lunes, 22 de agosto de 2011


Un derrame casi siniestro. Me deslicé sobre la alfombra como un rulemán tropical al tiempo que de mis ojos brotaban recuerdos de reloj. Un reloj de péndulo, con lustre a muñeca en su osamenta.
El resplandor titánico de las ánforas erguidas en estratégicos espacios de la biblioteca, fue noble testigo de mi trayectoria vertiginosa, dejando cicatrices turquesas en los reflejos de la pecera.
No reparé en artilugios, y mis soñados pestillos con cabeza de gato giraban disparados por el tormentoso llanto de la señora. Las puertas se abrían.
En la biblioteca, un último quejido de la anciana humedeció las espesas cortinas de paño rojo. Entre los volúmenes apilados, algunos trataban sobre temores de la abuela, sobre abismos fosforescentes embriagados de galeones tripulados por animales o sobre muñecas de porcelana que durante la noche repetían nombres de personas en voz baja. También había una colección sobre macabras adivinanzas de brujas y con dedicación podía encontrarse un álbum de fotos de la familia, con la abuela bebé, de chica, con rebotes de escombros y estucados de nácar en los rostros, las ropas hechas de insectos, formas asombrosas y el consuelo de una usanza, de aquella cultura, nuestra cultura.
No me detuve siquiera a descansar cuando eludí al paragüero y a mi amigo el paraguas Monty (así lo llamaba yo). Recordé su tos herrumbrada un día de lluvia y fiebre. Apreté los puños y traje a la memoria las partidas de dados con Monty.
Escapé con sed imperiosa de estructuras de sombras donde colocar mi colección de hojas de árboles recogidas en diferentes paseos. Me gustaba pasear y toparme con Ahmbra en el parque: tenía delicadas fragancias para sus tetas, y yo tenía carisma.
La carrera me dificultó la fuga y por momentos la imagen de la abuela muerta en los peldaños me acariciaba hasta irritarme. Sus múltiples fracturas peinaban los escalones y articulaban las gruesas medias de lana donde no era posible. Un grueso filamento de oscura sangre contactaba su boca con la oreja.
Pero en la escalera sentí el polvo como remolinos, ecos de lamentos, un sollozo, las hermanitas Pena y Angustia tomadas de la mano, frágiles e inexpresivas...
Hice extraños ademanes y atravesé la pared y en mis labios quedó gusto a bronce.
Bajo mi vientre las baldosas de la vereda pasaban velozmente y creí reconocer en cada una de ellas a los personajes del álbum de fotos de la abuela, atrapados involuntariamente por sustancias que resisten al paulatino e inminente juego del olvido.
RV 2002.