miércoles, 18 de mayo de 2016


Retractos # 23: “Mellinda

 Como un eco que se filtra entre catacumbas, sus pasos rastreros y su voz cansina anteceden a la pregunta:
-“¿A vos qué te parece, Gladise?”
 Mellinda, mi prima, que por algún desafío del universo o misterio repentino de la voluntad divina, se hizo taxidermista, me somete con esta formula de interrogante a la depravada imaginación que, frente a estas situaciones, así me invade.
-No se, Melli, ¿qué bicho es?
-¿Pero no se nota?
-Es que son tantos y tan diferentes algunos, y casi idénticos otros, que me confunde tremendamente.
-En realidad me refiero a su posición, si crees que es natural. Si parece que el animal esté en una posición que represente alguna actividad normal de su vida. Qué animal es, no interesa.
 Tan directa en sus argumentos, la pregunta pareció apretarme aún más, quitándome definitivamente todo movimiento en el que dilate mi respuesta.
-¡No se Melli, está bien, es como que grita! –Cuando la que grito soy yo. Me pone nerviosa cuando me acorrala y pretende que de una justificación a los cadáveres rellenos que me muestra, exigiendo que encuentre en sus aberrantes posturas ese instante de estática vital que lo delata en una acción.
-Sos una conchuda. –Me dice con el cigarro que le pende de los labios, extremadamente rojos, como si en la exageración del color se intentase reafirmar su distancia entre ella y lo que manipula que se encuentra muerto.
-Quiero saber si te parece que esté bien así o la posición no es natural.
 No le respondo. Su voz ronca queda por fin apuñalándome en el aire pesado de alcoholes de la sala. Yo ahora continúo sin mirarla, absorta en mis pensamientos que pretenden aferrarse a algún párrafo del agobiante texto que estudio. Siento sus pasos alejarse, y antes de dar la vuelta hacia la cocina, gritar en el pasillo haciendo su voz más potente y pomposa:
-¡Y no está gritando!
 Desde su separación del piloto aquel, un verdadero delirante que me caía muy pesado (sobre todo porque dudo que lo haya visto alguna vez sin estar bajo efecto de alguna droga), mi prima cambió drásticamente. En pocas palabras, no la volví a ver reírse, salvo en puntuales ocasiones que por desgracia nunca coincidían con las mías. Sus constantes interpelaciones con sabor a respuesta recalcitrante y peyorativa la volvieron insoportable. De pasar noches enteras juntas, hablando y comiendo chocolate o tomando algún licor horrendo, a sufrir quince minutos frente a una taza de té y expuesta a su acuciante mirada.
-¿Por qué no volvés con el Estiguar? ¿No lo extrañás?
Le pregunté una vez, de forma sorpresiva y aprovechando un momento ameno frente al televisor, mirando una comedia eterna y penosamente actuada. ¡Para qué! Dejó la taza sobre la mesita y me dijo, apenas apoyando el culo en la punta del sillón, las piernas juntas como uno de sus cadáveres rellenos y las manos sobre las rodillas:
-¿Vos te pensás que el único macho con el que puedo hacer algo es con el “volado” ese? ¿Te pensás que ando por la vida pretendiendo cruzármelo o entablar algún tipo de relación con ese subnormal?
 No respondí, pero creí que hacía bien escondiendo mi cara en el espejo circular de la taza, y allí, para sorpresa y tenebrosa revelación, encontré mi rostro esbozando una sonrisa tan sutil que parecía hecha con un bisturí.
-No vuelvo con nadie, y vos tendrías que saberlo mejor que cualquiera, porque nunca te dije nada al respecto, porque para mí ese tipo está muerto.
 Se levantó y se alejó arrastrando los pies pero con celeridad inquietante. Temí que volviese y me echara en cara algunas de mis bochornosas relaciones bisexuales, alguno de mis escándalos de alcohólica traicionada, de lesbiana intransigente y delatora, de pena, de profunda pena que por momentos me toma con terrible fuerza y cuando soy conciente de su trampa, estoy inmersa en medio de ella. Volvió por la taza y sentí su mirada violenta impactar en mi rostro, y mi rostro, como acostumbrado a los golpes, permaneció reflejándose en la taza con lejana alegría que ondulaba los labios.
 Desde la muerte de su padre, mi tío Lukanor, individuo detestable y sobre el que pesaban muchas denuncias de abuso de poder y tormento a detenidos, Mellinda y yo alquilamos este apartamento.
 Si bien era posible hacerlo cada una por separado, la convivencia nos ayudaría a retomar cierto cause de normalidad y serenidad en nuestras vidas, las que habían sufrido fuertes tropezones afectivos. Yo continué con algunas de esas relaciones dañinas y gracias a mi prima logré superarlas.
 Era cierto que nunca me había vuelto a mencionar al Estiguar, pero también y de forma antagónica, el reprocharme que ella “no andaba por la vida pretendiendo cruzárselo”, era, para mí, evidente deseo contenido en el mudo pesar de lo que no acontecía.
 Después volvemos a hablarnos y los chistes ordinarios y comentarios obscenos vuelven a lubricar nuestra relación, pero siempre haciendo de estos movimientos de convivencia, incómodas articulaciones en riesgo, una tirante comunión con fecha de caducidad y expuesta al más mínimo complot que estalle detrás de alguna contradicción.
  El tiempo bruñó asperezas y  también limitó el espectro de errores donde cultivar confusiones. Poco a poco el vernos se volvió un reflejo que lastimaba con recuerdos de lo que habíamos sido, o peor aún, de lo que hasta ese momento habíamos  logrado evolucionar.
 Entonces Mellinda se fue una mañana helada de invierno, contra toda posibilidad donde atenuar discrepancias e incertidumbres, y así fue que nuestros encuentros se fueron distanciando en el tiempo de forma contundente.
 No se si por alguna plaza se paseará entregada a la suerte de encontrarse al aviador, o si permanecerá fumando y dándole espantosa forma a animales que  ya carecen de la encantadora dinámica de la energía del aire y el agua.
 Yo, ya recibida de arquitecta, aún sin ejercer mi profesión, continúo en la peluquería donde desde hace años trabajo. A veces me recrimino el no hacer nada para motivar mi vida y repudiar al flagelo de la monotonía. Me descubro transgresora en estupideces que a otra escala y bajo otras circunstancias serían conmovedoras, pero no salen de las cuatro paredes del negocio perfumado y extravagantemente iluminado.
 Y me siento a beber te y leer revistas estúpidas cuando no hay clientes, y creo encontrar detalles que se entrelazan con capiteles y proyecciones en el espacio. Pero no debo hacerle caso a esas cosas que son simplemente síntomas absurdos como los que la angustia y la depresión esbozan. Entonces recuerdo a Mellinda y sus animales rellenos, su devoción y dedicación a ese proceso de intentar darle gracia a un despojo abandonado. Creo que ella allí encontró o reafirmó su mejores cualidades, y que no estuve a la altura de entenderlo. Creo que por momentos la extraño, y que ella me extraña a mi. Pero las estaciones se continúan y por esta puerta no pasa, y yo tampoco subo al ómnibus que me ponga frente a su casa. También creo que puedo convivir con esta extraña sensación de odio y pasión por las cosas, días y personas. También creo que todo es pasajero, y me lo digo a mi misma, cuando en el reflejo del te me descubro sonriente.

RV 2016  

  


  


sábado, 14 de mayo de 2016

Retrtactos # 22: “Esmeralda”

 Que sepa más de diez idiomas o sea capaz de memorizar textos extensos y complejos con solo leerlos, no justifica las burdas y descorteces acusaciones. ¡No estoy dispuesto a escuchar más comentarios sobre Esmeralda, mi novia!
 Después de una intervención o acotación, por leve que sea, rápidamente el silencio antecede a los comentarios de dudosa motivación, y, lo que es peor, se alejan en forma diametralmente opuesta al tema en cuestión, sobre el que Esmeralda, simplemente y con el mismo derecho que los demás, opinó.
 Pasados los meses de tenebroso juego de burla y confusión, a la vista más que descarada de un antifaz que esconde la envidia y el rechazo, opté por el alejamiento. Un pedazo de mi juventud y adolescencia secado como por la maldición de un dios venido de un desierto lejano y desconocido, con ademanes raros y amenazantes cavilaciones que hasta el momento ignoraba, y que en realidad permaneció oculto en el devenir miserable de aquellos que creía mis amigos.
 Entonces decidí que no fuesen ellos quienes me rescatasen de una eventual crisis de personalidad sumergida en la devoción hacia ella, Esmeralda, y que la comprensión y consuelo se me administrara en dosis pausadas como sus discursos, monótonos y vacíos al igual que cada mirada.
-No es que la rechacemos, es solo que infunde cierto temor… -Me decía Braulio, mi más viejo y querido amigo, hasta ese momento.
-¿A qué llamás “cierto temor”?
-A que parece leer la mente de todos, adivina acciones y antecede respuestas o comentarios.
-¿Qué mierda me estás diciendo? ¿Vos creés que se trata de una bruja o de un extraterrestre?
-Me parece demasiado expansiva, como si abarcase todo, no se… es como si todos estuviésemos enchufados a ella y de algún modo accede a todos, nuestros pensamientos por más secretos que sean.
 Esto fue lo último que soporté. ¿Me excedí al golpearlo? Creo que sí. Pero en ese momento era lo único que podía responder a tamaña acusación. Nunca más volvimos a vernos. Va para ocho años y jamás volví a ver a uno solo de esa barra que consideraba amiga.
Por otro lado, Esmeralda, siempre pedía encarecidamente, no sin lágrimas, que recapacitara y volviese sobre mis pasos, que los llamara y poco a poco vuelva a restablecer el vínculo. ¿Qué vínculos? ¡Por dios! No fue mi golpe lo que terminó con aquella relación, sino la brutal cascada de ponzoña con la que los ataqué, haciendo por momentos confusa mi agresión a cada uno o al grupo, develando un repudio visceral hacia varios de ellos, encubriendo mis más tenebrosos pensamientos a través del insulto.
 Esmeralda, en el período en que yo repunté con mi taller de mecánica automotriz, de la que ella fue pieza fundamental pues fue capaz de elaborar una estrategia que hizo de mi actividad una verdadera fuente de ingresos, se recibió de bióloga en tiempo record. El estudio para ella era tan simple como beber agua. Su memoria privilegiada me fue de soporte indiscutible a la hora de rendir examen en una academia de mecánica donde me especialicé en motores a inyección, y cuando algún problema se me escapaba de las manos y me ocasionaba angustiosa pérdida de tiempo, Esmeralda, puesta al tanto de la situación, en breves comentarios sugería alternativas que siempre terminaban haciéndome más fácil el trabajo.
 Pero también ella es naturalmente especial en el afecto y comprensión, su estímulo constante me ha enseñado a entender actitudes y sensibilizarme ante situaciones a las que, en otro momento de mi vida, hubiese ignorado e incluso repudiado.
 Pero la vida en Esmeralda corre con una dinámica a la que no es posible apreciar, menos aún acompañar, e, ineludiblemente, compartir.
 Pasado el año de vida en pareja, el más feliz de mi vida, Esmeralda era becada e inmediatamente requerida por laboratorios y facultades de biología y ciencias de varios países, y su vértigo de aprendizaje y enseñanzas escapaba a mi garaje negro y estático como piedra en el fondo del mar.
 Aquella noche me vio triste y se adelantó a mi mirada diciéndome:
-Llamá a Braulio. Decile que solo querías saber cómo está, y que en realidad lo echas mucho de menos.
 Permaneció mirándome a los labios, como si supiese que dentro de mi boca estaba la respuesta y con solo abrirla por allí se enteraría de lo que definitivamente haría.
 Entonces lo llamé, y él me respondió algo incrédulo, pero de buena manera, y al otro día quedamos en vernos por la noche en el bar de siempre, como antes, y allí estarían también los demás, ansiosos y con afecto para brindarme.
 Cuando esto le comenté a Esmeralda, ella reía y miraba el techo mientras se llevaba las manos al pecho. Creí que lloraría porque sus consejos estaban siempre desbordantes de las mejores cualidades de la condición humana, y también un escalofrío me turbó la mirada cuando, por primera vez, me pregunté que sería de mí sin ella.
 Así fue que para aquella noche de encuentro, mi somnolencia y perplejidad estarían anegadas en cada paso sobre las hojas otoñales dispersas en columnas caprichosas por el viento sobre la vereda. Temí resbalar o pisar sobre aquella alfombra ocre y reseca y encontrar allí una trampa. Contenía las lágrimas y pensaba en que aquello ya lo había vivido, que era el desenlace de otro suceso de similares condiciones, y en el que entraba al bar de siempre, donde mis amigos junto al mostrador esperaban día a día ver pasar un pedazo de la noche por las ventanas mugrientas, para que yo llegue, y les diga, les cuente casi en la más honda desesperación, que ella se ha ido y ni rastros ha dejado.

RV 2016