Retractos # 19:
“Poliéster Gonçalvez”
Desproporcionado a la hora de arrebatar argumentos, más aun
de imponer los suyos, el hermano de la Popochita, mi novia, fue un despilfarro de
estupidez enérgica y dañina.
Poliéster se
instalaba en casa, y tras comer de forma salvaje y condicionar cada minuto a la
absoluta atención que requería contando anécdotas que solo un idiota como los
de su género pueden vivir, mantenía tenso el ambiente y repelía a mis amigos
que ya ni siquiera me llamaban para saber si era oportuno pasar por casa.
No encontraba momento
en que pudiese acercarme siquiera a la Popochita, porque el trastornado de su hermano
estaba encima, y cuando en un cruce que podía ir de la cocina al living
contactaba a mi novia, el imbécil gritaba “¡eh, eh!”.
Era obvio que su
padre lo mantenía junto a nosotros, para que no tuviésemos el menor atisbo de
contacto, y entonces, sin apelar a su madre que vivía en la dimensión de las
anfetaminas y olor repugnante de los centros comerciales, fue necesario esbozar
un plan que quite al idiota merodeador de nuestro habitual escenario de
convivencia: mi casa.
Poliéster tragaba
enteros autos a escala de mi colección, (¡algunas piezas de gran valor!),
después, lo expulsaba y traía dentro de una bolsa grosera de supermercado. Al
olor fétido agregaba la misma broma: “te lo camuflé”, o “¡este si que es un todoterreno!”
En fin, era inminente
una reacción violenta tanto de mi parte como de la de él, pues a su brutalidad
y prepotencia empecé a responder con ironía y malicia.
Fue necesario
elaborar un plan a corto plazo con la ayuda de tres amigos, y para su
concreción, mi acercamiento casi de gran amigo al retrazado mental de
Poliéster, sobre todo cuando me enteré que a la Popochita la amenazaba e
incluso llegaba a golpear. Le tiraba brutalmente del pelo “para evitar marcas”,
me dijo llorando una tarde ella misma, camino al almacén. Le juré que Poliéster
no volvería a hacerlo. Y no volvió a hacerlo, tampoco volvió a caminar, y si
esto puede ser deshonra en la premeditación, fue también un acto heroico del
que el idiota me estuvo agradecido de por vida, su padre y su familia entera.
Llegado el verano, y
cumplido el mes de noviazgo, era el momento de aprovechar las desmedidas
proezas del imbécil a las que nos sorprendía casi de forma dramática. Sería la
temperatura elevada o su simpleza primitiva nerviosa la que ponía en exaltada
actividad al subnormal de Poliéster. Este fenómeno también lo note en el tarado de su padre, matriz traumada de un individuo fallado
e intelecto desatinado. A modo de ejemplo, su padre, Iracundo Peldaño Gonçalvez, opto por un soplete para cortar la gramilla. El
aparato estaba insertado delante de un ventilador direccional de los que los
jardineros utilizan para barrer el pasto cortado, al que había inyectado una
botella de vidrio con acetona para hacer más contundente la bocanada de fuego.
Resultado: el jardín incendiado incluyendo un galpón lindero del vecino y su
mascota, un mastín, calcinado al punto de dudar si se trataba de un perro o un
tronco de sauce quemado. Iracundo inventó una estufa refractaria que
supuestamente disminuiría el consumo de corriente en un 40%, fue utilizada solo
una vez, durante escasos segundos que permaneció conectada a la pared: la
descarga eléctrica le chamuscó la pestañas haciéndoselas desaparecer, esto fue
pintoresco, no así el muñón que coronaba el brazo derecho donde aferrado al
enchufe permaneció en una suerte de pataleo descontrolado que lo llevó a
desplazarse sistemáticamente hasta ganar el centro de la sala, y así, en medio
de las patadas lanzadas involuntariamente, agarró de lleno la mesada de mármol
de la mesa central elevándola más de dos metros, y segmentando tibia y peroné
en tantos pedazos que aquello era más un micado que una pierna. Después de la
espeluznante experiencia, el dice que todo se le volvió azulado, y que ya no
veía como antes. No era para menos. Expulsó olor a churrasco durante meses.
Poliéster siguió ese
derrotero de imbecilidad cotidiana como su padre. Ambos eran el resultado
contundente de la doctrina del idiota: persistente y resistente.
La primera sugerencia
vino de Benítez, uno de mis amigos, y fue entonces un plan que se construyó
como un castillo de naipes, con aportes de varias personas, respetando el
lineamiento que mantenga la estructura en equilibrio, premeditando cada paso
hasta alcanzar el objetivo, en este caso, violento y torpe.
Así fue que aquel
verano, extremadamente árido, contagió a todos de una insaciable necesidad de
agua. La playa fue donde dedicábamos la mayor parte del tiempo, en medio de una
muchedumbre que parecía aletargada por la ola de calor incesante, y que se
desparramaba sobre todo sin hacer posible un solo sitio con aire fresco.
Sobre un enorme bote
al que habíamos atado tres gomones donde portábamos
la bebida refrigerada, se estableció el juego al que todos, incluyendo al
imbécil de Poliéster, estábamos invitados a compartir.
El mismo consistía en
pasar por debajo de las diferentes embarcaciones que sobre el mar calmo y llano
se esparcían por toda la playa. De este modo, se trazaba un recorrido que
abarcaba más de cuatro botes y terminaba en un quinto o sexto (dependiendo si
alguno se alejaba o acercaba). Como sea, este último era bastante grande, y su
calado superaba los dos metros. Además, era casi seguro que pondría en
funcionamiento sus máquinas, ya que se encontraba allí por una extraña
coincidencia. Nuestra intención era ver hasta dónde llegaba la inconciencia de
Poliéster, dando por hecho que sería capaz de las más arriesgadas proezas, las
que se sumarían a la larga colección que junto a su padre y el deficiente
mental de su tío Lolo (fallecido hace tres años al
arrojarse en bicicleta desde la sima de una colina), eran motivo de reiteradas
narraciones en reuniones familiares.
Primero salí yo. Con
energía superé los dos primeros botes, y al emerger, sentía el griterío
entusiasta y adivinaba el estado de nervios y ansiedad de Poliéster por
arrojarse al agua y superarme. El tercer bote fue un suspiro por lo pequeño, y
luego emergí del cuarto con más tranquilidad. Tranquilidad que se volvió
quietud y repentino malestar. Volví muy lentamente, refregándome los ojos y sacudiendo
la mano para incitar a Benítez a aprovechar su turno. Se zambullo como una
lanza al agua.
La voz del imbécil de
Poliéster me llegaba como un motor pausado y desaliñado, su reiterado vozarrón
me increpaba “¡Puto, puto!”
Como motor me había
llegado un rumor bajo el agua. Probablemente algún generador o motor de
ignición que ponga en actividad a la planta impulsora del enorme barco de la
línea final, el quinto obstáculo. Fue sorpresivo, y bien lo entendió Benítez
que apresuró su actuación, cosa que volvió loco al sub
normal al que apenas podían controlar para que no se tire al agua.
Lo de Benítez fue
verdaderamente formidable y quedó como la gran hazaña: superado el primer vote,
al instante se le vio emerger detrás del segundo. Había pasado de bajo de ambos
sin tomar aire. Poliéster estaba al borde de un colapso emocional. Yo, sentado
en el bote, aproveché para abrazar a Popochita puesto que su hermano estaba
absolutamente hipnotizado por la competencia.
Se vio la cabecita de
Benítez proyectar su sombra a un lado del pequeño botecito número tres,
desaparecer y emerger pasado el pesquero de unos 18 metros de eslora.
Popochita, me miraba preocupada mientras me agitaba respirando de forma
exagerada. Mi actuación, quiso apresurar la competición, pues temía que
ocurriese lo que terminó ocurriendo: el enorme barco puso en funcionamiento sus
hélices. Sabiendo todos de la gran capacidad de nadador de Benítez, la
humillación que le provocaría a Poliéster era garantizada, pero frente a una
situación como aquella, se complicaba el panorama y se corría el riesgo de un
accidente.
Pero los
acontecimientos se suscitaron como los remos que invariablemente se hunden el
agua, emergen proyectando un arco de agua cristalina y brillante para
introducirse nuevamente sin dar más posibilidad que retener en la memoria el
hecho presente, repetido y sin variación.
La espuma se reflejó
en la popa del barco, y debido al poco lastre, eran apreciables las hojas de
cada aspa salir oscuras entre el agua agitada. El miedo nos erizó la piel. No
se veía a Benítez, y Santiago, otro de mis amigos, bastante salvaje y recio, se
había llevado una mano al mentón. En su expresión se entendía la enorme
preocupación que lo invadía y que estaba a un paso de la desesperación.
Su cabecita, la de
Benítez, se vio a unos metros de la popa. Saludaba y Héctor (otro de mis
amigos), le gritaba “¡siete minutos!”
Aplaudimos y gritamos
como poseídos por un entusiasmo tan torpe que solo podría ser advertido por
Popochita, porque en su hermano causó desesperada emoción.
Se zambulló. Para ese
entonces, la sombra del enorme barco se había corrido y dejado bien iluminado
un muelle de piedra con veleros estilizados.
Nadie advirtió de la
forma desmedida y grotesca con la que el idiota se sumergió y emergió para
nuevamente sumergirse y verle ir en sentido directo, cual torpedo, hacia el
carguero que se retiraba lentamente. Desapareció bajo su pantoque, luego de
transcurridos eternos segundos, el agua se volvió roja.
Entonces me eché al
agua, y detrás mió me siguieron mis amigos. Llegué primero a Poliéster, que
como un monigote sacudido por la turbulencia de las hélices, giraba dándose
contra el fondo de la bahía y levantando grandes nubes de arena.
Entre el infierno de
arena, corrientes sorpresivas y el horroroso zumbido de aquel monstruo, lo tomé
de un brazo y lo llevé a la superficie. Emergí mucho más cerca del muelle de lo
que hubiese pensado, y entonces fuimos ayudados a salir del agua por pescadores
que lo habían visto todo. Pero las piernas de Poliéster no nos acompañaron: a
manera de plumeros, más arriba de las rodillas, sus piernas terminaban en
deshilachadas pulpas de carne y tendones, su expresión, clásica cuando contenía
una estúpida broma apretando la ris, le maquillaba el
rostro. No se si lloraba, el agua hacía confusa la escena.
A salvo y recuperado
antes que cualquier mortal debido a aquel inexplicable fenómeno que lo hacía
“persistente y resistente”, Poliéster, volvió a su casa y no hubo motivo para
que terminaran sus idioteces. Su padre, Iracundo Peldaño, me agradecía haberle
salvado la vida. Sus ojos, sin pestañas como los de un pescado, hacían brotar
las lágrimas de forma sórdida y direccional como una canilla que sufriese
importantes pérdidas. Acepté aquel gesto de sinceridad, y de algún modo,
sellamos una relación que ahora era de confianza y, por qué no, afecto.
Con Papochita vivimos aquel fin de semana como una luna de
miel, y fue tan desenfrenada mi posesión de su cuerpo, tan salvaje mi
proyección sobre sus hermosos atributos femeninos, que en un momento (lunes a
la mañana), desperté y sentí terrible angustia y dolor cuando la encontré.
Despeinada, más desnuda que vestida, gateaba por el cuarto. La vi trasladarse así durante dos o tres metros. Me angustié y
pensé en una lesión causada por mis brutales penetraciones de cavernícola. No
podía hablarle, apenas pude pronunciar torpemente su nombre. Entonces me miró,
la cara aún con señales de sueño y somnolencia, inexpresiva y lerda en los
movimientos, me dijo:
-¿Viste mis medias?
RV 2016
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