La cena en el jardín
Como era extranjero, jugaba un poco con mi talento de rufián, como en la fábrica de hielo "Topek", donde carbonicé abundante tiempo de mi vida.
En su jardín, Doña Gruck se mostraba más amable que nunca, y hasta deposité parte de mi "admiración para los viajes" en sus pelos anaranjados que le chorreaban de la cabeza como gotas de cebo, como hojas de gomero... ¡era demoníaca!
Su cara de "bebé-bomba" y su blusa blanca con lunares verdes me hacía, por momentos, soñarla ahogada en la fuente de mi patio, desnuda, boca abajo toscamente levitante en el agua turbia, proyectando su sombra en el fondo del estanque cubierto de piedras y musgo.
Le hablé de mi padre y su reciente pérdida durante el último bombardeo y pareció tener un gesto de misericordia como lanzado al espacio entre las bocanadas de humo del asado que preparaba; como en mil lugares alguna vez alguien dijo algo similar y otro asintió ejecutando una acción por el estilo.
Me atoré con el agua y ella hizo una pequeña arcada, como si le hubiese afectado mi ridícula contracción muscular.
Bebimos agua largo rato. Agua sin gas.
Los dos patos estaban a punto y me imaginé desde sus ópticas cómo se vería aquella gorda infernal, criatura global de movimientos lentos y precisos: "los mismos que nos descuartizaron como cristales y depositaron en el lecho de fuego", los mismos que escondieron en la caja de cartón violeta, entre las antiguas servilletas, los retaratos mohosos de los abuelos en amacas de anclas, ¡los mismos que sujetaron su cabeza dejando escapar macabras ideas, perversas sensaciones de un poder lubricante, zambullidas fulminantes entre deseos tan aburridos como obstinados!
Fui al baño. En el botiquín encontré, a manera de empapelado, los planos originales del helicóptero de mi tío, sus bocetos originales, con todas sus absurdas pretensiones a lápiz. Allí estaban sus planos.
Cenamos lentamente. Repentinamente oscureció y Doña Gruck se llevaba un trozo de pato a la boca y yo lo bendecía al partir en aquel viaje por entre las galerías orgánicas de la ballena, las altas temperaturas, los motines no resueltos asechando a cada codo de sus vísceras, a cada soberbio depósito mecánico de su tosca estructura.
¡Su rostro no era el mismo, no, ya no lo era! Al menos su expresión no la recuerdo desde que entré al baño, donde descansa una de las más grandes estupideces de mi tío.
Cenamos lentamente.
Su rostro no era concretamente el mismo. No, sus facciones eran claramente otras y me asustaba mirarla sin pensar que notase algo extraño, que sospechase de mi exploración en el baño, el hallazgo de los planos, los eternos frascos conteniendo los misterios de su laboratorio... que hubiese descubierto en la mirada de los títeres de papel maché las cotidianas y enfermas costumbres que los confinaron con tal mal gusto a decorar la banderola del baño, cubiertos de polvo. ¡Pero no podía hacer como si nada!
Ella estaba nerviosa y sudaba. Entre el botón y el ojal de su blusa un lamparón húmedo parecía ganarle poco a poco la prenda, luego se desvanecía. Me hizo acordar al óxido que entonaba el papel atrapado con chinches al fondo del pequeño mueble sobre la pileta. Hice un esfuerzo por recobrar la calma y decidí huir, luego vendría por los planos.
-¿No te gustó el pato, nene?
-Soberbio... (respondí).
Me miró taciturna y su enorme masa se alzó con el plato perfectamente vacío y limpio.
-Dejá que yo lavo. -Aseveró mientras depositaba delicadamente el plato en la pileta.
RV 2002.
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