Que sepa más de diez
idiomas o sea capaz de memorizar textos extensos y
complejos con solo leerlos, no justifica las burdas y descorteces acusaciones.
¡No estoy dispuesto a escuchar más comentarios sobre Esmeralda, mi novia!
Después de una
intervención o acotación, por leve que sea, rápidamente el silencio antecede a
los comentarios de dudosa motivación, y, lo que es peor, se alejan en forma
diametralmente opuesta al tema en cuestión, sobre el que Esmeralda, simplemente
y con el mismo derecho que los demás, opinó.
Pasados los meses de
tenebroso juego de burla y confusión, a la vista más que descarada de un
antifaz que esconde la envidia y el rechazo, opté por el alejamiento. Un pedazo
de mi juventud y adolescencia secado como por la maldición de un dios venido de
un desierto lejano y desconocido, con ademanes raros y amenazantes cavilaciones
que hasta el momento ignoraba, y que en realidad permaneció oculto en el
devenir miserable de aquellos que creía mis amigos.
Entonces decidí que
no fuesen ellos quienes me rescatasen de una eventual crisis de personalidad
sumergida en la devoción hacia ella, Esmeralda, y que la comprensión y consuelo
se me administrara en dosis pausadas como sus discursos, monótonos y vacíos al
igual que cada mirada.
-No es que la rechacemos, es solo que infunde cierto temor…
-Me decía Braulio, mi más viejo y querido amigo, hasta ese momento.
-¿A qué llamás “cierto temor”?
-A que parece leer la mente de todos, adivina acciones y
antecede respuestas o comentarios.
-¿Qué mierda me estás diciendo? ¿Vos creés
que se trata de una bruja o de un extraterrestre?
-Me parece demasiado expansiva, como si abarcase todo, no
se… es como si todos estuviésemos enchufados a ella y de algún modo accede a
todos, nuestros pensamientos por más secretos que sean.
Esto fue lo último
que soporté. ¿Me excedí al golpearlo? Creo que sí. Pero en ese momento era lo
único que podía responder a tamaña acusación. Nunca más volvimos a vernos. Va
para ocho años y jamás volví a ver a uno solo de esa barra que consideraba
amiga.
Por otro lado, Esmeralda, siempre pedía encarecidamente, no
sin lágrimas, que recapacitara y volviese sobre mis pasos, que los llamara y
poco a poco vuelva a restablecer el vínculo. ¿Qué vínculos? ¡Por dios! No fue
mi golpe lo que terminó con aquella relación, sino la brutal cascada de ponzoña
con la que los ataqué, haciendo por momentos confusa mi agresión a cada uno o
al grupo, develando un repudio visceral hacia varios de ellos, encubriendo mis
más tenebrosos pensamientos a través del insulto.
Esmeralda, en el
período en que yo repunté con mi taller de mecánica automotriz, de la que ella
fue pieza fundamental pues fue capaz de elaborar una estrategia que hizo de mi
actividad una verdadera fuente de ingresos, se recibió de bióloga en tiempo
record. El estudio para ella era tan simple como beber agua. Su memoria
privilegiada me fue de soporte indiscutible a la hora de rendir examen en una
academia de mecánica donde me especialicé en motores a inyección, y cuando algún
problema se me escapaba de las manos y me ocasionaba angustiosa pérdida de
tiempo, Esmeralda, puesta al tanto de la situación, en breves comentarios
sugería alternativas que siempre terminaban haciéndome más fácil el trabajo.
Pero también ella es naturalmente
especial en el afecto y comprensión, su estímulo constante me ha enseñado a
entender actitudes y sensibilizarme ante situaciones a las que, en otro momento
de mi vida, hubiese ignorado e incluso repudiado.
Pero la vida en
Esmeralda corre con una dinámica a la que no es posible apreciar, menos aún
acompañar, e, ineludiblemente, compartir.
Pasado el año de vida
en pareja, el más feliz de mi vida, Esmeralda era becada e inmediatamente
requerida por laboratorios y facultades de biología y ciencias de varios
países, y su vértigo de aprendizaje y enseñanzas escapaba a mi garaje negro y
estático como piedra en el fondo del mar.
Aquella noche me vio
triste y se adelantó a mi mirada diciéndome:
-Llamá a Braulio. Decile que solo querías saber cómo está, y que en realidad
lo echas mucho de menos.
Permaneció mirándome
a los labios, como si supiese que dentro de mi boca estaba la respuesta y con
solo abrirla por allí se enteraría de lo que definitivamente haría.
Entonces lo llamé, y
él me respondió algo incrédulo, pero de buena manera, y al otro día quedamos en
vernos por la noche en el bar de siempre, como antes,
y allí estarían también los demás, ansiosos y con afecto para brindarme.
Cuando esto le
comenté a Esmeralda, ella reía y miraba el techo mientras se llevaba las manos
al pecho. Creí que lloraría porque sus consejos estaban siempre desbordantes de
las mejores cualidades de la condición humana, y también un escalofrío me turbó
la mirada cuando, por primera vez, me pregunté que sería de mí sin ella.
Así fue que para
aquella noche de encuentro, mi somnolencia y perplejidad estarían anegadas en
cada paso sobre las hojas otoñales dispersas en columnas caprichosas por el
viento sobre la vereda. Temí resbalar o pisar sobre aquella alfombra ocre y
reseca y encontrar allí una trampa. Contenía las lágrimas y pensaba en que
aquello ya lo había vivido, que era el desenlace de otro suceso de similares
condiciones, y en el que entraba al bar de siempre,
donde mis amigos junto al mostrador esperaban día a día ver pasar un pedazo de
la noche por las ventanas mugrientas, para que yo llegue, y les diga, les
cuente casi en la más honda desesperación, que ella se ha ido y ni rastros ha
dejado.
RV 2016
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