Los viajes de
Pingusio, capítulo # 07: "No todo lo que brilla..."
-Y si me encuentro acá, en este preciso momento, se debe a
una cuestión de coordenadas, solo por eso.
Pingusio no hacía más
que escuchar atentamente al marino que
desde la altura divisó y bajó a conocer. En realidad hacía más de dos horas que
aquel extraño hombre le hablaba sin parar, apenas Pingusio tuvo tiempo de
saludar y presentarse.
-Y cuando las corrientes antárticas choquen de lleno con
aquellas tropicales, entonces no tendrán lugar por donde correr y este desierto
será inundado de forma violenta y demoledora.
El señor hizo una
pausa, un poco larga, bajó la mirada y se frotó la barba como desanudando las
frases que debía largar y allí se encontraban enredadas. Suspiró como
recordando algo y entre los bigotes se deducía una sonrisa.
-Hubo una época en que, con mi socio, pescábamos muy al
norte del Pacífico. No le doy coordenadas porque a mí nadie me asegura que
usted no sea un inspector naval y me aprese o multe por pesca indebida, ¿me
entiende? -Pingusio parpadeó. El tipo continuó.
-A pesar de tormentas atroces y envestidas brutales del mar,
a la deriva, espantosamente diezmados y al borde del naufragio, dimos con una
pequeña isla que jamás localizamos en ningún mapa. En realidad, despertamos
encallados en su costa pedregosa y calma, muy calma... diría que demasiado
calma... -Estiró las palabras hasta dejar la cabeza inclinada hacia atrás,
mostrando la campanilla a través de su boca abierta. Pingusio rescató el dato
de "un tubo oscuro con un freno o rejilla que funcionaría como resumidero
o alcantarilla en un desagüe, así es la gente por adentro desde ese
lugar".
-Bajamos, mi
Remington nos guiaba con su hocico largo y pulido, por el que despide
fuego cual dragón... ¡Ja, ja! -Pingusio
no entendía nada, y no sabía si "Remington" era su amigo, o un tercer
tripulante. Pero esto se aclaró.
-Esteban estaba mal herido y rengueaba, pero del terror
vivido durante la tempestad de aquella noche, prefirió bajar a tierra y
acompañarme unos metros, no estaba dispuesto a permanecer un minuto más sobre
el bote. La isla era demasiado pequeña, casi circular, y no superaba los cien
metros de diámetro. Pero lo verdaderamente
alarmante era su altura: peñascos rocosos que fácilmente superarían los sesenta
o setenta metros de altura, cubiertos de exuberante vegetación y acantilados de
vértigo por los que era imposible trepar.
-"Cholo, es un volcán", -me gritó Esteban desde la
orilla. Cuando me di vuelta para insultarlo por su estúpido descubrimiento, lo
vi arrodillado, estático y con el rostro blanco cual fantasma. Observé en la
dirección en la que el miraba hipnotizado, no veía nada. Al rato de escudriñar
entra barrancos y planos de piedra salpicados de helechos, vi a lo que Esteban
no dejaba de quitarle la vista. Yo también permanecí inmóvil y apoyé la culata
del rifle contra la arena, como para apuntalarme del susto.
Ahora Pingusio estaba
tan impresionado por aquella narración, que parecía un accesorio de la verga a
la que estaba aferrado.
-Hice foco, -el hombre se tanteo torpemente el pecho como si
buscase los binoculares, luego se los llevó imaginariamente a los ojos.
-¡Que me parta un rayo! ¡Corré, flaco, hay que empujar el
velero y ponerlo de proa al mar!
Pingusio comenzó a
agitarse de los nervios, y parecía una bomba de agua a la que se le daba leva
de forma descontrolada, pues subía y bajaba la cabeza de manera constante,
ocasionando igual movimiento con la cola.
-¡Corré, la gran puta! -El tipo se inclinó hacia atrás, dejó
escapar una carcajada grosera y se vio la alcantarilla del resumidero a plena
luz, -¡ja, ja, ja! -Pingusio no hacía más que agitarse desesperadamente.
-A los treinta o cuarenta metros de altura, un tigre blanco
de un tamaño descomunal, que al lado de algunas palmeras parecía un hipopótamo,
nos miraba tan fijo y duro que parecía una escultura de arena. Pero arrancó
barranca abajo envistiendo el follaje y haciéndose paso entre la maleza como si
fuese una enorme roca en caída. El flaco había torcido al "Kalmos" y
estaba algo escorado porque la quilla tocaba fondo. Me puse el arma al hombro y
empujé como un remolcador. Cuando subía por la popa, el monstruo ese ya era un
relámpago por la arena en dirección nuestra. Esteban accionó el arranque y
después de un par de intentos se puso el motor en marcha arrastrando arena
entre turbulencias, aceleradas y bramidos desde la chimenea. Le apunté en
varias ocasiones, y cuando ganábamos velocidad, la bestia estaba a escasos diez
metros, levantando oleaje y espuma que parecía una ballena, y enceguecida de
furia. El flaco me tomo por el brazo y me hizo bajar el arma, "dejá, ya no
nos alcanza". En efecto, nos alejábamos trepando olas y viéndolo
desparecer y aparecer entre las aguas agitadas. Transcurrió más de media hora,
y si bien estábamos ya a una distancia más que segura, se apreciaba el esfuerzo
de aquel animal imponente desafiando al océano para darnos captura.
Pingusio escuchó toda
la narración con euforia y, a pesar del miedo que aún lo atormentaba, ya no le
poseía haciéndole hamacar de forma demencial. Comprendió y reafirmó el
privilegio de las alas, lo que, sin duda, le hacía una criatura más
evolucionada que cualquiera de aquellas que no las tenía, y más aún sobre ese
tigre que ni aletas para impulsarse en el agua mediante un vuelo acuático
poseía.
-Navegamos millas y millas y sobre el puente, en las noches,
fumábamos pipa y bebíamos recordando el percance, y por momentos, por la
borrachera, estremeciéndonos con algún reflejo de la luna en el agua que nos
plantaba al fiero félido en su portentosa embestida. No volvimos a hablar del
tema, Esteban se bajó en un puerto de la costa Californiana y yo seguí rumbo
solo, hasta que una noche, al despertarme absolutamente mamado, me encontré
acá, con calma chicha y sin agua.
Pingusio dio una veloz mirada al rededor, constatando el
paisaje árido y desolado, en el que ni miras de que se vea agua ni en una
lluvia esporádica y perdida.
El Cholo le dio la
espalda, se giró y hurgó en el horizonte haciéndose sombra con la mano sobre la
visera del gorro. Parecía morder la pipa que ahora notó Pingusio había tenido a
un lado del cuerpo, en la mano que no protagonizó la búsqueda del larga vista.
-Y sí... -Dijo llevándose los brazos a la cintura y así,
cual ánfora permaneció mirando quizá más allá de las colinas rocosas y rojizas
de la lejanía.
Pingusio dijo
"Chau", pero el tipo ni se inmutó, así que a los pocos minutos,
estaba volando en dirección al paisaje al que el marinero daba la espalda.
Recordó una vieja
historia, la del "Tigre tesorero", un felino que guardaba un
misterioso tesoro en una isla y que asesinaba a todo intruso que se atrevía a
bajar en ella. Le pareció que se ajustaba a lo narrado por El Cholo, pero algo
no le llegaba a convencer, y voló un largo, muy largo rato pensando en aquella
vivencia. Transitó la noche en vuelo, y unas horas antes del amanecer, que
acostumbraba a recibir sobre una roca alta, la más alta que encontrase, meditó
posado sobre un enorme peñasco, con un leve resplandor anaranjado que se
adivinaba del sol.
Entonces concluyó: no
hubo tempestad, no tuvieron contacto con ninguna isla; ese tipo, si es
marinero, no puede ignorar la historia del Tigre tesorero; nunca navegó, no
conoce el mar ni las corrientes.
Se sintió distendido
y tan aplacible que al instante se durmió, pero en ese lapso de tiempo en que
la realidad se contamina de fantasía, se entreveran sensaciones de imposible
relación, tuvo un último pensamiento representado en una imagen, quizá escena: él, Pingusio, dentro de un cofre, cual tesoro
o trofeo; el marinero, cual comerciante, con ábaco y monedas al cinto,
sonriente y semi dormido por la mamúa; el tigre, un camello sobre el que se
balancean de camino hacia un mercado en alguna parte del extenso desierto.
RV 2018
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