Luisito, el cara de cagada”
Si bien el desenlace
del caso de la larva Godofredo, y el poderoso Piter Maustin culminó con el suicidio del Comandante Lukanor, años después, y mi matrimonio con su hija la
taxidermista Mellinda fue más corto que el vuelo de
una polilla, la suerte de un ser tan despreciable como Luisito
fue el cierre de aquella historia grotesca y contaminada de ademanes de
especulación política corrupta.
Entonces para mí,
tras la ruptura con Mellinda, se volvió el aeródromo mi
hogar, pues dediqué casi toda mi energía a mis tareas de observación: jamás
había tenido un acercamiento tan fuerte a mi biplano y tampoco en circunstancia
parecida había aprendido tanto acerca de ellos. Pero no fue tanto el interés
por las máquinas, sino por estar controlado por mis compañeros y así evitar
caer en el consumo de crack, que me estaba, literalmente, aniquilando.
Pero todo tiene una
fase lamentable, o pegajosa de la que uno pretende separarse y olvidar lo antes
posible, volcado a distraer su atención en cualquier cosa.
Esta fase, que en
realidad fue esporádica pero constante, fue la que más rechazo causó en
aquellos años, y fue la caprichosa ingerencia del imbécil de Luis, “Luisito”, el enviado del
Intendente para controlar nuestras operaciones.
Por más que
esporádicamente tuve la ocasión de ver a Mellinda, y
entonces me puso al tanto de la situación del cavernícola de su padre, cada
encuentro desbarataba cualquier posibilidad de acercamiento, y destruía
aquellos recuerdos que con recelo, guardábamos como postales de lo compartido
en otra época que jamás volvería. En uno de esos encuentros, posiblemente uno
de los últimos, le comenté sobre las visitas de Luís al aeródromo, y ella,
apenada en extremo por la angustia del idiota de Lukanor,
no me escuchó, y esto fue condicionante para el desenlace violento de la vida
de su padre. Después, y ya han pasado más de siete años, no volví a ver a Mellinda, y cuando me enteré del final de Lukanor, fue en los diarios.
Pero Luisito cerró ese proceso de crecimiento espiritual y
deterioro económico por el que atravesé, y fue consuelo la destitución y
procesamiento con prisión del repugnante espía.
Luisito,
el cara de cagada, el “culo-roto” (como le decíamos en la base), permaneció en
la intendencia y conservó su cargo después del retiro obligado del intendente,
y dada su experiencia y conocimiento de cómo tratar desde el poder municipal
los diferentes organismos y departamentos que la componen, durante los primeros
dos años de la nueva gestión se manejó con absoluta impunidad.
Pero en la base de
observación decidimos deshacernos del repugnante parásito, ya que su
intromisión alcanzó niveles insospechados, y cuando de esto fuimos concientes,
tres compañeros, dos pilotos y un mecánico, habían sido sumariados por
delaciones de Luís culo-roto.
El plan, bastante
básico pero de enorme riesgo para todos, fue ejecutado en el momento menos
esperado, y quizás por esto, fue que tuvo derivaciones negativas para varios de
nosotros, no para todos, por fortuna nuestra y furia de Luisito.
El idiota venía a la
base dos o tres veces por semana, y entre los diferentes abusos a los que nos
tenía acostumbrados (llamadas telefónicas a un hermano en EEUU, consumo
desproporcionado de café, usufructo de vehículos de reparto de la base para sus
misteriosos traslados, etc), agregó un nuevo berretín
(así definido por él), el de darse una vuelta en avioneta sobre la ciudad.
Al principio nos
peleábamos por safar de tal bochorno, hasta que Raúl,
el joven piloto ingresado hacía poco menos de dos meses a la base, de vuelo
segmentado y aterrizajes violentos que consumían el doble de neumáticos, tuvo
una brillante idea. Entonces la aprobación fue unánime y en cuestión de una
semana, repito, ¡una semana!, el plan estuvo definido y activado. Diferentes
circunstancias, como dije anteriormente, retrazaron la puesta en funcionamiento
del mismo, y fue sorpresa cuando la oportunidad se presentó un día de calor
terrible, que apenas hacía sustentable al aeroplano, y que no prometía nada…
Luisito
llevaba siempre consigo un maletín de cuero, y no hubo una sola vez que
apareciera en la base sin su compañía.
El mismo Raúl,
aprovechando la rutinaria internación en el baño de Luisito,
constató que lo llevaba abierto, y con pocos documentos en su interior, dejando
un espacio considerable como para introducirle la sorpresa: una bolsa con 700 gramos de cocaína,
cortada con azúcar impalpable en una sexta parte. Aquel paquete nos había
costado un ojo de la cara a cada uno, y se esperaba del mismo un resultado
acorde al esfuerzo. Fue así, pero creo que se excedió y nos pasó doble factura.
Aquella mañana, se
presentó tan temprano en la base, que me encontró en el angar.
Me dijo que salía conmigo. Mientras hice los preparativos del aparato, vi a Raúl correr raudo a la oficina y volver, escondiéndose
entre las patas de los trenes de aterrizaje, con el maletín de cuero. Su
seriedad me asustó, pero entendí en ella un profundo compromiso. Le pedí al
imbécil si me hacía la amabilidad de traer un medidor de aceite que se
encontraba en la pared opuesta al angar, donde nos
encostrábamos tan próximos que mi aeroplano asomaba la nariz al calor
bochornoso que comenzaba a ganar la pista. Raúl me pasó el maletín y sin perder
inercia en el movimiento continuó su trayectoria hasta quedar en el suelo,
detrás de mi asiento. Después de un período bastante prolongado de tiempo, en
que el culo roto no aparecía y que ya me empezaba a dar la pauta de que fuese
posible su arrepentimiento (¡con todo lo que implicaría devolver el maletín vacío!),
apareció Luisito. Sus movimientos tímidos distaban
mucho del aparatoso caminar desenfadado de empresario mongoloide que ostentaba.
Vaciló y me dio un calibre. Observé su mano blanca, de dedillos en forma de
conitos que terminaban mochos rematados por uñas pequeñas y cuadradas.
Repugnantes y aborrecibles manos de un verdadero inepto en el que la naturaleza
no brindó más virtud que la de la supervivencia.
“¡¿Un calibre?! ¡¿Un calibre para medir el aceite en frío?!
¡¿Y para medirlo en calor, qué me traerá, un zapato?!” Le grité
escandalosamente, haciendo audible a todos quienes estaban en la plataforma de
despegue, mi consternación y desaprobación. Continué aun: “¿Dónde ha estudiado
usted, o para trabajar en el municipio no es relevante su preparación?” Sentí
risas. Sin embargo, Luisito nunca bajó la mirada, con
la boca entreabierta, mostraba sus pequeños y separados dientes como una
criatura rapaz de desmedida ferocidad pero despojada de potencialidad como para
seguir con efectividad su propósito asesino. Una enorme cantidad de gotas
diminutas le habían tapado la frente, y el mismo sudor también era apreciable
en su hocico de fisgón.
Despegamos de forma
bastante salvaje. Esto me producía cierto placer que advertía en su cabeza al
hundirse entre los hombros, clara actitud de temor.
Completados los
veinte minutos de vuelo en el que viraba de forma impulsiva haciendo
prácticamente imposible apreciar nada por más de relativos segundos, entre los
que aceleraba y desaceleraba arbitrariamente para hacer sentir esa fuerte
sensación de caída tan desagradable, lo llevé a mal traer sobre la ciudad
nublada que refractaba el calor agobiante atravesando las nubes bajas y
espesas.
Argumentando una
falla en la inyección de aceite, ensayé un aterrizaje forzoso en una plaza que
por poco infarta al bastardo, pero sin llegar a eso,
le produjo una terrible descompensación digestiva que inundó su habitáculo de
forma tan repugnante que fue necesario cambiar componentes del mismo para su
completa higiene.
Una vez en tierra, Luisito comenzó a increparme por lo sucedido, de manera
sumamente insolente y camorrera me acusó de incompetente y amenazó con un
sumario. Para ese entonces la policía se había hecho presente y la multitud nos
rodeaba hasta donde era soportable el fétido olor que despedía Luisito. Un Sargento lo hizo callar y le responsabilizó por
lo sucedido al tener, dentro de la jerarquía municipal, mayor grado y
responsabilidad. El estúpido de Luís no pudo contener los insultos, al tiempo
que yo defendía el correcto proceder del esbirro con intervenciones como: “está
haciendo su trabajo”, o “ellos no aceptan ingerencias, su deber es defender el
orden, seas quién seas”, afirmaciones a las que sus subalternos reafirmaban con
cortos movimientos de la cabeza.
Entonces, extraje de
mi compartimiento el maletín de Luicito, cerrado a
medias a propósito, y se lo alcancé a su dueño mientras decía; “usted déle sus
documentos mientras yo busco la patente de piloto y el permiso de vuelo”.
Luisito
no atinó a nada, la sorpresa fue tal que todos la notaron.
-¿Qué hace acá mi maletín?... ¿Qué hace usted con mi
maletín? –Balbuceó torpemente.
Sin dar tiempo a nada
más, deslicé mi dedo índice que sostenía al maletín cerrado y todo cayo por el
suelo al abrirse cual caja de trucos. Entre los papeles se destacó la bolsa
grosera de cocaína. Luisito gritaba que no era suya,
comenzó a llorar y el bruto del Sargento, después de aplicarle un terrible
golpe en el pecho con la palma de la mano para alejarlo de la prueba del
delito, le gritó:
-¡Aléjese y no toque nada! ¿Así que esto es suyo?
-¡Por eso hacías tantos viajes para encontrarte con tu jefe,
hijo de puta! –Grité en más de diez oportunidades hasta que uno de los milicos
me dijo que me callara, que estaba bien claro.
Nada más fue
necesario. Luicito fue procesado, lo liquidó el haber
gritado “¿Qué hace usted con mi maletín?” Esto lo condenó y de algún modo me
libró de toda culpa al ponerme como un extraño. La pericia técnica del
aeroplano no arrojó ningún desperfecto técnico, la inyección de aceite
funcionaba a la perfección, y el instrumento de medición en el tablero, nunca
marcó lo contrario. Se dedujo entonces cierta intencionalidad en mi aterrizaje,
por más que sostuve que el marcador indicaba la carencia absoluta de aceite, y
mis compañeros argumentaron que eso era posible, el fallo en el instrumento. Se
creyó a medias, puesto que olvidamos que el fabricante del mismo formó parte
del peritaje, y que, a fuerza de no perder la instalación de más de trescientos
aeroplanos del municipio, dijo que “increíblemente se pudo haber dado algún
desperfecto en el instrumento a raíz de un aterrizaje brusco, pero ponía a
disposición de cualquier técnico todo tipo de documentación que aseguraba su
absoluta, completa fiabilidad”.
Raúl, el brusco, fue
quien pudo haber “atorado” momentáneamente al medidor. Tanto el personal de
oficina de la base como la guardia del perímetro, al ser interrogados
comentaron con cierta gracia la particular forma de aterrizar del joven piloto.
“¿El maletín en mi
compartimiento de piloto?”, pregunté al Juez al responder, “era para que este
tipo viaje más cómodo, y era él mismo quien me pedía de llevarlo junto a mí”.
La cuartada no estaba
del todo definida y las sospechas de que todo hubiese sido preparado, comenzó a
ganar importancia y cuando Luisito ya estaba
disfrutando de su eventual inocencia, apoyado en un buffet de abogados
verdaderamente criminal, nuevamente Raúl presentó la evidencia que puso tras
las rejas al culo-roto, al cara de cagada de Luisito:
las fichas de salidas de cada vuelo donde el funcionario municipal viajó de
polizón, constatado en fotografías de las cámaras de seguridad del perímetro de
la base, donde se apreciaba, en la cabina delantera del biplano, el
inconfundible perfil de marrano urbano de Luís.
Yo perdí mi trabajo y
me suspendieron la patente de vuelo por tres años, por no haber denunciado las
salidas clandestinas o “berretines” de Luisito. De
haberlo sabido, lo denunciábamos el primer día que se aprovechaba de nosotros.
Pero era obvio que no me creían inocente de todo, y que era mejor que escarmentara
de frente a la duda que asumiendo responsabilidades en un puesto en el que ya
había defraudado turbiamente.
Raúl, también, por no
reunir las capacidades básicas, fue sumariado. No perdió el empleo del todo,
pero pasó al final de la lista de pilotos mientras tuvo que hacer nuevamente
algunos cursos de pilotaje. Por mientras que recursaba
las diferentes lecciones, se mantuvo como ayudante junto al personal de pista.
A esta altura de mi
vida, me cuesta discernir entre los motivos verdaderos por los que mi
motivación se encaminó desenfrenadamente a acorralar a alguien tan pusilánime
como Luisito, y no aventurarme con el mismo encono a
recuperar mi relación con Mellinda.
Pero ocurrió que,
mientras en la plaza leía los anuncios en el diario, en busca de trabajo, la vi caminando casi en mi dirección. Casi, un leve gesto o
imperceptible alteración en su curso la harían tomar por el cantero izquierdo
del parque, abandonando el central que corría hasta pasar junto a mi lado, y
así hacer evidente mi presencia y yo verla a ella. Y se alejó por la diagonal y
cuando me dio su perfil recortado entre el follaje bajo de los árboles, la
recordé entre los sepias de la foto de su credencial. La acompañé con la mirada
hasta verla desaparecer entre el movimiento de la calle.
Entendí que se había
ido a un lugar inaccesible, o tan misterioso, que me sería imposible adivinar
por cuál puerta ingresar, si se tratase solo de algo tan simple como abrir una
puerta; entrar y no dar explicaciones, detener el tiempo en una meditación
congelada pero latente, reconocer olores, entregarme a sombras, empañarme de
recuerdos como costumbres, amoldarme a lo preciado ya sin cáscara y sin
envolturas, obviar secuencias, acercarme…
RV 2016
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