Los Viajes de
Pingusio, Capítulo #06: "Protección"
El vuelo rapaz de aquella
enorme ave fue detectado por Pingusio, y en su trayectoria casi circular,
evidenciaba un centro de importancia al que el pajarraco sobrevolaba
insistentemente. Se posaba allí durante un rato, luego, como buscando algo,
emprendía nuevamente el vuelo alejándose durante escasos minutos del montículo
sobre el que se posaba.
Pingusio se dirigió allí y rápidamente fue avistado por el
pájaro negro, quien volvió a estacionarse sobre su base, sin quitarle la vista
de encima, la cual era verdaderamente formidable, ya que había divisado al
pequeño Pingusio apenas este tomo dirección hacia su morada.
Pingusio se posó sobre una señalización que nada expresaba,
a canto de una construcción derruida, y de frente al enorme pájaro que le
sonreía con evidente satisfacción.
El ave negra
inmediatamente recibió a Pingusio cortésmente, dando a entender la felicidad
que le ocasionaba su presencia:
-Seas bienvenido, pájaro esmaltado. -Permaneció sonriente y
al mismo tiempo, parecía expectante. Pero no pudo Pingusio modular palabra que
el pájaro negro continuó:
-Óspinides es mi nombre, y expreso mi felicidad ante vuestra
presencia. Te he visto bajar en vuelo dinámico y controlado, y no dudo ignores
sobre lo que estoy posado.
Para Pingusio ya era sorprendente que le hubiese llamado
"pájaro esmaltado", que le detectase en vuelo hacia él estando a una
altura considerable, y que intuyera su curiosidad sobre el escenario. Entonces
Pingusio detectó objetos metálicos dentro del pequeño templo, amontonados con
cierta lógica, no desparramados, y también se dio cuenta de que estaban
constituidos por igual materia que aquellos contenidos dentro del cofre sobre
el que el que el mismo Óspinides estaba apoyado.
-Pingusio, explorador. -Respondió secamente. Notó en la
pausa del gran pájaro un titubeo que seguramente fuese desconcierto, porque
"explorador", es sinónimo de "observador", y ahora su
postura inquisidora estaría bajo la meticulosa atención de su recién llegado
interlocutor.
-Estimado Pingusio, me alegra que no seas una simple ave
migrante, desposeída de apreciaciones profundas y acotaciones enriquecedoras.
Sé en lo que piensas, y me satisface premiar a los pensamientos sofisticados.
Pingusio permaneció en silencio. "¿Sofisticados?",
-pensó, "¿qué es eso?" Durante
el vuelo de más de trece horas que lo distanciaba con el agitador incongruente,
por su cabeza habían pasado varios pensamientos, la mayoría contaminados por lo
visto desde su partida, por sueños confusos, y por el arte de recordar,
simplemente. Había pensado en una locomotora enterrada hasta la mitad de la
caldera (a la que detectó bajo la arena como una 4+6+4, sin tender); un arbusto
que desde la altura parecía una mano extendida; recordó la espuma de una
cascada que cerca de su pueblo se estrellaba contra las rocas haciendo un
efecto de humo que daba a entender, confusamente, que aquello se estaba
quemando; la conexión entre los afluentes de un río y los espacios en blanco
que se trazan en una hoja de texto, cuando casualmente las palabras se alinean
dejando estas callejuelas vacías; pensó en el color de los pétalos y el de los
colores de las escamas de los peces, y se ofuscó por desconocer la diferencia
entre ellos, y dudando de que flor y pez sean lo mismo... Pero cuando estos
pensamientos se ordenaban, Óspidides le habló:
-Pensaste en el ciclo de los hielos, sus caprichosas formas
y el reflejo de la luz en sus caras; pensaste en la capacidad de un cachalote
para nadar y el de un buque maniobrando en alta mar; -hizo una pausa, movió la
cabeza velozmente hacia arriba, como los pelícanos cuando tragan su presa, y continuó,
-te preguntaste en más de una ocasión cómo es posible que existan tantas
configuraciones distintas entre los aviones, y sea siempre la misma entre las
aves...
Pingusio pestañeó y
esto quedó como una afirmación. No había pensado en nada de aquello que el
pájaro negro decía, o si de algún modo lo había hecho, no fue durante este
viaje.
Óspidides bajó del cofre, levantó la tapa con candado y
abertura incluidas (lo que dejaba más que claro que no funcionaban), introdujo
su pico dentro y extrajo una moneda dorada, casi cobriza de su interior. Bajó
la tapa con el ala misma que la había sostenido, y lentamente se acercó a
Pingusio. De forma muy delicada y apacible, estiró el cuello y ofreció la
moneda a Pingusio. Pingusio la tomó luego de obserbarla un instante desde el
sesgado ángulo que su propio pico le proporcionaba. La dejó caer al piso, antes
de que se disipara la nubecita de polvo que levantó la moneda al impactar en la
arena, ya se había precipitado al suelo para contemplarla. Dio un par de pasos
logrando que su ubicación de mejor perspectiva a la figura contenída en el
círculo. Era una niña de perfil, delgada y con una colita alta. Su cuello fino
se apoyaba en los hombros pequeños que cerraban elegantemente la imagen contra
el borde recorrido por letras desconocidas. Si bien la belleza y armonía que
solo las proporciones femeninas pueden ofrecer, en cualquiera de sus detalles, le
resultó clara, le costó comprender que el pelo era pelo, y la lectura
inquietante surgía de su representación metálica, en la materia, lo que le
confundía con escamas. La tomó con la punta del pico, hizo igual movimiento que
el pájaro anfitrión había hecho minutos atrás, y la moneda dio un salto y fue a
parar al estomago de Pingusio. Cuando se volteó a mirar a Óspidides, este reía en
silencio, quizá enternecido con el pequeño pájaro, quizá embriagado por su
propio genio capaz de comprender la naturaleza de un pichón viajero.
Pingusio agradeció
cuando el pajarraco introducía la cabeza dentro del templo arruinado que se
encontraba allí, cerca de ellos, sacando otro objeto metálico parecido a un
viejo reloj, de similar tamaño a la moneda, al que introdujo de un santiamén en
el cofre.
Ni bien Óspidides se paró sobre el deteriorado baúl,
Pingusio nuevamente dijo "gracias", desde abajo, viendo en
perspectiva al pajarraco que le respondía con una cálida sonrisa.
Entonces Pingusio se
inclinó ligeramente para dispararse hacia el cielo y continuar su travesía,
conmovido por las palabras poco acertadas de aquel personaje sobre sus
pensamientos y recuerdos, y por su generoso regalo, cuando escuchó claramente
lo que le dijo Óspidides al alzar el vuelo, y que quedaría marcado para siempre
en su memoria: "Pingusio, las flores, los peces y las aves no son lo
mismo, aunque recubran sus cuerpos del sol y la lluvia".
RV 2018
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