miércoles, 25 de febrero de 2015

Historias aberrantes - Capítulo #10: "La casa verde".
 Ayer pensaba en la casa verde, entre las dunas forradas de plantas y el cielo nublado que se apoyaba humedeciendo la imagen y resplandeciendo los colores. Pensaba en lo que me dijiste, o, mejor dicho, insinuaste en palabras que se detuvieron marginales en una oración sin punto; como un tren llegado a destino por inercia, donde las vías dejaban de existir y el terreno pedregoso lo frenaba... bondadoso con la máquina inerte, cuna de una insólita muerte.
 Creí sentirte decir, una noche, mientras las gotas de vino se aferraban a las paredes de la copa y oscilantes en la luz de la leña se escapaban al fondo buscando intimidad en el homogéneo disco oscuro, que ya veías lejano un nuevo amanecer juntos, y eran números tachados sobre almanaques secos.
 Pensé en armas secretas capaces de tender un manto de niebla donde la confusión te adormezca, y quizás allí, creo que solo bajo esta circunstancia, hablarte al oído suavemente, pausado, implorándote que no me dejes y alertándote de consecuencias deprimentes y odiosas.
 Pero la casa verde me contuvo silenciosa y áspera en el vacío de un amanecer sin nubes, y cuando ellas volvieron en la tarde, comprendí que te habías ido para siempre, y estaría naufragando entre tus olores y caricias (contactos cotidianos de hábitos congruentes, para mi siempre caricias), hasta que la confusión me lastime casi sin remedio.
 Volví una y cien veces sobre tus pasos y pensé retener tus pies contrastados en el suelo negro de una madera indefinida y sorda. Pensé que podrías estar muerta, pero cuando este turbio mensaje me intimidaba en la noche, te imaginaba haciendo algo, y la contradicción me obligaba a abandonarte en un presente mágico y sin retorno a capítulos anteriores, un libro que al leerse descompone cada párrafo que los ojos transitan.
 Ordené mis cosas y partí de allí. Convencido de estar en la atmósfera envolvente de una tormenta de verano, en las caras de un cristal de arena que se adhiere a tu cuerpo al salir del agua, en insectos perseguidos por la lluvia que sobrevuelan tus melancólicas posturas de hembra en sueños de mares y costas desiertas. Creí que esta imagen me era familiar y la reconocí entre tantas otras en una mañana que corrí a avisarte que, en la casa verde de la playa, los teros se habían ido definitivamente. Un presagio que no pude decifrar.
 Entonces tomé mis cosas, ordené la casita verde y la cerré con un remolino de recuerdos que tenebrosos se aquietaban unos encima de otros, despojados de tu manualidad y de tu aliento.Fui a tomar el ómnibus pero recorriendo la orilla, muy temprano en una mañana fría y dura como la que en tantas ocasiones maquillaron naufrágios y travesías dolorosas. Me acompañaron algunas gaviotas en mi torpe caminata, pero fue recién cuando sentí el agua espumosa salpicarme las rodillas, que me estremecieron lágrimas saladas y tibias que corrían al suelo, aferradas desesperadamente a lo que pueda haber quedado de tus huellas.

RV 2015


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