viernes, 26 de febrero de 2016


Retractos # 15: “Capitán Ladrillo Sosa”

 ¿Qué comentario podría hacerse que contuviese la esencia del Capitán Ladrillo? ¿Sería digno mencionar algún estado primitivo del hombre o comparar otra especie a su condición de subdesarrollo mental?
 No, sería obviar el eterno conflicto que acarrea la toma de decisiones desde un puesto de poder, sus consecuencias, sus derivaciones insospechadas y desafortunados lazos con acontecimientos paralelos.
 El Capitán Ladrillo Sosa, operativo hasta bien entrados los sesenta años, fue una pieza insustituible en el aparato de represión y control de la sociedad: sus bochornosos excesos los purgaba volviendo a la calle como patrulla en barrios impenetrables, comandando la guardia de ingreso a lugares públicos y visitados por primates analfabetos como los estadios de fútbol, o dirigiendo el tránsito en un cruce polvoriento de una carretera rural, entre pesados camiones y maquinaria agrícola en desplazamiento hacia su lugar de trabajo.
 Como se decía, su estupidez brutal ocasionó graves daños a la comunidad. Y dentro del despilfarro de violencia descontrolada, tuvo aciertos de los que el mismo comandante y alcalde de la ciudad, al mencionar, sumían en la ironía y fastidio cualquier conclusión sobre el temperamental y cavernícola esbirro, a la hora de elogiar.
 La furia de sus acciones comprendidas en un código de trogloditas escalafonados, impartía revisiones acerca de cómo y cuándo estuvo bien la apaleada o fueron excesivos los siete cargadores de 9mm. Sosa, bilingüe (hablaba una aproximado lenguaje humano y un suelto dialecto de chimpancé), argumentaba con afirmaciones que salían de su boca como el eco de una boca de tormenta después de una lluvia formidable, donde las aguas se acomodaban a los vericuetos de los desagües como reses que atraviesan los corredores de un matadero.
 Sus acciones eran bien conocidas por todos en la ciudad, no llegándose a entender si lo eran por lo arriesgadas o por lo torpes. Durante uno de los Carnavales de las Desgracias, dejó atravesado un ómnibus en la vía férrea tras haber ahogado el motor con un cambio alto, de poca fuerza. Durante el período que su músculo cerebral buscaba una idea capaz de ayudarle a superar aquel problema, sintió una fuerte necesidad de orinar y la locomotora se llevó al vehículo con 23 colegas mientras fijaba su atención en un hormiguero al que inundaba con su orina.
-Sentí unruialata, sentí. –Dijo al comisario de la seccional.
 También disparó sobre gente inocente a la que confundió con atracadores de bancos. En la balacera, mató a un transeúnte y dejó severamente dañados a tres más, pero en la acción desmedida, una de sus balas impactó en el pecho de un buscado narcotraficante (el # 2, requerido internacionalmente), que tomaba un helado a dos cuadras del foco de fuego. Su fallecimiento se constató en el acto, y así también, para asombro de todos, su identidad.
 Dejó desprovisto de varias piezas dentales al un suboficial de otro destacamento, en un almuerzo de camaradería; su silla no soportó el peso de su masa cuando una tenebrosa contracción muscular (producto de un eructo dantesco), le sacudió venciendo el mueble y en la caída escapándosele un tiro que dio de lleno en la mandíbula de su desgraciado colega.
 Abrió fuego sobre un rehén confundiéndolo con su secuestrador. El desgraciado perdió una oreja y el delincuente, el verdadero, huyó despavorida frente a tamaña brutalidad y fue envestido por un taxi, pereciendo en el lugar mientras el Capitán Ladrillo le ponía las esposas: “notehagás el loco”, le decía en el operativo, sin reparar que la mitad del cuerpo del criminal yacía bajo el eje delantero del automóvil.
 Numerosas cicatrices le despuntaban sobre el cuerpo, lo único lamentable, era que todas fueron consecuencia de accidentes hogareños: atragantamiento con un chinchulín hirviendo (a su deforme cuello, una textura escamosa corroboraba el infernal trance); falta de dos dedos del pie derecho (se le escapó un disparo cuando, en el momento que pretendía apuntar al blanco en el polígono, se le ocurrió descargar un fétido gas, su cerebro no estuvo nunca preparado para llevar a cabo dos acciones al mismo tiempo); pérdida del labio superior e incisivos superiores (le detonó un calefón en la cara al instalarlo mal y manipular elementos que desconocía con el suscitado resultado); extracción de un riñón debido a la detonación de un fuego artificial que portaba en una cartera, a la altura correspondiente y después de estar arrimado al fuego de una parrilla).
Estas son algunas de sus hazañas, que, a la hora de intentar explicar el motivo de cada grosera cicatriz, maquillaba en contradictorias historias de arrebatos, persecuciones y tiroteos, todos él solo contra la delincuencia drogadicta.
 Tal vez la mancha más corrompida de su historial sea la de haber matado a su primo “jugando a Tarzán”. Esto ocurrió antes de entrar a la policía, y era el corolario de terribles barbaridades desparramadas entre lo que iba de su infancia a lo que fue su adolescencia. (Se excluyen atrocidades con cachorros y animales de la calle.) Pero durante unas vacaciones de verano en casa de sus tíos, colgándose de árboles con gruesas cuerdas, el joven Ladrillo pretendió atrapar en el aire a su primo, que aferrado a otra cuerda y en sentido contrario, jamás imaginó semejante canibalada. El impacto, seco y de sonoridad gruesa, hizo caer a los dos en aparatoso desparramo. Una vez abajo, constatada la muerte de su primo, el semihumano de  Ladrillo escapó al extremo más alto del árbol, y tuvo que ser bajado por un equipo de bomberos, cuatro días después, absolutamente deshidratado.
 Pero las vueltas de la vida conciliadas con sus brutales acciones que escapan en inerte corrida hacia el olvido, tomaron carrera con el tiempo, y cargando él con cada nefasta actitud como una bestia sin memoria, lo tomó de sorpresa y le volcó aquella carga defectuosa y el patetismo servicial de su existencia.
 Durante un operativo, el Capitán Ladrillo tuvo la excelente idea de esconderse a la espera de ciertos delincuentes quienes se concentrarían en la azotea del edificio de un prestigioso canal de televisión. Encontró adecuado un tanque vacío de agua, donde se introdujo con torpeza y poca precaución, sin tampoco comunicar a sus subalternos. Sobre el mismo, los delincuentes colocaron un pesado radar y sistema de comunicaciones que haría interferencia con las señal del canal, y de ese modo, intervendrían en su programación de forma grosera y difamatoria. Tan bien camuflada estaba la estación, que pasó desapercibida al considerarse por todos parte de aquel tanque abandonado. Meses después, una vez pasada la intervención del canal que lo llevó a la ruina y posterior cierre, los nuevos dueños del edificio creyeron oportuno hacer algunos cambios en el inmueble, y dentro de estos, se encontraba una mejora en la instalación sanitaria. Para ese entonces los miembros de la organización delictiva ya habían retirado el sistema de interferencia, y nunca abrieron el depósito de agua.
 Entonces, tiempo después, cuando fue activado un pase de agua para llenarlo la sorpresa invadió al vecindario con el pasmoso y macabro hallazgo: inflado como un bidón, grotescamente carcomido por mordidas de ratas y con las secuelas de una feroz sed, el cadáver del Capitán Ladrillo Sosa, fue retirado como un budín de su molde, y bajado con una grúa desde la fachada debido al terrible peso que había ganado con el agua inyectada.
 Nunca se supo cómo su ausencia no motivó a la misma Policía a implementar un sistema de rastreo y búsqueda del colega, más si se constató que, su desaparición, fue objeto de débiles comentarios que pasada la semana no eran más que un extraño suceso rayano en el fantasioso guión de un caprichoso sueño, apenas constatado por algunos allegados, y un rumor funesto para otros dependientes de la seccional.
 Entonces tendría uno que aproximarse en la lejanía a los discursos de supuesto elogio del Comandante de Policía, cuando en el derrotero de bestialidades y calamidades urbanas el Capitán Ladrillo terminaba, involuntariamente, cumpliendo con importantes órdenes de captura. En aquellos discursos, donde se corroboraba la captura o eliminación de una amenaza a la sociedad, jamás quedaba en claro si la misma se debía al proceder efectivo de la autoridad, o, paradójicamente, al mismo azar desencadenado de hechos irracionalmente violentos que terminaba decantando hasta frenarse allí, donde los actos arbitrarios, acorralados, ya no tenían capacidad de movimiento, y se confundían con la acción delictiva.

RV 2016





  

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