sábado, 27 de febrero de 2016


Retractos # 16: “Lauro Días”

 Volvía agotado entre pisadas de barro y reflejos tristes de la lluvia sobre el terraplén de la calle, desquiciado y acorralado por cada fracaso que incansable me empañaba el alma hasta hacer cascada de mi lamento una capa gris y turbia, envoltura degradada de lo que fui y de lo que hasta el momento era.
 Encendía cigarros y en la llama ardiente de la ceniza que aspiraba con unción desmedida pretendía encontrar alguna señal que, no por fabulosa o sorpresiva, me encausara en una decisión acerca de qué hacer de mi depravada vida, si prolongarla, entonarla de más alcohol y drogas baratas, o cortarla drásticamente.
 Entonces escupí en la noche helada y hedionda por algún vertedero próximo al paraje al que había derivado, y cuando quise acordarme de mis pasos anteriores, estaba vomitando a un lado de la calle rudimentaria y delimitada por zanjones oscuros de agua inmunda. Sentado en el suelo, conciente y no de la humedad que me empapaba las nalgas y subía por mis pantalones, sin más consuelo de sentir en ellos mi propio llanto y aceptar estar mojado por pura decantación desventurada, divisé una luz rectangular entre los campos negros y el pesado manto de nubes que comprimían la noche. Por algún motivo que a este punto de mi vida encuentro gratificante, me dirigí a él chocando con troncos, charcos, alambrados y ladridos que golpeaban en la oscuridad como papeles rasgados.
 Mi traslación, una penosa configuración de movimientos esquivos y temerosos, contradictorios en quien desea morir y se aferra al instinto de no pisar una serpiente, fue socavando mi tristeza, con el temor como cable conductor, y la avara necesidad de la intriga que en la estupidez solo y solo así, puede impulsar a alguien a husmear donde no le corresponde.
 La pequeña casa de bloques, humilde hasta en su disposición de cara al viento y la lluvia, sin protección alguna, mantenía una cuerda para el tendido de ropa que se unía a una higuera que parecía vieja o enferma.
 Me arrimé a la pequeña ventana delimitada por el triste gris del material que la amuraba al rancho, y en la confusa iluminación de una débil bombita, creí ver lo que dudé sería y fue lo que temí era.
 Un hombre ancho y de rostro joven, de barba clara, permanecía de pie como una estatua. Me horrorizó lo que entendí debía ser su cráneo, pues su cabeza estaba trepanada y se asomaban piezas metálicas de un indescifrable mecanismo ubicadas donde su cerebro. Un cable fino y negro, unía este artefacto dentro de su cabeza a un enchufe que a escasos treinta centímetros del suelo, se encontraba burdamente empotrado en la pared.
 El miedo me paralizó. Reaccioné o creí que me desprendía de la casamata y aquel individuo aterrador. Los ladridos de perros cercanos me contuvieron inmóvil hasta que la lluvia helada me hizo doler la cara en complicidad con el viento.
 El tipo apareció allí, a un lado de la casa y detrás de una pileta de cemento que no había visto por la oscuridad.
-Entre. No tema. Entre. –Me dijo con voz calma y muy suave. Los ladridos parecían estar casi a golpe de pie, y en su sonoridad grave y ronca se intuían animales fieros y de gran porte.
-Entre, -Volvió a decirme.
 Dentro de la pocilga lambetada con cal, donde apenas un primus y unas tablas entre cajones hacían de muebles, se sentía una música baja llegar desde un aparato diminuto.
 Permanecí parado a un lado de un par de sillas que hacían de soporte para un tablón donde se amontonaban prolijamente cinco o seis aviones de cartón y algunos molinetes de papel. Deduje que se secaban pues vi bajo la improvisada mesa tarros de pintura. Reconocí en los aviones uno que mi sobrino tenía en lo de Flavia, mi hermana, y con el que jugaba la última o una de las últimas veces que estuve por allí, receloso de esconder mi mamúa y parco en las miradas espesas de tono humillante y entregado.
 Encontré gracia en el diseño y color de los aviones. Pero la disposición de lo que seguramente eran las turbinas en las alas, y el timón de profundidad sobre la cola, me volvieron al criterio feroz de la mecánica y la lógica que un adulto, por entregada que su alma pueda estar conteniendo la ternura melancólica de su niñez, cuaja la gracia y acentúa la obstinada iniciativa de lo funcional.
-No llore, hombre. –Me sorprendió en el comentario, pero más me sorprendió notar que una línea cruzaba su frente y se proyectaba hacia atrás de su nuca, la unión de las piezas que componían su cabeza.
 Descubrí que lloraba, y esto, por su apreciación, fue antes de que deduzca su cráneo de encastre. Sentí vergüenza y recordé un cuento que había leído de joven, cuando cursaba el liceo, y en el que un vendedor de medias apelaba al llanto para estimular la compra a través de la pena.  
-No llores, hermano. –Me tomó del brazo y así me dirigió hasta una puerta de lata que parecía negra, pero al acercarme, entendí verde oscura.
 Me di una ducha caliente como no hacía desde hace ya no se cuánto tiempo, y salí del baño reconfortado. Tuve ropa seca y limpia, sin importar su uso y desgaste. Me senté a una mesa de verdad, simple pequeña y compacta. Él, el extraño hombre de cerebro mecánico, sirvió dos tazones de barro con un guiso que parecía una maravilla en su perfume. Cuando me dio la espalda para descorchar un vino, vi una pequeña radio espica a un costado de su cinturón, por donde se emitía la lejana música, y de ella, como el hilo de una cometa, se extendía un fino cable que se terminaba ocultando bajo su pelo, prácticamente detrás de la oreja del lado donde pendía el artefacto.
 Cenamos y me habló pausadamente:
-No te asustes si no tenés trabajo. No sientas tristeza, hay cosas peores. Mañana, andate hasta lo del cura, decile que vas de mi parte… ¿te animás a poner unos vidrios a unas ventanas? Después, si querés, te venís para acá o si tenés ganas pasá a contarme como te fue. Yo voy a estar en la plaza.
 Después de cenar me desmayé del cansancio.
 El amanecer congelado reducía el aire a puntos de hielo que se aspiraban con dolor. El tipo trajo el mate y me lo ofreció y se sentó junto a mí. Me corrió con la cadera y se cubrió las piernas con parte de la manta.
-Lauro. –Dijo, y su mano enorme y blanca permaneció en el aire esperando hacer contacto con la mía. No dudé y se la apreté con fuerza. Aunque no lo hubiese querido, permanecí mirándolo un rato a los ojos y comprendí que allí estaría mi agradecimiento y la vuelta de un naufragio, el desesperado olvido de la noria y la brisa que me encendían las aves que se escapaban volando hasta desaparecer para mí detrás del monte.
 Salimos en bicicleta los dos, en silencio y acompasando la miseria del paisaje salpicado de ranchos de lata y casas destruidas o a medio hacer, encajonadas entre plantas y lastimadas por el tizne de una visita desesperada y pasajera.
-Vos seguí para el pueblo que yo antes tengo que ir a buscar unas cosas al almacén.
 Sorprendido, en la inercia de la bajada lo vi torcer a la izquierda y gritarme: “¡que te diviertas!”
 Colocaba los vidrios y me desprendía de la desagradable impresión que me había contagiado la tos del cura. Pensé mucho, diría que casi toda aquella fría mañana, en la transparencia de los vidrios y la transparencia de las cosas. Creí establecer un parámetro mediante el cuál era posible definir qué atravesaba qué cosa y cómo la transparencia era su vehiculo o un artilugio para permanecer indemne a su atropello. Me percaté de que desde aquella noche descubría cosas que ya conocía o creía que tenían un significado parecido al que ahora le encontraba, y me era sorprendente notar que por más mínima similitud o distanciamiento, aquel concepto se separaba bruscamente de lo experimentado, y era un nuevo concepto, una identidad escondida como la de los objetos que a fuerza de exhibirse enseñando su mejor ángulo, después asombran cuando aquel oculto se da a conocer.
 Traté de combinar el agua y la arena en una alquimia de juguete, como si de allí brotase la transparencia y se establecieran los poderes capaces de atravesar su esencia, y generar perfumes en una suerte de energía residual, como un desprendimiento secundario de una transformación más importante. Colocaba los vidrios y las uñas me parecieron ventanas por donde me veía como era por dentro. En la longitud de su crecimiento, se escribía lo vivido como si fuese una cinta de grabación, y allí, de algún modo, quedaba registrada la tristeza punzante, la angustia develada en la apatía y ceguera de lo circundante, alegría estallada como un florecer repentino entre arbustos espinados, las tramas y premeditaciones, los deseos posesivos encerrados en pulsaciones y vergüenza. Por un momento pensé en no cortármelas más, y cuando esta  idea absurda se me desvanecía en la mente, la tos del cura atravesó el patio y vino con una taza de café caliente y excesivamente dulce.      
 Dijimos cosas y acordamos para que en la tarde volviese para limpiar las baldosas salpicadas de pintura y recortara mejor la masilla de los vidrios.
 Me despedí y sentí alegría en la niebla que por momentos parecía ganar el espacio y aumentaba mis ganas de ver flotar el avión de mi sobrino.
 No subí a la bicicleta hasta que hubiese sentido que los pies no estaban tan helados, y a pocas pedaleadas estaba en dirección a la plaza del pueblo.
 Me llegaba el grito de los niños saliendo de la escuela al medio día y pensé en lo hermosas que son sus manos, pensé en su similitud con los gorriones y creí que contenían un mismo lenguaje desprovisto de reglas para su expresión, pero absolutamente fiables en su contenido. Recordé lo angustioso que es para un bebé el momento en que le cortan las uñitas (lo recuerdo en mi sobrino), y si hubiese transparencia acorde a la imaginada, entonces llorarían por aquellos recuerdos que le estaban quitando de aquel momento, momento que olvidamos y queda disuelto en la memoria.
 Pero también la transparencia me llevó a mirar por aquel vidrio sucio de materiales y cal y descubrir a este amigo de cerebro metálico.
 Recordé su mirada y cuando desemboqué en la plaza, lo reconocí entre la gente con bolsas de la feria, los niños y los perros. Mostraba sus aviones absurdos y en ellos algunas personas parecían fijar su atención. Parecían volar pese a lo rígido de su estructura y espesos colores que harían gran resistencia al aire.
 El tráfico pueblerino me hizo parar y noté que estando a la sombra, el viento se volvía helado y seguramente mucho más frío que en la plaza. Y fue gracias a ese momento de quietud y la brisa fresca, que noté mi rostro húmedo y comprendí que las lágrimas habían llegado para quedarse.

RV 2016. 



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