2017 Postales del Ark
# 05: "Si lo hubiese sabido..."
De no haber estado
aquella mañana calurosa de un otoño pesado, convencido que aquel camino me
situaría de frente a la pequeña Tika y sus diminutos ojos chispeantes, entonces
lo visto habría sido una anécdota estúpida y de la que a pocos me atreviese
a confesar.
Refugiándome del sol
implacable, cubierto por la sombra de balcones y árboles, caminaba rumbo a la
Tienda de Mascotas Ponsomby, a siete cuadras de mi casa semiderrumbada. Intuí
que el calor me atrasaría, que el tráfico también lo haría, y la ventaja de
desplazarme a pie era la opción más acertada. Una pequeña botellita de agua
helada me refrigeraba las tripas, pero a la tercera cuadra era un asqueroso
líquido a igual temperatura que aquel infierno y me hacía sentir al beberla, la
extraña sensación de inyectarme asfalto. Dos cuadras antes de llegar a la
espantosa y repugnante tienda donde Tika era empleada y atendía con más
devoción de la común, me detuve. El mareo y la presión baja me obligaron a
recostarme a una pared, al amparo del enorme balcón de aquel edificio, y por
tanteo torpe, llegué, sin quererlo, al borde de una ventana que estaba abierta
de par en par. No pude ni quise evitar observar al interior de aquella casa,
más por lo absurdo de permitir dejar entrar el calor avasallante, que por curiosidad
simple o pedido inminente de ayuda de cara a mi estado que empeoraba. Pude
apoyar los brazos en el marco, y con ridículos movimientos contemplé las dos
puertas que, a ambos costados de la pequeña sala se encontraban, de forma
perpendicular a la ventana. La de la izquierda estaba cerrada y su aspecto era
el de una puerta casi sin uso, en cambio aquella ubicada a la derecha estaba
completamente abierta, quedando
escondida detrás de la pared, y dejando, en su sesgado ángulo visual, un jardín
frondoso pero horrorosamente azotado por el sol. De frente a mí, a la ventana
completamente abierta, un mueble de estatura media, que apenas superaría el
metro setenta, viejo, descuidado, de un color nogal dudoso. Su único estante
con uso, hospedaba algunas figuras de pésimo gusto y en materiales tan
indefinidos como la madera del mismo mueble. Las piezas, demasiado pequeñas
para la cavidad que los contenía, parecían vibrar al reflejar los brillos que
desde los vehículos y movimiento del follaje casi inmóvil de la acera. Un
pequeño leoncito, desproporcionado y en actitud agresiva, elevaba sus patas
delanteras en clara advertencia a un horripilante murciélago o lo que intentase
representar, que no se veía intimidado por el félido y en posición más ofensiva
que defensiva, se le paraba delante tan amenazante que por momentos parecía que
se le iba encima. Otros animalejos tan feos como aquellos dos parecían estar
envueltos en situación similar, pero abstraídos de lo que estos dos vivían. Se
movían y yo no daba crédito a lo que veía, abrazado a la muro de la ventana. El
león contuvo una serie de zarpazos que la otra asquerosidad alada le propinó,
luego se le fue encima y acertó un duro golpe en su rostro que le obligó a
tambalear, y en ese dubitativo traslado, convinó una veloz serie de movimientos
de ataque que hicieron caer al leoncito inmundo, lo que me dio a a entender que
tocó sus patas de apoyo, las traseras. Los demás monstruos revoloteaban y se
confundían en terrible trifulca en los ángulos del mueble, como encajonados en
sus esquinas, pero luego retomaban un vuelo apasible y remoto, como ajenos a lo
que acontecía, esperando el momento
propicio para entablar persecuciones y nuevos combates. El león (por así
llamarle), se mantuvo un rato estático, siempre con los brazos hacia delante y
con las garras acuciantes comprometiendo cualquier movimiento del murciélago
con pico, el cual, para sorpresa mía, parecía sangrarle. El león comenzó a
retroceder, de forma bastante imperceptible, pero lo encontré más al borde del
estante que al inicio del combate, de eso doy palabra. El murciélago dio dos
pasos que resumieron el lento retroceso del león, de sus ganchos en los
extremos de las alas se apreciaba el rojo intenso de la sangre, y la pata
derecha del león, ahora estaba completamente roja. El silencio de la cuadra, en
un intervalo sin tráfico, dejó al desnudo pequeños gemidos absurdos que
parecían como escapados de una alcantarilla o tuberías de agua. El león se
volvió a adelantar al momento que el murciélago optó por igual movimiento pero
en retroceso: parecía que bailaban...
-Señor... ¿se encuentra bien?
Observé a la señora que a mi lado había aparecido de forma
fantasmal,. Retrocedí un paso como para observarla enteramente parada frente a
mí. Llevaba dos bolsas del supermercado, una groseramente segmentada por cajas
que la volvían tan rígida que se entendían ladrillos, y otra con acelgas
desmedidas que brotaban escondiéndole la mano que sostenía la bolsa. No
respondí y emprendía el camino hacia la tienda de la pequeña Tika, pero no
habiendo avanzado más de cuatro o cinco metros, me volví y encontré a la señora
mirándome muy consternada, pero lo sorprendente, fue que lo hacía desde atrás
de la ventana, y no desde la vereda donde la había encontrado o ella me había
encontrado.
Llegué a la tienda
espantosamente sofocado, abrí la puerta, y pese al desagradable olor a animal
que allí reinaba e impregnaba todo, el aire acondicionado fue para mí un alivio
sagrado.
Pese a nuestra
amistad de hacía años, Tika me observó con asombro, creyó que me tambaleaba y
estaba por desmayarme, y lo noté en sus manos que a los lados del cuerpo se
mecieron como intentando apuntalarme a la distancia, o hacerme conservar la
vertical, además, en el reflejo de sus espesos lentes donde se refugiaba dos pequeños
ojos negros y graciosamente achinados. Caminé como un zombi, frente a ella me
detuve; ella se vino hacia adelante enseñándome la mejilla para que la bese,
pero en el impulso que la hizo ponerse en punta de pies, yo me precipité y la
besé directamente en la boca. Sentí el sudor helado de su cara refrescar la
mía, y la contemplé ir hacia la caja casi en una escapada... La caja estaba
abierta y terminaba de acomodar dinero dentro de sus casilleros. La cerró, me
miró sonriente. Sus manos se apoyaron en los bordes del mueble y bajo el puño
de la camisa se asomó una pulsera con elefantitos de plástico verdes que más
parecían maníes aplastados que otra cosa.
Desde ese momento hasta que me fui de la Tienda, cuando
cerró, solo pensé en besarla nuevamente, y el hedor a bestia del salón me
pareció familiar, y pensé si no es que siempre había convivido con él y nunca
lo había aceptado.
RV 2018
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