Retractos # 26: "Estiguar Telurio"
Improvisadamente
cambió el recorrido de aquella tarde, impaciente de no sabía qué, pero decidido
a contener los latidos del corazón con descubrimientos urbanos. La Gran Plaza
de los Naufragios circunvalada con energía y atravesándose ante el tranvía con
destino al puerto. Allí, entre los gigantescos galpones ocre que abrumados de
calor, abiertos completamente, recortaban el cielo como gigantescos gusanos;
solo las grúas, disimuladas y precavidas, los contemplaban en movimientos que
cortaban el cielo caliente y denso. Allí se detuvo después que sintió el sudor
correrle por la espalda a cataratas y depositarse en la cintura del pantalón.
No lo dudó ni una
vez, entonces apenas giró la cabeza atraída su mirada por los brillos alados de
las gaviotas sobrevolando la calle adoquinada y reflejando toda su inmaculada
belleza en el agua quieta y plana.
Perdió la orientación
por un momento y se soñó volando y dirigiendo su mirada sobre laberintos
urbanos y relámpagos luminosos de las claraboyas. Pensó en lo triste que se
sentía, no ocultó su rechazo a sí mismo por no buscar cómo salir de un hangar
sobre un aparato volador y carretear hasta flotar en la más hermosa de las
sensaciones. Las gaviotas eran su más buscado reflejo, casi instintivo, y las
recordó jugando contra el viento, estáticas en el aire, con las alas abiertas
patinando en el cielo y saboreaba su admiración con igual gusto que se bebe el
jugo de una fruta.
Ahora salía del
puerto y corría calle arriba hacia el canal verde y salvaje, que aún conservaba
misterios al escapar de la ciudad edificada. Estaba la cuadra entera sumida en
la sombra y los distintos elementos de la ciudad perdían la nitidez y se
contaminaban en formas matizadas de noche.
Por algún motivo se
encontró en la Fuente del Mamut, desolada y rígidamente atrapada en su piedra
oscura. Pensó en pasar la noche allí, dormir bajo un árbol cuando se le haya
consumido el último cigarrillo, y así encontró el lugar específico donde echado
meditó espiando estrellas entre las ramas frondosas de los árboles.
Pero se fueron o algo
las nubló combinando sacudidas del bosque por vientos calientes y húmedos.
Esperó a sentir con absoluta claridad los truenos a lo lejos y su eco aplastar
las plantas. No fue hasta sentir las enormes gotas golpearle en el cuerpo que
se sentó y redescubrió el paisaje circundante. En la oscuridad, la fuente
parecía una compacta fortificación desde donde el Mamut desafiaba al clima. ¡Un
relámpago iluminó todo de forma severamente contrastada! Vio al Mamut bajo la
lluvia: el bronce verde, exquisitamente decorado por perlas de agua, parecía
una pieza de jade, allí olvidada y condenada a los caprichos tenebrosos de la
noche.
Encontró refugio en
una enorme glorieta , ornamentada con motivos griegos y ajena a la tormenta.
Estrechó sus pensamientos a la arquitectura magnífica que blanca rompía la
noche y entablaba misteriosas miradas con la luna. En ritual perverso ella, la
luna, se ocultaba detrás de la tormenta y cuando la glorieta la creía perdida,
se sentía que las plantas la devoraban, pero nuevamente entre un claro y alguna
nube transparente se mostraba desnuda y con la calma de una condenada, expuesta
sin remedio a los ojos de todo; pero los suyos disparaban chispas desafiantes
entre el diluvio.
Estiguar recordó un bar que permanecía abierto hasta muy
tarde, y cuando buscó la hora en su muñeca, se sorprendió al no encontrar el
reloj. Pensó en tres o cuatro instancias en las que pudiese haberlo extraviado,
pero en el fijar la vista para aclarar los recuerdos divisó otro bar a escasos
cien metros de la fuente. El cielo se abría y la tormenta ahora estaba en lucha
con sigo misma, se retraía sobre su reflejo y por encanto bañaba manzanas
enteras de la ciudad. No era cerca siquiera de la hora pensada, y al contrario
de lo esgrimido en confusos pensamientos en la fuente, amanecía. Cruzó la calle
esquivando con atención los charcos que escondían rieles del tranvía, y en dos
o tres saltos estaba sentado dentro del bar. No sabía que pedir, pero la
silueta oscura del Mamut sobre el color arena del cielo por donde se acercaba
el sol, le sugirió un café, cargado y bien caliente.
No hubo tiempo de quitarse el saco empapado. Inhaló el humo
del pequeño pucho, y antes de apagarlo lo observó un instante entre sus dedos.
La brasa se mantenía con vehemencia y al soltar el humo creyó que ese era el
sabor de la luz. Nuevamente calle arriba y en el sentido que las grúas a lo
lejos le señalaban. Hacia allí se dirigió sin bacilar.
Pasada la Gran Plaza, esquivado el espantoso edificio del
correo que asemejaba a un piano vertical gigante y de concreto, palidecido su
reflejo en las vidrieras que invadían las cuadras, caminó con un cigarro entre
los labios. Se consumía en su boca y las manos no sentían la humedad de las
solapas que mantenía erguidas como paredes detrás de las que se refugiaba
del viento.
Creyó reconocer aquella zona, encontró familiar alguna
vitrina antigua y decorados que imitaban cipreses entre aspiradoras y enormes
radios con muebles de maderas absurdas. Se identificó con algún perfume, caminó
y se detuvo a los pocos pasos frente a otro negocio enlutado por la ausencia de
gente. Lo conocía, y lo reconoció, en el ir y venir de la brasa del cigarro al
acercarse a la ventana y alejarse repelido por su propio reflejo, entendió que
estaba frente a una peluquería. Llevaba la mano al pestillo para entrar,
sabiendo que allí aún no había nadie, y que no era una peluquería para hombres.
RV 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario