Retractos # 23: “Mellinda”
Como un eco que se
filtra entre catacumbas, sus pasos rastreros y su voz cansina anteceden a la
pregunta:
-“¿A vos qué te parece, Gladise?”
Mellinda,
mi prima, que por algún desafío del universo o misterio repentino de la voluntad
divina, se hizo taxidermista, me somete con esta formula de interrogante a la
depravada imaginación que, frente a estas situaciones, así me invade.
-No se, Melli, ¿qué bicho es?
-¿Pero no se nota?
-Es que son tantos y tan diferentes algunos, y casi idénticos
otros, que me confunde tremendamente.
-En realidad me refiero a su posición, si crees que es
natural. Si parece que el animal esté en una posición que represente alguna
actividad normal de su vida. Qué animal es, no interesa.
Tan directa en sus argumentos,
la pregunta pareció apretarme aún más, quitándome definitivamente todo
movimiento en el que dilate mi respuesta.
-¡No se Melli, está bien, es como
que grita! –Cuando la que grito soy yo. Me pone nerviosa cuando me acorrala y
pretende que de una justificación a los cadáveres rellenos que me muestra,
exigiendo que encuentre en sus aberrantes posturas ese instante de estática
vital que lo delata en una acción.
-Sos una conchuda. –Me dice con el
cigarro que le pende de los labios, extremadamente rojos, como si en la
exageración del color se intentase reafirmar su distancia entre ella y lo que
manipula que se encuentra muerto.
-Quiero saber si te parece que esté bien así o la posición
no es natural.
No le respondo. Su
voz ronca queda por fin apuñalándome en el aire pesado de alcoholes de la sala.
Yo ahora continúo sin mirarla, absorta en mis pensamientos que pretenden
aferrarse a algún párrafo del agobiante texto que estudio. Siento sus pasos
alejarse, y antes de dar la vuelta hacia la cocina, gritar en el pasillo
haciendo su voz más potente y pomposa:
-¡Y no está gritando!
Desde su separación
del piloto aquel, un verdadero delirante que me caía muy pesado (sobre todo
porque dudo que lo haya visto alguna vez sin estar bajo efecto de alguna
droga), mi prima cambió drásticamente. En pocas palabras, no la volví a ver
reírse, salvo en puntuales ocasiones que por desgracia nunca coincidían con las
mías. Sus constantes interpelaciones con sabor a respuesta recalcitrante y
peyorativa la volvieron insoportable. De pasar noches enteras juntas, hablando
y comiendo chocolate o tomando algún licor horrendo, a sufrir quince minutos
frente a una taza de té y expuesta a su acuciante mirada.
-¿Por qué no volvés con el Estiguar? ¿No lo extrañás?
Le pregunté una vez, de forma sorpresiva y aprovechando un
momento ameno frente al televisor, mirando una comedia eterna y penosamente
actuada. ¡Para qué! Dejó la taza sobre la mesita y me dijo, apenas apoyando el
culo en la punta del sillón, las piernas juntas como uno de sus cadáveres
rellenos y las manos sobre las rodillas:
-¿Vos te pensás que el único macho
con el que puedo hacer algo es con el “volado” ese? ¿Te pensás
que ando por la vida pretendiendo cruzármelo o entablar algún tipo de relación
con ese subnormal?
No respondí, pero
creí que hacía bien escondiendo mi cara en el espejo circular de la taza, y
allí, para sorpresa y tenebrosa revelación, encontré mi rostro esbozando una
sonrisa tan sutil que parecía hecha con un bisturí.
-No vuelvo con nadie, y vos tendrías que saberlo mejor que
cualquiera, porque nunca te dije nada al respecto, porque para mí ese tipo está
muerto.
Se levantó y se alejó
arrastrando los pies pero con celeridad inquietante. Temí que volviese y me
echara en cara algunas de mis bochornosas relaciones bisexuales, alguno de mis
escándalos de alcohólica traicionada, de lesbiana intransigente y delatora, de
pena, de profunda pena que por momentos me toma con terrible fuerza y cuando
soy conciente de su trampa, estoy inmersa en medio de ella. Volvió por la taza
y sentí su mirada violenta impactar en mi rostro, y mi rostro, como
acostumbrado a los golpes, permaneció reflejándose en la taza con lejana
alegría que ondulaba los labios.
Desde la muerte de su
padre, mi tío Lukanor, individuo detestable y sobre
el que pesaban muchas denuncias de abuso de poder y tormento a detenidos, Mellinda y yo alquilamos este apartamento.
Si bien era posible
hacerlo cada una por separado, la convivencia nos ayudaría a retomar cierto
cause de normalidad y serenidad en nuestras vidas, las que habían sufrido
fuertes tropezones afectivos. Yo continué con algunas de esas relaciones
dañinas y gracias a mi prima logré superarlas.
Era cierto que nunca
me había vuelto a mencionar al Estiguar, pero también
y de forma antagónica, el reprocharme que ella “no andaba
por la vida pretendiendo cruzárselo”, era, para mí, evidente deseo contenido
en el mudo pesar de lo que no acontecía.
Después volvemos a
hablarnos y los chistes ordinarios y comentarios obscenos vuelven a lubricar
nuestra relación, pero siempre haciendo de estos movimientos de convivencia,
incómodas articulaciones en riesgo, una tirante comunión con fecha de caducidad
y expuesta al más mínimo complot que estalle detrás de alguna contradicción.
El tiempo bruñó
asperezas y también limitó el espectro
de errores donde cultivar confusiones. Poco a poco el vernos se volvió un
reflejo que lastimaba con recuerdos de lo que habíamos sido, o peor aún, de lo
que hasta ese momento habíamos logrado evolucionar.
Entonces Mellinda se fue una mañana helada de invierno, contra toda
posibilidad donde atenuar discrepancias e incertidumbres, y así fue que
nuestros encuentros se fueron distanciando en el tiempo de forma contundente.
No se si por alguna
plaza se paseará entregada a la suerte de encontrarse al aviador, o si
permanecerá fumando y dándole espantosa forma a animales que ya carecen de la encantadora dinámica de la
energía del aire y el agua.
Yo, ya recibida de
arquitecta, aún sin ejercer mi profesión, continúo en la peluquería donde desde
hace años trabajo. A veces me recrimino el no hacer nada para motivar mi vida y
repudiar al flagelo de la monotonía. Me descubro transgresora en estupideces
que a otra escala y bajo otras circunstancias serían conmovedoras, pero no
salen de las cuatro paredes del negocio perfumado y extravagantemente
iluminado.
Y me siento a beber
te y leer revistas estúpidas cuando no hay clientes, y creo encontrar detalles
que se entrelazan con capiteles y proyecciones en el espacio. Pero no debo
hacerle caso a esas cosas que son simplemente síntomas absurdos como los que la
angustia y la depresión esbozan. Entonces recuerdo a Mellinda
y sus animales rellenos, su devoción y dedicación a ese proceso de intentar
darle gracia a un despojo abandonado. Creo que ella allí encontró o reafirmó su
mejores cualidades, y que no estuve a la altura de entenderlo. Creo que por
momentos la extraño, y que ella me extraña a mi. Pero las estaciones se
continúan y por esta puerta no pasa, y yo tampoco subo al ómnibus que me ponga
frente a su casa. También creo que puedo convivir con esta extraña sensación de
odio y pasión por las cosas, días y personas. También creo que todo es
pasajero, y me lo digo a mi misma, cuando en el reflejo del te me descubro
sonriente.
RV 2016
Muy bueno, titán.
ResponderEliminarGracias, Miquiruni!
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